En un macabro anticipo de la festividad de Todos los Santos, la pasada semana la policía procedió al levantamiento de treinta y nueve cadáveres, hallados en el interior de un camión frigorífico, unos treinta kilómetros al este de Londres, en pleno condado de Essex. Procedentes, al parecer, en su mayoría de Vietnam, los desdichados pasajeros intentaban entrar de forma clandestina en un país precisamente empeñado en reforzar sus fronteras ante cualquier mercancía llegada del continente. Inglaterra, como el resto de este abominable planeta errante en el vacío, se debate entre volver al recelo atávico a todo lo que provenga del exterior (temor muy arraigado en el isleño de cualquier latitud: aferrado con fe supersticiosa a la contemplación ensimismada de su propio ombligo) o transigir en una ponderada cesión de soberanía en pro de la coexistencia pacífica, cada vez más en riesgo por la despiadada guerra comercial que disputan los dos grandes mastodontes macro-económicos que comparten el estadio superior del capitalismo: el modelo anglosajón y el asiático.
El espeluznante descubrimiento de los treinta y nueve cuerpos de estas víctimas de la contienda financiera que habrá de extinguir hasta el último vestigio de la especie humana sobre la superficie de la tierra trajo a la memoria de la espantada opinión pública británica (que es muy suya para estas cuestiones mortuorias) el eco infame de los cincuenta y ocho hombres y mujeres de nacionalidad china, encontrados sin vida en un contenedor (aquí, un atáud de acero corten, de seis metros de largo), en el puerto de Dover, hace ahora dos décadas.
En mi caso, la noticia atroz de lo ocurrido en Essex me trasladó directa e inexorablemente al final del primer capítulo de la segunda temporada de The Wire (la más perfecta, sobrecogedora y recomendable ficción televisiva que haya visto jamás), cuando una modesta guardamuelles encuentra, abandonado en un rincón oculto de la Seagirt Marine Terminal, de Baltimore, un contáiner que alberga los cadáveres de quince jóvenes prostitutas, de Europa del Este. Y es que, con excesiva frecuencia, la línea que separa una horrenda realidad de su pesadilla es tan leve, tan insignificante, como la que dista del sueño a la vigilia.