La ficción adscrita al género de terror es consustancial al arte narrativo desde que, en su angosto refugio de las cavernas, el hombre primitivo aleccionara a los restantes miembros de su clan (en especial, a los más jóvenes y, por tanto, indefensos) al advertirles de los peligros que presentaba el mundo exterior: ilimitado territorio de hostilidades en el que el ser humano tardó decenas de milenios en erigirse en máximo depredador.
Relegados al ámbito intangible y exclusivo de la intimidad, los temores, miedos o fobias irracionales entran de lleno en la esfera de lo inconsciente, del ello, del conocimiento instintivo, de la huella obvia de un pasado (no tan remoto como nos gustaría) donde alternábamos el rol de cazadores y de presas.
De este substrato mental, punto de partida de la mayor parte de nuestras pesadillas, se nutre la literatura y el cine de horror, haciendo bueno el aforismo de Camilo José Cela de que “el hombre es un animal nervioso que se alimenta de escalofríos”.
Menospreciadas por un amplio sector de la crítica especializada, las obras etiquetadas bajo dicha vitola gozan, sin embargo, de una merecida e incluso multitudinaria popularidad y, en este sobrecogedor dominio, reino de penumbras, poblado por toda clase de criaturas monstruosas, nadie ha disfrutado del mismo nivel de éxito y durante un periodo tan prolongado como Stephen Edwin King (Portland, Maine, 1947).
Injustamente encasillado dentro de las coordenadas de lo siniestro (así como de lo fantástico y sobrenatural), King es un escritor excelente, con un increíble don narrativo, combinado con una inventiva asombrosa y una productividad titánica que, en los fulgurantes inicios de su trayectoria profesional, se vio obligado a recurrir a un pseudónimo (Richard Bachman) para dar salida a sus muchos inéditos y no saturar así el mercado con su auténtica firma.
De su prolífica máquina de escribir han salido más de un centenar de novelas, libros de cuentos, guiones cinematográficos y ensayos, algunos de los cuales han vendido decenas de millones de ejemplares en todo el planeta, y que han hecho de él no sólo un autor universalmente reconocido sino también inmensamente rico. Algo impensable para un licenciado en Lengua y Literatura Inglesa por la universidad de Maine, que se ganaba la vida como profesor de instituto a tiempo parcial, pluriempleado con otras ocupaciones, padre de tres hijos (su mujer Tabitha, a la que conoció en la facultad, trabajaba como camarera en una hamburguesería antes de la publicación de Carrie), que malvivía en una caravana cuyo minúsculo escritorio se ubicaba en el cuarto de la lavadora.
En su caso, como en el de otros grandes maestros de la literatura anglosajona (Charles Dickens, Jack London, Dashiell Hammett), el talento creativo, canalizado a través de la escritura, le ha servido como un medio de reivindicación personal, de obtención de cierto renombre y prestigio social. No en vano, hace cuatro años, Stephen King fue investido por el presidente Obama con la Medalla Nacional de Las Artes.
Esposo de una novelista y padre de dos escritores (Joe Hill y Owen King), el septuagenario creador de La zona muerta o El resplandor publica, en 1986, It, una ambiciosa epopeya urbana en la que invierte mil quinientas páginas para relatar, de forma exhaustiva y desmedida, su propia cosmogonía del terror: para lo cual toma como principal referencia las deidades primigenias y crueles de H. P. Lovecraft y nos adentra en el frágil, quebradizo y vulnerable universo de la infancia, amenazado por constantes miedos y repulsiones atávicas, y en el que los niños, con excesiva frecuencia, han de afrontar el pánico a crecer (y a envejecer, o sea, morir), mientras eluden las feroces acometidas de monstruos tan terriblemente reales y cotidianos como el acoso escolar, los abusos sexuales o la violencia doméstica.
La más reciente versión cinematográfica de It, cuya segunda parte fue estrenada en las salas hace una semana, dirigida, tras múltiples vicisitudes y reescrituras del guion, por el argentino Andrés Muschietti, resulta un loable y sobresaliente esfuerzo por trasladar al celuloide un texto descomunal e inabarcable. El film conserva los elementos fundamentales de la novela y se le añaden con gran acierto divertidos golpes de humor que refuerzan el corazón emocional de la trama, que no es otro que la revalorización de la camaradería y de la fraternidad infantil como la mejor defensa poética frente a las frustraciones y depravaciones que, en demasiadas ocasiones, trae consigo la edad adulta.
En ese sentido, It película (y, en especial, su segunda entrega) es un digno sucedáneo del original literario y en ella se juega con admirable eficacia con continuos saltos hacia adelante y hacia atrás en el tiempo, a fin de reforzar el carácter catártico de este peculiar y espeluznante viaje al fondo de las alcantarillas de la naturaleza humana.