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El callejón
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Una final como las de antes

A mi hermano Míguel, que, desde los ocho años de edad o una cosa así, no se ha perdido ni una sola de las finales de la Copa de Europa (excepto la de la pasada temporada: total, no se perdió absolutamente nada)

Los que hemos sobrepasado con creces la cuarta década de existencia compensamos la progresiva pérdida de reflejos con la meridiana lucidez que aportan las canas y lo que ya llevamos caminado. Por eso, acogemos con estupefacta resignación el terrible nivel de degradación moral y de desfachatez intelectual en el que caen la inmensa mayoría de los representantes políticos (paradigma de la mediocridad elevada al cubo), cada vez más alejados no sólo de la realidad de la propia ciudadanía que los elige sino también de la realidad de pega que su cuchipanda de aduladores y asesores teje alrededor para protegerles de su absoluta falta de vergüenza.

En ese sentido, ya no esperamos nada de nadie: uno se vuelve escéptico no por convicción, sino porque mire adónde mire no encuentra sino motivos para arrojar la toalla.

En el desesperanzador marasmo de estos tiempos feroces, en que la ineptitud es la principal divisa de todo gobernante y el miedo es la moneda de cambio en las relaciones internacionales (espacio más mental que físico que vuelve a poblarse de viejos fantasmas, de enfermedades que creíamos haber erradicado a base de cientos de millones de muertos: la xenofobia, el fascismo, el estalinismo y el nacionalismo), además de arrancarnos la ilusa fe en el ahora gangrenoso proyecto de unidad europea, el modelo de producción capitalista, imparable tren del progreso que se lleva todo por delante (arrambla con el pasado, con el presente y con el futuro), envenena el corazón del hombre con promesas de un paraíso que sabe que no va a existir más que en su imaginación y le arrebata cuanto de hermoso, fascinante o atractivo podamos construir al facturarlo como mercancía barata.

En eso termina toda aquella invención o ingenio salido de la mente humana en cuanto se convierte en negocio.

Y lo mismo ha sucedido con el fútbol.

Desprovisto de la pátina de ingenua curiosidad que todo rito iniciático imprime a sus practicantes, el balompié (originado como inofensivo entretenimiento con el que los obreros llenaban los sábados por la tarde en la Inglaterra de finales del siglo XIX y, de paso, vaciaban las tabernas donde éstos malgastaban su paga) es hoy un inmenso parqué universal en el que se intercambian cifras de más de seis ceros con la pasmosa facilidad con la que hace cuarenta años nos pasábamos estampas de jugadores en los recreos.

Uno echa la vista atrás (sin ira pero también sin melancolía) y entiende que aquel mundo (huérfano de tecnología, hambriento de tantas cosas que luego hemos tenido que aprender a nombrar) era un mero embrión de éste y que los avances o retrocesos de los que hoy nos enorgullecemos o de los que abominamos apenas empezaban a vislumbrarse en el horizonte siempre lejano del porvenir.

Sobrecotizada más allá de su auténtico valor, la Copa de Europa de fútbol era entonces (hablo de la segunda mitad de la década de los setenta) una competición que disputaban los vencedores en los respectivos campeonatos nacionales, es decir, plantillas confeccionadas por futbolistas oriundos de cada país, sin apenas jugadores foráneos: eso era un lujo que tan solo se podían permitir los de siempre.

Sin el aporte multimillonario de los derechos de las retransmisiones televisivas, el primero de los tres torneos que organizaba la UEFA no atraía audiencias multitudinarias y los partidos finales se disputaban en unas pocas sedes que se iban alternado un año tras otro, hasta que el 29 de mayo de 1985 lo cambió todo. Esa tarde, en el estadio de Heysel, la avalancha que le costó la vida a treinta y nueve aficionados turineses (de nuevo, el futuro se levantaba sobre un montón de muertos) puso fin a la hegemonía de los equipos británicos en el fútbol continental y, sobre todo, las arcaicas estructuras organizativas de este deporte se vieron forzadas a una inevitable renovación que, una década más tarde, culminó con la Ley Bosman y la libre circulación de futbolistas en el territorio de la comunidad europea.

La incesante expansión de este negocio, amplificado con la entrada en escena de las plataformas audiovisuales de pago, de turbios fondos de inversión y de las fortunas de magnates de todo pelaje y condición (ya se sabe que aquí nadie se hace millonario con el sudor propio y que resulta imposible cuantificar el origen infame de tanta riqueza), a la par que su irrupción en China, han agigantado a la antigua Copa de Europa hasta el punto de que hoy es una especie de Eurovisión balompédica, que llegan a disputar hasta cinco clubes en representación de un solo país y cuyo magro nivel y calidad competitivas quedan manifiestas en el hecho de que el triunfador en cuatro de las cinco últimas ediciones haya sido el Panathinaikos, ya que, parafraseando a Churchill, nunca un conjunto tan malo y que hizo tan poco ganó tanto y en tan poco tiempo.

Liberados, al fin, de la hegemonía madridista, que en buena medida se ha visto menoscabada por un factor endógeno (la nula dirección y planificación deportiva) y otro exógeno (la imposición del videoarbitraje), el resto de grandes escuadras del viejo continente han podido pelear esta temporada por la ansiada Orejona con una igualdad de condiciones e incertidumbre en la disputa como no se recordaba en el último quindenio.

Es por ello que esta noche, en el espectacular escenario del Nuevo Metropolitano, como antaño, cuando uno era meridianamente feliz e indocumentado y la Champions, que no se llamaba Champions, se la llevaba un equipo como el Tenerife (¿Qué era si no el Nottingham Forest?), asistiremos al menos por una breve velada a una final de las de antes, entre dos clásicos del fútbol inglés: el Liverpool, que tan admirablemente se deshizo del Messilona, y el Tottenham Hotspur, que obró el milagro de plantarse por vez primera en un partido de estas dimensiones, tras igualar tres goles en desventaja, en campo contrario, en el último suspiro de la segunda mitad y ante el maravilloso, inocente y fantástico Ájax de Amsterdam.

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