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El callejón
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Veinte años después

Emitida entre 1977 y 1982, "Lou Grant" fue algo más que una excelente serie de televisión. Fue una maravillosa escuela de periodismo para los que crecimos, por suerte, en plena transición. Cuando todos éramos más felices e indocumentados.

A mi amigo D. S. D., uno de los últimos representantes de una estirpe en franca extinción

Cuando, a finales de enero de 1993, entré como auxiliar de redacción en la plantilla del Diario de Avisos ya vivíamos inmersos en la precariedad laboral y en la enésima desaceleración económica, impuesta, por supuesto, por la saciedad insaciable de los mercados, la Europa de los tecnócratas y el lobby judío que controla Wall Street y el Fondo Monetario Internacional. Además, en poco tiempo, el cuarto Gobierno de Felipe González (sin duda, el dirigente más audaz, honesto y altruista que haya conocido la socialdemocracia occidental desde Alejandro Kerenski) pactó con el aún marido de Ana Botella y la Patronal una reforma que dio vía libre a los contratos basura y que, como muy bien dijo mi compañero (y, sin embargo, amigo) Rubén Díaz, "mal vendía a la clase trabajadora" de este país que ya entonces había dejado de ser una nación para convertirse en un negocio.

En aquellos días duros de la resaca de los fastos del 92, que sólo sirvieron para engrosar las cuentas corrientes de testaferros y trileros (y, de paso, revalorizar el suelo urbano de La Barceloneta y limpiar de lumpen-proletariado el Barrio Chino de la Ciudad Condal), cobrábamos la nómina de CANAVISA (en mi caso, ochenta mil pesetas) en la segunda semana de cada mes y, ante los reiterados retrasos, reunidos en asamblea, nos llegamos a plantear la posibilidad de presentar un preaviso de huelga.

-Leopoldo, estamos a día siete y no hemos cobrado -le advirtió el fotógrafo Carlos González al decano director del decano de la prensa canaria.

-Pero piensa en el prestigio que te da trabajar para esta cabecera -le contestó Cabeza de Vaca, con su elocuente verbo vallisoletano (y dos piedras).

-Eso se lo dices a la cajera del supermercado cuando me pasa la compra.

Durante dos años y dos meses, ejercí uno de los oficios más antiguos que existen y comprobé, sufriéndolo en mis propias carnes y en las de mis compañeros y compañeras, hasta qué punto el periodismo guarda más rasgos en común con la prostitución de los que nos gusta admitir.

No tardé en darme cuenta de que este mundo no reservaba para mí un futuro halagüeño, salvo que renunciase a ciertos principios, como la dignidad personal o la integridad profesional. En el Diario aprendí que los méritos no se ganaban con la máquina de escribir sino en los despachos o en las barras de los bares de copas, donde los idealistas venden su alma a cambio de un sobresueldo o de un puestito de confianza al servicio de un concejal, consejero de Cabildo o diputado cualquiera.

La ambición mal entendida, la absoluta falta de una conciencia gremial, de una verdadera vocación de servicio o de una auténtica voluntad cívica, han contribuido a despedazar esta profesión (siempre a los pies del mejor postor) que ha pagado el precio más alto por su individualismo, lo que unido a la pobreza intelectual y al profundo desprecio que por ella sienten empresarios y políticos, han propiciado la propagación del virus que finalmente la ha terminado destruyendo: el intrusismo.

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