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El callejón
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El que recibe las bofetadas

Lon Chaney

Debidamente ungida del falso prestigio que otorga el máximo galardón del Festival de Venecia, Joker, indigesto pastiche que refrita en una centrifugadora de celuloide un rosario de filmes absolutamente ignotos para la población adolescente que hoy se acerca a las salas, aprovisionada de cotufas, nachos con guacamole, perros calientes, tequeños y auténticos tanques de bebidas azucaradas, manifiesta una vez más (¿y van cuántas?) la incapacidad de los estudios Warner de trasladar a la gran pantalla el extensísimo catálogo de criaturas de DC Comics sin que al espectador adulto le asalte la decepción, el tedio o la vergüenza ajena.

El pretexto escogido para esta última intentona, el relato, en clave de realismo sucio setentero, de los orígenes del más célebre antagonista de Batman, le sirve al realizador Todd Phillips (quien ya se había acercado a la citada década con la película Starsky y Hutch) para recrear la sombría e insalubre Nueva York (aquí convertida en Gotham City por exigencias del guión) que hemos visto infinidad de ocasiones a través de la cámara de Sidney Lumet, William Friedkin o Martin Scorsese.

En este sentido, Joker resulta mucho más próxima a Taxi driver o El rey de la comedia (de la que toma prestado incluso a Robert de Niro, que ahora interpreta el rol que en su día corrió a cargo de Jerry Lewis, en el que acaso fuera la mejor caracterización de su carrera) y se muestra más deudora del fascinante y extraordinario biopic que Bob Fosse se marcó en Lenny que de los tebeos originales.

Hay mucha rabia y mucha furia contenida en este largometraje, donde Joaquin Phoenix ofrece todo un recital de técnica y de oficio, sin caer en el exagerado exhibicionismo de su predecesor, el malogrado actor australiano Heath Andrew Ledger. En esta ocasión, Phoenix logra una escalofriante simbiosis con el personaje (un pobre diablo con múltiples y profundas cicatrices físicas y, sobre todo, emocionales), sin que sepamos dónde se encuentra el verdadero límite entre el individuo y la máscara que ha decidido ponerse. Un poco a la manera de Lon Chaney (probablemente, el más formidable rostro del cine mudo) en El que recibe las bofetadas (Victor Sjöström, 1924), el protagonista de Joker se erige en ese antihéroe que trata de hacer lo correcto en un mundo que, poco a poco, golpe a golpe, lo arrastra a todo lo contrario, hacia la región de las sombras, redimido por la misma violencia enfermiza y egoísta que lo sojuzga y lo ningunea.

Son dos horas largas, inquietas, narradas con pulso firme y tensión in crescendo, que, sin embargo, apenas aportan mayor gratificación que el malévolo placer de que los verdugos o sus cómplices reciban su ejemplar merecido, al menos en el plano vicario de quien contempla un espectáculo que no le es del todo ajeno, por cuanto casi todos, en algún momento de nuestras vidas, anónimas, remotas, hemos sido incomprendidos, ignorados o maltratados como el payaso Arthur Fleck.

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