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El callejón
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Encrucijada de odios

Tras contemplar en su integridad el intenso y fútil debate entre los candidatos a ocupar la presidencia del gobierno, celebrado el pasado lunes, bajo los auspicios de la pomposamente autodenominada Academia de las Ciencias y las Artes de Televisión (durante mucho tiempo presidida por Manuel Campo Vidal, ‘Platón’, para los amigos), a uno le costó un esfuerzo casi sobrehumano conciliar el sueño: de no ser por la ineptitud insensata e incluso cínica de los dos inmediatos predecesores, ninguno de los aspirantes al cargo (empezando por el actual inquilino de la Moncloa: un elegante y longilíneo dependiente de El Corte Inglés, con un doctorado universitario e ínfulas de JFK en una función escolar dirigida por Alejandro Amenábar) tendrían la menor oportunidad de desempeñar tan alta dignidad democrática en cualquier otro país europeo un poco más serio que éste.

Perdida toda esperanza en la administración de justicia (donde jueces y juezas reinciden en confundir “manada” y “mamada”, en una sorprendente y vergonzosa interpretación stricto sensu de la ley: habría que ver cuál sería el parecer de sus señorías si las víctimas de tan salvajes agresiones fueran sus propias hijas), España es, hoy por hoy, un estado confuso y estupefacto, sumido en una deriva tan peligrosa como preocupante.

Y es que, a las puertas de una nueva crisis, de consecuencias imprevisibles y, a buen seguro, brutales, la alternativa al desgobierno de estos últimos dieciocho meses no resulta otra que el intercambio de insultos, el cruce de acusaciones y la siembra, atropellada y perniciosa, de rencores y odios recíprocos, que aseguran y casi garantizan una cosecha de desdichas y tempestades.

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