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El callejón
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El linchamiento

Episodio de la lapidación de la adúltera en la versión cinematográfica de “La última tentación de Cristo”, novela de Nikos Kazantzakis, adaptada a la gran pantalla por Martin Scorsese, en 1988, con guión del calvinista Paul Schrader.

Al romper el día, regresó al templo y todo el pueblo acudió a él. Tomó asiento y les dirigió la palabra. Entonces, le trajeron una mujer, que había sido sorprendida en adulterio, y la colocaron en medio de los presentes.

-Maestro, esta mujer acaba de ser descubierta en flagrante adulterio. Moisés nos manda lapidar a tales personas. Tú, ¿qué dices?

El interpelado se inclinó sobre el suelo y comenzó a escribir con el dedo en la superficie polvorienta.

Algunos de los fariseos insistieron en la pregunta anterior y otros recalcaron que la conducta impropia de aquella desdichada merecía un castigo.

Después de unos segundos de silencio, en los que parecía meditar la respuesta, el hombre se incorporó y dijo:

-Quien de entre vosotros tenga la conciencia limpia de pecado, arroje la primera piedra -dicho esto, el individuo se agachó otra vez y continuó escribiendo con el índice sobre el suelo.

Al oír aquellas palabras, comenzaron a retirarse uno tras otro, empezando por los más viejos hasta los más jóvenes.

Se quedó a solas el hombre con la adúltera y le preguntó:

-Mujer, ¿dónde están todos? ¿Nadie te ha condenado?

-Nadie -le respondió la mujer, que inclinó la cabeza ante él, en señal de respeto y de vergüenza.

-Pues tampoco yo te condeno -añadió él-. Vete. Y de ahora en adelante no peques más.

El hombre pareció borrar con la suela de su sandalia los signos que había escrito en la tierra y se irguió de nuevo con gran dignidad sobre sus piernas. Acarició levemente la coronilla de la mujer y se alejó de allí con paso firme y decidido.

Ella aguardó unos instantes hasta cerciorarse de que estaba completamente sola. Cayó de rodillas sobre el suelo y comenzó a llorar. Fue un llanto prolongado y lastimoso, entrecortado por los suspiros.

Cuando las lágrimas dejaron de brotar de sus ojos, la mujer se secó el rostro con el reverso de su mano diestra.

Entonces, la adúltera descubrió que aquel desconocido que le había salvado la vida había trazado una cruz en el polvo del suelo.

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