Confieso que al natural, aunque su imponente fachada parecía presidirlo (y presentirlo) todo en la plaza a la que da nombre, Nuestra Señora de París me decepcionó un poco: nada que ver con la prosa grandilocuente y recargada de Víctor Hugo, ni mucho menos parecida a la prodigiosa recreación de cartón piedra, salida del talento de los decoradores Elmer Sheeley y Sydney Ullman, que dotaron a la producción de la Universal de 1923 de toda la atmósfera expresionista y gótica del cine mudo: a pesar de estar dirigida por el olvidado artesano Wallace Worsley, cuyo anonimato corre parejo al del arquitecto original del edificio ahora casi reducido a cenizas, esta joya arqueológica del celuloide debe su aún innegable atractivo al buen hacer de Irving Thalberg (en la contabilidad) y al genio inimitable de Lon Chaney, sin duda, la más escalofriante de las gárgolas que remataban los tejados de la catedral antes de las llamas.
La horrible mutilación sufrida por tan emblemático templo (resultado directo de la impericia, de la negligencia o de la estupidez de unos tiempos mediocres, que toman su aliento vital en la infinidad de matados y matadas que ocupan puestos de responsabilidad en todos los órdenes de la actual existencia) se me revela como un atroz augurio de lo que está por venir.
vejeke
El texto, no su persona.
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vejeke
Pedante y agorero.
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