No pretendía hoy hablar una vez más de ciclismo, a pesar de que la actual edición del Tour, que arranca esta tarde en la patria de acogida del autoexiliado (y prófugo) Puigdemont, se presenta sin claros favoritos y sí con un generoso abanico de aspirantes a coronarse de amarillo en los Campos de don Eliseo (Pepe Monagas dixit). Sin embargo, la exultante estampa del orondo Eddy Merckx, aclamado en Bruselas, en loor de multitudes, durante el preámbulo de la carrera de este año, con motivo de que se cumple medio siglo de su primer triunfo total en París, me ha retrotraído veinticinco veranos atrás, cuando Luis Ocaña se quitó la vida.
Ocaña, con su enjuto perfil de hidalgo castellano, encarna como nadie la naturaleza trágica del rebelde, del contestatario (ahora que la mediocridad y la indiferencia se mezclan en terrible simbiosis para producir la peor forma de cáncer que ha conocido la humanidad), del que se niega a agachar la cabeza y aceptar las migajas.
No me extraña que mi hermano Miguel Ángel, que comparte nombre, genes y carácter con nuestro padre, tenga al ciclista conquense por el único personaje de relevancia pública al que admira. Ambos, Ocaña y Míguel, están hechos de la misma madera incombustible y los dos prefieren resistir de pie a ponerse de rodillas a rezar a un Dios que lleva demasiado tiempo sordo.
Mi hermano se aficionó al ciclismo hace casi cuarenta años: con las imágenes de aquel primer tour televisado para todo el país, con la señal de la Radio Televisión Francesa y los comentarios de Ángel María de Pablos, en el que otro tipo díscolo, Laurent Fignon, se cansó de ser escudero de su compatriota, el bretón Hinault, y le arrebató la gloria a golpe de pedal y riñones. En aquella ronda empezó a destacar un segoviano, Pedro Delgado, que llegó a llevar el maillot amarillo por poco tiempo, antes de sufrir una pájara monumental y de retirarse con la clavícula rota, tras cruzar la línea de meta en una jornada en la que Ángel Arroyo, El Bestia, como lo conocían en su Ávila natal, cimentase su segundo puesto en el pódium final. Gran escalador, Arroyo. Un formidable atleta al que desposeyeron de su mayor triunfo, la Vuelta a España de 1982, por dopaje.
Por razones obvias, mi hermano no se subió a una bicicleta como aficionado hasta que pudo pagársela de su propio bolsillo y, tras más de dos décadas de practicar el ciclismo con regularidad, varias horas a la semana, él y su inseparable amigo Eduardo han participado y finalizado en tres ocasiones consecutivas la Quebrantahuesos, una marcha cicloturista por el Pirineo aragonés, de 198 kilómetros de recorrido y un desnivel total de 3.500 metros, que en España es la más exigente dentro de su especialidad.
Me imagino que a lo largo de entre seis y siete horas sobre el sillín, mientras recorre esas colosales montañas, se habrá imaginado en conversación íntima, privada, no sólo consigo mismo sino con aquellos y aquellas a los que respeta como quien obedece los consejos de los pocos sabios que en el mundo han sido. En la soledad multitudinaria de ese esfuerzo que comparten otros miles de deportistas vocacionales como él, mi hermano habrá cruzado unas palabras, pocas, silenciosas, con su ídolo más querido. Aquel que, a diferencia de otros, plantó cara al Caníbal, para destronarlo primero y para destruirlo después.
Y que como tantos héroes inconformistas vendió muy cara la piel de su derrota.
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“En Priego, Ocaña es un ramo de rosas seco, una chapa negra recortada con la forma de su perfil en las contrarreloj, la joroba sobre todas las cosas, contra la que los chavales hacen puntería con sus escopetas de perdigones, a cuyos pies están enterradas parte de sus cenizas. Y a sus espaldas, el torreón, la casa caprichosa, casi daliniana, bañera excavada en roca, grifos dorados, que Ocaña quiso tener en su pueblo, al borde de un precipicio, como toda su vida, siempre en el filo, y que acabó vendiendo, aburrido de que todos los inviernos le robaran la lavadora y el televisor”
Carlos Arribas, Luis Ocaña: victoria y abismo (publicado en El País Semanal, el 1 de julio de 2012)
Cuando Luis Ocaña Pernía llegó junto a su familia a la localidad francesa de Mont de Marsan era un niño de la posguerra y un hijo de la emigración. España era un país pobre y analfabeto que no despertaba las simpatías de nadie y sus súbditos eran recibidos con el mismo desagrado con que en su día acogimos a los sudamericanos que llegaron aquí en busca de la tierra prometida y hace tiempo empezaron el regreso.
El que dieciséis años después sería aclamado en los Campos Elíseos de París como incontestable ganador del Tour (se impuso en seis etapas con la rabia del que se reivindica a sí mismo, tras la espantosa caída sufrida dos años antes y que a punto estuvo de costarle mucho más que el maillot amarillo) entró en la escuela sin saber una palabra de francés y sus compañeros de clase lo trataron como un paria: lo insultaban, le escupían y le lanzaban piedras. Tal vez por eso Ocaña nunca quiso nacionalizarse francés, a pesar de vivir ininterrumpidamente en aquel país hasta su muerte, de poseer sus propios viñedos de armagnac y de haberse casado a los veinte años con una guapa ciudadana francesa, con la que tendría dos hijos, también galos.
Sin embargo, el español de Mont de Marsan (como era conocido más allá de los Pirineos) jamás fue aceptado como uno más en su propio país, donde su longilínea y encorvada figura no se pudo deshacer de la condición de emigrante a quien delataba su peculiar acento afrancesado, de actor malo doblando la voz de D’Artagnan.
Enérgico, temperamental, apasionado, Luis Ocaña habría dominado con clase y valentía el explosivo ciclismo de la década de los setenta de no haber coincidido con su particular bestia negra: el acaparador y odioso Eddy Merckx.
Rivales dentro y fuera de la carrera, ambos atletas sentían una mezcla de admiración y animadversión recíproca y estuvieron años sin dirigirse la palabra. La reconciliación se produjo en una noche de copas y confidencias, en un burdel holandés, en vísperas de la disputa de un critérium, y en la que los dos hombres se lamieron sus cicatrices y cerraron viejas heridas como dos viejos leones. A la mañana siguiente, el belga terminaría imponiéndose en la prueba sobre el español.
El 19 de mayo de 1994 me encontraba en la redacción de Diario de Avisos cuando, a media tarde, se recibió un teletipo de la agencia EFE que nos sobresaltó con la punta de la navaja de un escalofrío: Luis Ocaña se había descerrajado un tiro con la escopeta de caza, en su finca de Mont de Marsan. Llevaba un año peleándose con una hepatitis C que le había sido contagiada en una transfusión, a raíz de un accidente automovilístico que sufrió durante el Tour de 1993, y los médicos le habían dado apenas tres meses de vida.
Arruinado económica y físicamente y sumido en una terrible depresión (agravada por los efectos secundarios del Interferón que tenía que inyectarse dos veces al día), Ocaña arrojó la toalla, ya que se negaba a sufrir un final agónico como el de su propio padre o como el que padeció su amigo y mentor, el campeón Jacques Anquetil, devorado por un cáncer de estómago en menos de seis meses.
Sus cenizas reposan hoy en sendas urnas funerarias en su pueblo natal (Priego, Cuenca) y en el domicilio de su viuda, Josiane, en Pau, muy cerca de la frontera que marcó la existencia de un hombre cuya única patria fue la carretera.