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El callejón
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La ciudad sitiada

En estos días Santa Cruz de Tenerife vive bajo el estado de sitio: una inevitable cuarentena que colapsa el corazón y principales arterias de su trazado urbano, que se ven invadidas de noche y también de día por una multitud de entusiastas, ávidos de gozar al máximo de un desmadre controlado.

El progresivo retraso de la ciudadanía a la hora de lanzarse a la calle para disfrutar de esta especie de bacanal multitudinaria, que ha derivado (o degenerado, según se mire) en un insoportable cóctel de botellón salvaje y verbena perpetua, llevó a las autoridades civiles a intentar recuperar la fiesta para las familias, de modo que padres e hijos menores pudiesen degustar, en horario matutino, la esencia de una celebración que había casi dilapidado su esencia en beneficio de noches cada vez más largas (y afiladas) y de madrugadas cada vez más interminables (y vespertinas).

El final de este proceso (más involutivo que evolutivo) es una ciudad sitiada que amanece durante diez jornadas consecutivas cubierta por toneladas de escoria (plástica, líquida y orgánica), a la que muy a duras penas se enfrenta un batallón de operarios del servicio municipal de limpieza, quienes deambulan en medio de un campo de batalla, tropezando con algún que otro muerto viviente, que es la resaca hedionda de un placer efímero que, año tras año, termina devorado por la (para muchos y muchas) traumática vuelta a la realidad cotidiana.

Mientras el final de esta pesadilla llega, resultan cuando menos sobrecogedores los esfuerzos de los comerciantes que blindan escaparates y puertas de sus tiendas, en pleno epicentro de la vorágine, con la inquieta esperanza con la que los paisanos de Moisés marcaban la fachada de sus casas para proteger a sus primogénitos del paso implacable del Ángel Exterminador.

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