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El callejón
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La mancha humana

Vídeo original de la canción Man in the mirror. Escrita por Siedah Garrett y Glen Ballard, Michael Jackson la incluyó en su álbum Bad, producido por él mismo y por Quincy Jones. Es uno de los temas más hermosos y vibrantes de su espléndida carrera.

Cada año, Philip Roth (Newark, New Jersey, 1933) profesor universitario, crítico, ensayista y narrador, aparece como uno de los sempiternos candidatos en las quinielas para el Nobel de Literatura. Su prosa, construida sobre un implacable escrutinio de la sociedad norteamericana, ha merecido los galardones de mayor prestigio que se conceden en aquel país. En el 2000 publicó su novela The Human Stain que, bajo el título en español de La mancha humana, alcanzó cierta notoriedad en los cenáculos literarios a este lado del Atlántico, tras el éxito cosechado por sus libros anteriores: Pastoral americana (1997) y Me casé con un comunista (1998).

Situada en el verano de 1998, en pleno proceso de acoso y derribo contra el presidente Clinton, como consecuencia del escándalo protagonizado junto a Monica Lewinsky, esta obra, que cuenta además con una adaptación cinematográfica con un reparto de relumbrón (Anthony Hopkins y Nicole Kidman interpretan los papeles principales) y con escenas de una volcánica sensualidad, relata la imparable caída del ex decano Coleman Silk, especialista en lenguas clásicas de la Universidad de Athena, quien, a sus setenta años de edad y a resultas de un desafortunado comentario pronunciado en el aula y que tenía por destinatarios a dos alumnos de raza negra, sufre la pérdida de su cátedra, el ostracismo profesional y el descrédito y rechazo social de la comunidad que hasta entonces le respetaba.

A través del testimonio exhaustivo de un vecino del citado docente, el lector reconstruye la controvertida existencia de Silk, que es víctima de uno de los grandes tabúes del american way of life: la discriminación racial. Porque, en un sorprendente desdoble de la trama argumental, descubrimos el atroz secreto que el protagonista ha venido ocultando a los demás y ocultándose a sí mismo durante la mayor parte de su vida y que es su condición de hombre negro.

Esta polémica y, hasta cierto punto, incendiaria ficción concebida por Roth, que como escritor manifiesta una cierta propensión a construir relatos muy poco verosímiles (como la hipótesis del presidente Charles Lindbergh en La conjura contra América), lo que ofrece una perspectiva imaginaria para abordar con rigor auténtico una realidad que por sí sola muchas veces resulta increíble, comparte obvios y desdichados elementos comunes con la extraña, anómala y desconcertante vida de Michael Jackson.

Si en alguien se cumple el aforismo orteguiano de que cada quien es cada cual más la suma de sus circunstancias particulares es precisamente en el cantante nacido en un pueblo de Indiana y que el próximo 28 de agosto hubiera alcanzado el medio siglo. Como tantos adultos que se resisten a entrar en la mayoría de edad, este formidable artista, dotado de un talento superlativo para unir la música y el baile en una única e insólita representación del mundo, arrastró hasta sus últimos días la ausencia de una infancia feliz. Sometido al despótico y cruel dictado de un padre sin escrúpulos, el paulatino declive del séptimo de nueve hermanos, la penosa deriva de la más impactante estrella del firmamento musical y de la iconografía pop desde los Beatles, ha sido el resultado lógico e inevitable de una concatenación de funestas causas.

Quiere uno creer que, de haber surgido ahora, cuando parece que Estados Unidos empieza a cicatrizar las heridas en torno a la cuestión racial, la suerte de este hombre habría cambiado. Tal vez hubiese vivido de forma distinta sus primeros pasos como niño prodigio dentro de una familia negra y numerosa, acuciada por las dificultades, y posiblemente hubiese digerido con mayor cordura su fulminante salto a la fama en el voraz negocio de la industria discográfica de los años setenta, en la que los contratos aún se firmaban teniendo en cuenta el color de la piel.

Michael Jackson, que había constatado lo que una intolerante opinión pública era capaz de hacer con ídolos para la minoría afroamericana como Muhammad Ali o como su reconocido maestro y predecesor, el indiscutible rey del funk, James Brown, trató de reivindicar su -para él- confusa identidad desde la provocación y el quirófano y optó, quizá fatalmente, por convertirse en otro para poder seguir siendo él mismo.

Su trágica desaparición, envuelta en una claustrofóbica bruma paranoide, similar a la que rodeó el final de otro excéntrico maltratado por la egolatría y la locura, el magnate aeronáutico Howard Hughes, nos deja el incómodo malestar de haber asistido en primera fila y en butaca al macabro espectáculo de la lenta y kafkiana metamorfosis de un hombre en su grotesca sombra: ambos, criatura y engendro, productos de un tiempo despiadado que tarde o temprano termina por devorar a sus hijos.    

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