Existe una necesidad primaria, una fuerza incontenible, que empuja al escritor ante el folio en blanco. Esa energía, arrolladora e invisible, le arrastra hasta el precipicio de la hoja vacía. Luego, poco a poco, en un proceso que puede resultar más o menos febril, el escritor entabla una lucha sin cuartel con las palabras, en un duelo que es a vida o muerte y que concluye con una rendición más o menos acordada entre ambos contendientes. Y toda la creación literaria está articulada a partir de este enfrentamiento, en el que no hay ni vencedores ni vencidos.
En la escritura, el principal agente de dicha pugna dialéctica puede afrontar la pelea desde planteamientos y convicciones distintas. Así, hay autores que prefieren el consenso a la controversia, el trato esmerado y las formas cuidadosas al desgarro íntimo de la guerra cuerpo a cuerpo, con la que ciertos escritores se van despojando de trozos de sí mismos, ya que, en la medida que luego se exponen a la luz implacable de la mirada ajena, al mostrarse en toda su impúdica desnudez, estos creadores, que corren todos los riesgos del funambulista que actúa sin red, en última instancia sólo han de responder ante ellos mismos.
El poeta del que ahora nos ocupamos y que aquí presenta su primera antología, integrada por material completamente inédito, pertenece a esta segunda estirpe de artistas, la de aquellos que se exhiben sin pudor, la de los offsiders, la de los francotiradores, la de los que crean al margen de corrientes o modas al uso, la de los contestatarios e individualistas, los hijos de la ira y del eterno desencanto, que conciben la palabra desde el amor más vehemente o desde el odio más apasionado.
En los poemas de Carlos Castro López (Santa Cruz de Tenerife, 1971) se entrevé buena parte de la furia abrasadora y de la rabia contenida del escritor que abomina del tiempo que le ha tocado (más en desgracia que en suerte) vivir y que trata de canalizar a través de unos versos contundentes, precisos, demoledores casi siempre, tiernos en contadas ocasiones, pero directos y secos en todo momento, como los puñetazos de un púgil fajador, y penetrantes y certeros, como los disparos de un arma de calibre corto.
Deudor de sus maestros reconocidos y reconocibles (William Burroughs, Allen Ginsberg y Charles Bukowski), Carlos Castro encara la creación poética con un rigor extremo y un afán perfeccionista que ralentiza su producción de un modo que otros escritores con un menor nivel de autoexigencia considerarían exasperante aunque, precisamente, en virtud de ese celo casi obsesivo con el que el autor esculpe cada verso, el resultado final alcanza unas cotas de audacia y brillantez que pueden calificarse de sobresalientes, sin temor a caer en la exageración. Tal y como el lector puede comprobar por sí mismo en poemas como La Gaugamela, en el que el desvelado misterio de un cuadro oculto se transmuta en un sorprendente juego de malabares donde se confunden las perspectivas y los espejos, o como en la exquisita pieza que da título a esta colección, donde las magnitudes son el pretexto que traza la línea de lo que termina siendo una preciosa declaración de amor, envuelta bajo el ingenuo ropaje de una especie de canción infantil.
Desde un punto de vista técnico, la poesía de Carlos Castro se caracteriza por el empleo del verso libre, por la ausencia de rima y por una constante explotación del encabalgamiento como recurso estilístico que aquí adquiere el rasgo de auténtica seña de identidad. Poco dado a la floritura verbal o al lenguaje impostado, propios de una estética pretenciosa y preciosista, este escritor profundiza y escarba en lo más hondo de sus pensamientos y obsesiones y extrae una lírica sincera, descarnada, a veces brusca, pero capaz de proporcionar pasajes de una extraordinaria belleza, como se aprecia en la parte de final de Locura (Año 1771, Capicúa):
Yo sé que
luchas,
que estás
intentando
salir de
ese camino,
¡combate!,
batalla por
esplender de
nuevo,
consíguelo o
acabaré como tú
y la gente cuando
pase por la ventana
y nos vea mirando
a nada nos
tirarán
flores,
flores
para nuestro
jardín de la locura.
Por otro lado, algunos de estos poemas consiguen transmitir y crear en el lector una tensión emocional sobrecogedora. Tal y como ocurre en Habitación de hospital:
Se va la luna del cielo por unos instantes
cuando alguien muere en el hospital
de máquinas electrónicas enchufadas
a su piel temblorosa la habitación
maldita la hora en que la amé
fue rodeándola por todas partes
de besos y caricias calientes
lágrimas deslizándose por mi
rostro que no vale nada,
hospital sin rostro deslizándose caliente
enchufe de besos en
habitación de piel electrónica
máquina rodeándola
de muerte que no vale nada
la luna maldita temblorosa del cielo
se va cuando alguien muere
por un instante de caricias.
Confeso admirador de Homero, Carlos Castro coquetea en su obra con la épica, género que revisita y renueva con su peculiar enfoque en composiciones repletas de guiños y sutilezas (A la batalla del Ebro, Carta de despedida y Cóncava nave); reformula el tópico literario del ubi sunt ("¿Dónde está la línea de ti?, / dónde habrán ido a parar los coros / las orquestas las voces, / en quién depositarán ahora su confianza / los animales los zigzagueantes ríos, / por qué el ladrón de Bagdad no encuentra trabajo", se pregunta en V.I.T.R.I.O.L) y aborda la pintura de paisajes bajo una óptica totalmente urbana, que da lugar a austeras y bellas estampas bukówslicas, en las que las estatuas adquieren un protagonismo constante, fetichista.
Respecto a esto último, el poema La descuidada esperanza se nos antoja un ejemplo significativo:
El jardín de la
estatua ennegrecida
está mal cuidado
y es triste,
hierbitas y
matojos crecen
por su sucio mármol
y pájaros
preñados intentan
construir nidos
en sus hombros,
el sol vespertino
parece animar
el jardín con
su claridad,
es sólo un
espejismo en
la fría cara
de la
estatua,
graffitis
de amor
y desaliento
han tomado
sus formas
y hay un
bote de cerveza
derramado y pegajoso
sobre la inscripción
que lee: "A la esperanza".
Al margen de esta línea temática, que podríamos etiquetar de convencional o clásica, Castro López nos sorprende en buena parte de sus textos con piezas que contienen una atractiva riqueza simbólica (tal es el caso de Alicia encadenada, La feria, Para Noia, Atrevimiento, Dignidad o Malos tiempos) o que constituyen meras propuestas lúdicas que le permiten desplegar un divertido aunque malévolo sentido del humor, como pone de manifiesto en Consolando, Por fin un trabajo, On, Tirando musas o en los versos finales de Anuncio en el periódico: "Mi vida se / enmierda cada vez / más y no encuentro / solución / ¿qué hago? / ayúdenme: tirreno@telefonica.net".
Por último, de una forma u otra, el humor también está presente en otro de los grandes ejes temáticos de la poesía de Carlos Castro: el desamor. Porque a lo largo de su obra el deseo de amar va indisolublemente unido a la idea del rechazo ("Todo en ti me / produce itifálicos / pensamientos, / es, en definitiva, / un simple enamoramiento / no pasajero, / bien lustrado y abrillantado por / tu indiferencia más absoluta", leemos en Diez mil jenízaros) y a la amargura del fracaso ("Dentro de mis lágrimas / habitan varios atardeceres; / si los numerase todos / anochecería", en La despedida (180º)). Sin embargo, frente a todos los pesares que la frustración amorosa le reportan, el poeta parece conjurarlos con la sonrisa que provoca en el lector su justa indignación:
El amor construye
la vida
como Gepetto
construye a Pinocho,
si la construcción no
avanza o se estanca
mal asunto,
debo ir rápidamente
a por más material,
pero ¿conseguiré
algo en esta puta
ciudad donde vivo?
En definitiva, intensos, desiguales, aunque profundamente auténticos, estos cuarenta y tres poemas, estas cuarenta y tres detonaciones, nos acercan un poco más al interior de un corazón sensible y vulnerable, de un cazador solitario y solidario, que hace frente a sus propios miedos cada vez que busca y captura la palabra adecuada para trenzar versos llenos de pulsos, de sensaciones y de vida.
PedroLuis
Las cosas están tomando un cariz que, con revólver o sin él, aquí ya nadie dispara…
Lagarto, lagarto… Siempre serán preferibles las "armas de calibre corto", que las bayonetas caladas en las de calibre largo.
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lleon
Gracias por esta primera noticia de un nuevo autor. Versos que explotan, versos de combate y enardecimiento. Adelante siempre con la palabra que es pólvora para despertarnos
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pevalqui
Mucho éxito para Carlos Castro. Él, como tantos otros son en mi opinión, revolucionarios sin rostro visible, aquellos que aportan luz donde hay tinieblas, ideas donde nada surge, mientras la mente se debate en un denodado esfuerzo con el folio en blanco.
Buenos e influyentes maestros ha tenido, especialmente a mi entender en la personas de Ginsberg y Bukowski. Y aunque la estética no sea la estrella de mi poesía, el trasfondo lo comparto plenamente.
Buenas tardes. Saludos cordiales.
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PedroLuis
Qué bien nos describe usted, don José, el pánico del escritor frente al folio blanco. Reconforta saber que es un mal general y alivia saber que es compartido.
¿Cómo consigue describirlo tan bien? ¿Eso se aprende? ¿Dónde está la escuela, maestro?
Y luego, don Carlos Castro, con sus:
Disparos de revólver
tiros que llegan
y no matan.
Son de calibre corto.
Hieren.
Y la herida,
duele más que la muerte.
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