La mayor paradoja de cuantas encierra El irlandés (magistral elegía con la que Martin Scorsese pone tal vez punto final a su serie de excelentes films sobre el crimen organizado) es que este hermoso, sobrio y emocionante tributo al cine clásico (si entendemos por este a la narración audiovisual cimentada en un buen libreto y, sobre todo, en la labor interpretativa de los actores y actrices escogidas expresamente para el relato) llega, por tiempo limitado, a medio centenar de salas de toda España, gracias a que la plataforma digital Netflix ha sido la única productora que puso el dinero sobre la mesa.
Es decir, que una película de tres horas y media, concebida, rodada y editada como un espectáculo que debe contemplarse en la oscura y anónima intimidad de un recinto repleto de butacas ocupadas por potenciales espectadores, quedará, en cuestión de un par de semanas, constreñido al ámbito particular e indefinido de las descargas en línea, al cada vez más diminuto espacio de las tabletas, de los móviles o de los portátiles; lo que, en este caso, sería algo así como dejar los tres metros y medio de alto por cuatrocientos treinta y ocho centímetros de ancho de La ronda de noche en una lámina DIN-A4.
En la localidad donde llevo viviendo desde hace treinta y tres años sólo se conserva en pie un único teatro, inaugurado en 1954, edificado con el principal propósito de albergar proyecciones cinematográficas, el Cine Víctor, que es una de las tres salas en Tenerife donde se puede degustar The Irishman en su formato original, lo que incluye las propias voces de sus intérpretes, ya que, por tan poco tiempo y con tan escaso margen de ganancias, ninguna compañía exhibidora ha querido apoquinar un euro por la versión doblada.
Así pues, vaya por delante mi personal agradecimiento a don Eladio Fraga (propietario del Cine Víctor y de otros tres multicines de la isla) por brindarme la oportunidad de disfrutar como se merece de la última película dirigida por Martin Scorsese. Casi octogenario, el cineasta neoyorkino se ha reencontrado con sus viejos colegas de siempre (Robert De Niro, Joe Pesci -al que literalmente arrancó de su retiro-, Harvey Keitel o Paul Herman), a quienes ha rodeado de sus más recientes hallazgos, descubiertos en la ficción televisiva Boardwalk Empire (Bobby Cannavale, Stephen Graham, Jack Huston y Domenick Lombardozzi), para oficiar este homenaje fúnebre, sereno, sentido, trufado de hilarantes gotas de humor negro, a un mundo extinto, a un pasado del que apenas hoy quedan retazos, sombras, ecos pálidos y apagados, como ese asesino a sueldo, anciano hundido en una silla de ruedas, en la penumbra de su habitación en un geriátrico de lujo, incapaz de perdonarse a sí mismo, que encarna, con escalofriante austeridad expresiva, el mejor De Niro en décadas.
Con la sabiduría que otorgan los años (y los pesares), Scorsese traza con pulso contenido y filma hasta hacerse casi invisible (otorgando una libertad creativa total a sus actores, donde sobresale, con una energía deslumbrante, que creíamos irremediablemente perdida, un Al Pacino espléndido, descomunal, en la piel del sindicalista Jimmy Hoffa) el testamento de una forma de entender la vida (y el cine) que deja cicatrices irreparables, que no tiene marcha atrás y que se cobra el más alto precio, porque -como diría el poeta- las cuentas del alma no se acaban nunca de pagar.