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El callejón
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La renuncia

Primer fragmento -de ocho- de “Milagro en Milán”, maravillosa fábula con toques chaplinescos, dirigida por Vittorio de Sica, en 1951, con guión de Cesare Zavattini. En ella se respira el cristianismo jovial, solidario y optimista de Juan XXIII.

"Es necesario que el Pontífice, al que esperamos, posea una gran fuerza de ánimo unida a una enorme caridad; un Pontífice que predique sin tapujos la verdad, a quien la quiere y a quien no la quiere; que defienda los sagrados derechos de la Iglesia y la civilización humana y que, al mismo tiempo, llame al único redil a los hijos desgraciadamente separados y a los mismos enemigos que poseen nombre cristiano y que hacen sangrar el corazón de nuestro Padre común… Que se comporte como maestro y pastor, pero también como padre lleno de bondad…, un puente entre el cielo y la tierra…, un puente entre las distintas clases sociales…, un puente entre todas las naciones, también entre las que rechazan y osan combatir temerariamente a la religión católica… Sobre todo… un Pontífice que brille por la santidad de la propia vida y pueda imprecar a Dios todas las cosas necesarias para el gobierno de la Iglesia y que los dones meramente naturales no pueden ofrecer"

[Fragmentos de la exhortación en latín, realizada la mañana del 25 de octubre de 1958 por monseñor Antonio Bacci, tras la misa celebrada ante los miembros del Sacro Colegio Cardenalicio que tres días más tarde designaron como Papa a Angelo Giuseppe Roncalli]

En una conversación más o menos informal con su amigo y colega Peter Bogdanovich, Orson Welles reconocía que había sido educado en la fe católica: "Supongo que una vez que eres católico ya no puedes dejar de ser otra cosa".

La mayor parte de la población de este país suscribiría las palabras del legendario cineasta y quien más y quien menos puede aducir que, en efecto, ha sido criado bajo los dogmas que fija la Santa Madre Iglesia aunque luego cada uno viva el fenómeno religioso como Dios le da a entender.

Como muchísimos otros y otras, un servidor de ustedes también fue bautizado e incluso confirmado en el catolicismo pero es poco o nada practicante. Frecuenta los templos en ocasiones contadas y mantiene viva la llama de un agnosticismo esperanzado, que es la fórmula ingeniosa y cabal con la que el escritor Luis Alemany afronta la siempre conflictiva cuestión de la existencia o no de la Divina Providencia.

Como bien apuntaba Welles, la condición de católico lo acompaña a uno donde quiera que vaya, pese a que no comparta en absoluto buena parte de los principios que abraza dicha confesión derivada (alguien pensará -no sin cierta razón- que degenerada o degradada) del cristianismo. Tal vez ese sentimiento de pertenencia (que no de militancia) al catolicismo explique la extraña y curiosa sensación de orfandad que experimenté en el cuarto de estar de casa, el pasado lunes, al tiempo que escuchaba, en vivo y en directo, al portavoz del Vaticano, Federico Lombarda, mientras confirmaba la renuncia del Papa Benedicto XVI por motivos de salud.

Con independencia de las verdaderas causas que se encuentren tras esta decisión irrevocable (quizá no haya que perderse en rebuscadas hipótesis y, en efecto, es muy posible que Joseph Ratzinger, 86 años en abril, sea totalmente sincero), el hecho de que un Jefe de Estado de esta trascendencia arroje la toalla antes de tiempo debe servir de ejemplo para aquellos que, en una situación muy similar, ocupan actualmente un puesto de altísima responsabilidad pública sin que todavía se hayan atrevido a pronunciar la palabra tabú: "Dimito".

No obstante, ni la prematura marcha del pontífice ni la (muy improbable) abdicación del Rey Juan Carlos, ni siquiera la (más que recomendable) dimisión de Mariano Rajoy, por citar tan solo unos pocos casos, garantizan, en ningún sentido, que sus respectivos sucesores vayan a promover la necesaria y urgente regeneración de las instituciones que éstos presiden.

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