Sus años de militancia, sacándole tiempo a las clases en la facultad de Derecho, le habían enseñado que una rutina organizada y constante era la mejor brújula para no perderse por las ramas. Además, su labor como aprendiz en la redacción de El Nacional le inculcaron una suerte de compromiso inquebrantable con la concisión, con la voluntad decidida de prescindir de lo accesorio y de ir a la raíz de todas las cosas.
De ahí que sus largos paseos al alba, por entre las sombras de unos árboles tan distintos a aquellos a los que se había subido en la infancia, le reportaban, por un lado, la dosis justa de monotonía, en la que sumergir sus pensamientos sin temor a las incómodas intromisiones con que a veces le sorprendían sus pesadillas, en mitad de la madrugada, y, por otro lado, le proporcionaban un esfuerzo físico moderado que su cuerpo, próximo a los setenta años, resentido tras dos décadas de exilio, necesitaba ahora más que nunca.
Se había convencido de que en esta soledad frondosa, náufrago voluntario en una cabaña sin luz eléctrica, en pleno bosque de Los Alpes, a las faldas del Mont Blanc, había hallado el entorno adecuado donde por fin poner en orden los últimos capítulos de la novela que había empezado a escribir mucho antes, al leer por vez primera y con un entusiasmo casi adolescente a Otero Silva.
Con el desengaño de un amante rencoroso, el giro mezquino y autoritario del régimen chavista, que modeló una nueva constitución a imagen y semejanza de su líder, un energúmeno de verbo promiscuo y lengua de serpiente, decidió romper con todo, dejando atrás vida y hacienda y emprendió el triste designio de otros muchos que como él, antes o después, habían adjurado de la revolución para no traicionarse a sí mismos.
Era un retiro perfecto, paradisíaco, en el que apenas se relacionaba con nadie. Vivía un beatus ille sin fisuras, blindado al exterior. La suya era una existencia de eremita, de anónimo habitante de las montañas, sin ningún lujo: con lo imprescindible para continuar respirando.
Por eso le extrañó tanto que, al acercarse a pie al centro hospitalario al que acude puntualmente para tratarse la dolencia que lo devora a plazo fijo, una voz desconocida se dirigiese a él en un español postizo, como su francés, aprendido en el Liceo de Caracas, en un pasado que hoy es prehistoria.
“Me confunden con otro. Yo soy Bruno Martí: escritor y periodista venezolano”, responde.
Sin embargo, no se resiste cuando le ponen las esposas. Tal vez, solo tal vez, en un recóndito recoveco de su mente, acepta que, escondido, temeroso, aguarda el monstruo, con otro nombre y apellidos, de su verdadera identidad.
lleon
Extraño suceso esa detención de un hombre rebelde y bueno
Leer más