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El callejón
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El viaje del héroe

Tráiler original -subtitulado- de la película “La vida de Pi”, de Ang Lee. Rodado en tres dimensiones, se trata del film más espectacular y hermoso de cuantos se hayan producido en lo que va de siglo. Créanme: no exagero.

A la profesora Margarita Martínez, que me acompañó en esta preciosa travesía a través del océano de la imaginación y de la épica de toda la vida

En el corto pero intenso trayecto que el cinematógrafo ha recorrido, desde su nacimiento como simple curiosidad científica hasta hoy, en pleno apogeo de la tecnología digital, inmersos en la realidad simulada o en el simulacro de la realidad, ha habido algunos llamativos jalones cuya efímera trascendencia no ha dejado mayor huella que la de un mero dato subrayado en una crónica que ya abarca el centenar largo de años.

La historia del cine reserva un sitio especial para algunas cintas que escribieron en su momento un punto y aparte. Ocurrió con El cantor de jazz (1927), que abrió oficialmente la era del sonoro, y décadas más tarde sucedió otro tanto con La túnica sagrada (1953), que inauguró el formato del cinemascope, artificio óptico con el que la industria norteamericana del celuloide trató de plantar cara a un inesperado competidor doméstico: el televisor.

Al margen del abanico de posibilidades que tales innovaciones técnicas aportaron al lenguaje audiovisual, éstos y otros films de similar calado apenas contribuyen a enriquecer el patrimonio cultural de la única forma de arte verdaderamente popular que nos legó el pasado siglo.

Y bajo la etiqueta de moda pasajera, de innoble argucia y de innecesaria y barata bisutería, uno había catalogado a todas aquellas producciones recientes de Hollywood que se han rodado mediante el procedimiento de las tres dimensiones: truco sin magia que vivió una primera edad dorada en los años cincuenta, con apreciables thrillers como Los crímenes del museo de cera (1953) o Crimen perfecto (1954). Sin embargo, el pasado 7 de diciembre, en la sala 2 de los Yelmo Cines, en el centro comercial Meridiano, de Santa Cruz de Tenerife, tuve que tragarme todos estos prejuicios, al asistir, entre atónito, desconcertado y profundamente hipnotizado, a la proyección en 3D del largometraje La vida de Pi, del taiwanés Ang Lee, que este domingo opta a once Oscars, de los cuales probablemente no se llevará ni siquiera un tercio.

Basada en una novela del canadiense Yann Martel, que ya ha sido traducida a cuarenta y dos idiomas (supongo que, entre ellos, el catalán), esta fábula deslumbrante sobre la fe (en Dios y en el hombre) resulta una excepcional reinvención del género épico y, en concreto, de aquellos relatos, tan antiguos como la Humanidad, donde se nos cuenta el viaje al interior de sí mismo de su protagonista. Viaje, en este caso, multitudinario, porque, aunque el héroe de la historia, narrada con un prodigioso dominio de la luz, del color y del movimiento (que son la esencia del cine como espectáculo para cualquier edad), pase gran parte de su odisea a bordo de un bote salvavidas con la única compañía de un espléndido tigre de Bengala (acaso la más feroz y hermosa de todas las criaturas de la Creación, si exceptuamos a Ava Gardner, en Pandora y el holandés errante), en su increíble peripecia jamás permanece solo.

Junto a Pi, al que da vida un prometedor debutante, el joven indio Suraj Sharma, quien, en muchísimos instantes, nos recuerda a su compatriota Sabú Dastagir (entrañable estrella del mejor cine de aventuras que quizá jamás se haya filmado), navegan también a la deriva aquellos náufragos que antes que él emprendieron idéntica travesía. Nos estamos refiriendo, naturalmente, a Simbad, a Ulises, a Lázaro de Tormes, a Robinson Crusoe, a Gulliver, a Jim Hawkins, a Arturo Gordon Pym, a Oliver Twist o a Martin Eden, y, por supuesto, incluimos dentro de esa embarcación y, en primer lugar, a los espectadores, que, gracias al fabuloso juego de espejismos que guarda en su interior, como en una caja china, esta magnífica ficción cinematográfica, de verdades que se bifurcan y se desdoblan como en un cuento de Borges, llegan a vivir su visionado como una experiencia casi física, a la par que emocionante y conmovedora.

¿Qué más se puede pedir por nueve euros con veinte céntimos?

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