La desmedida pasión con que en este país se prodigan los honores post mortem es digna de un riguroso estudio antropológico. Sin embargo, habrá que esperar que dicho análisis vea la luz fuera de nuestras fronteras; habida cuenta del famélico nivel que, en general y salvo contadísimas excepciones, goza la universidad española, intoxicada desde hace siglos por el devastador virus de la indigencia intelectual y de la mediocridad investigadora.
El trato dispensado a los restos mortales del extinto Alfredo Pérez Rubalcaba (doctor en Química transmutado en ministro de Educación y luego en una retahíla de altos cargos y vicepresidencias, lo que prueba que aquí, en cuestiones de la causa pública, vales lo mismo para un roto que para un descosido) invita a pensar que en esta tierra nuestra (tan cainita, tan emponzoñada por la envidia, tan miserable a la hora de reconocer el mérito ajeno) se hace realidad como en ningún otro lugar del mundo el epitafio que mandó a inscribir en su lápida Enrique Jardiel Poncela: “Si buscáis los máximos elogios, moríos”.
Aunque no seré yo quien, en este caso, me una al coro de plañideros aduladores y desvergonzados cínicos que echan sus lágrimas de cocodrilo ante el féretro del difunto ex secretario general del Partido Socialista. Todo lo contrario. La exagerada parafernalia mortuoria que ha acompañado al adiós a la vida de este, como poco, inquietante personaje resulta una velada insinuación de que son los otros, los que aquí se quedan, en el feroz e imparable tráfago de meses y años que aún aguardan por acontecer (plenos de incertidumbre y zonas de penumbra, a las que era tan afín el ilustre interfecto), quienes respiran aliviados en la certeza de que con él se marchan para siempre el temor reverencial a la ignominiosa y amenazadora verdad de los secretos ahora consumidos junto a sus cenizas. O sea, que hoy son los otros (ellos y ellas sabrán) los que descansan en paz.
spica
Me imagino el grado de tranquilidad con que habrán quedado más de un condolido/a, sabiendo que, grandes y transcendentales secretos, caminan hacia el olvido eterno. Siempre, claro está, con el ojo puesto en los que aquí quedaron y pudieran padecer en cualquier momento un mínimo de arrepentimiento y claridad para toda España.
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