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El callejón
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La realidad y sus apariencias

A raíz de la más que discutible sentencia que la sala de lo Penal del Tribunal Supremo dictó (previa preceptiva publicación por El País, algo así como el principal órgano de propaganda del gobierno de turno, según la concepción canovista de lo que deben ser las relaciones entre el poder y sus voceros), después de cuatro meses de redacción (¿de veras alguien cree que ha sido necesario tanto tiempo para escribir palabra a palabra, oración a oración, semejante engendro jurídico-político-filosófico-político-teológico-político?), quienes albergábamos la ingenua e ilusa (e imbécil, porque hay que ser imbécil para confiar en que en este páramo de ineptos, pusilánimes y cobardes aún quede un simple hueco para la esperanza) creencia de que los responsables del más grave episodio vivido por nuestra todavía joven democracia, desde el 23 de febrero de 1981, serían sancionados conforme a los delitos cometidos antes, durante y después del tristemente célebre 1-O, despertamos a la decepcionante realidad de que el rigor, la firmeza y la contundencia mostrada por el juez Marchena en la vista oral del proceso al procés quedó, finalmente, diluida en una simple borraja de apariencias: apariencia de rigor, apariencia de firmeza, apariencia de contundencia y, en resumidas cuentas, apariencia de justicia.

Asimismo, cabe preguntarse si la kafkiana justificación de que no se aprecian en los hechos juzgados elementos objetivos del tipo penal de rebelión puede aplicarse a otras situaciones en las que se da la violencia pero, como aquí, los altercados constituyen tan solo “un alzamiento público y tumultuario” que generaron en la ciudadanía “el señuelo para una movilización que nunca desembocaría en la creación de un Estado soberano”, porque los ciudadanos eran conscientes de la “manifiesta inviabilidad jurídica de un referéndum de autodeterminación”.

Quiere esto decir que, de sentar jurisprudencia, la descafeinada (como poco) resolución sobre el dichoso procés abriría el camino para calificar, por ejemplo, de “agresión no infligida” al caso del energúmeno que el pasado lunes, en Tarragona, derribó con el antebrazo a una mujer de 61 años, que enarbolaba una bandera rojigualda, al paso de una manifestación independentista, mientras coreaba: “¡Olé, olé, olé, estáis pisando suelo español!”. Si nos aferramos al tenor literal del citado veredicto (acaso sea más preciso denominarlo bodriodicto), cabría dudar de la idoneidad de calificar el ataque de este lerdo como constitutivo de un delito de lesiones leves, en concurso con otro contra los derechos fundamentales y libertades públicas, habida cuenta de que no se trata de una violencia instrumental, ni funcional, ni preordenada de forma directa, sin pasos intermedios, a los fines que animan, supuestamente, la acción del agresor, por lo que, ahondando en esta línea de exégesis, apuntada por Marchena y los otros seis magistrados, también se podría colegir que tan impertinente señora fue conminada a despejar la vía pública con tal infortunio para ella que perdió el equilibrio y cayó al suelo.

O sea, si extrapolamos lo apuntado en el párrafo anterior a las cuatro jornadas de algarada callejera y desórdenes públicos que lleva viviendo la ciudad de Barcelona (paralizada hoy por una jornada de huelga general, en un peculiar uso de la desobediencia civil que enunciara Henry David Thoreau y que retomara Gandhi casi un siglo después para obtener la independencia de la India) se podría considerar, desde una óptica absolutamente marcheniana, que lo sucedido hasta ahora es un simple alzamiento público y tumultuario que nunca desembocará en un Estado soberano, ya que, parafraseando al clásico: ¿qué es el procés, señoría?

“Un frenesí, una ilusión, una sombra, una ficción -me responderá éste con su voz barbada, serena, engolada-. Y el mayor bien es pequeño: que toda la vida es sueño, y los sueños, sueños son”.

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