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El callejón
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Perdón por la alegría

En las últimas horas he asistido, con cierta perplejidad combinada con el estupor (y el rubor) ante la estupidez ajena, a las muestras de desagrado y a las muecas de reprobación con las que una legión de cretinos cuasi perfectos respondían al inesperado triunfo del Atlético de Madrid sobre el Liverpool, en el partido de ida de la eliminatoria de octavos de final de la Copa de Europa: tanto el entrenador como varios de los jugadores del magnífico equipo inglés se extrañaron del –para ellos incomprensible regocijo con el que la pasional y leal hinchada rojiblanca festejaba, en las gradas del Nuevo Metropolitano, la imprevista victoria de los suyos, que tan pocos motivos para el entusiasmo han venido ofreciéndole. De hecho, el técnico germano (tan brillante estratega como histriónico agitador en la banda) y algunos de sus pupilos, que no dudaron en descalificar el enorme despliegue físico e impecable esfuerzo solidario derrochado por sus rivales con absurdas apelaciones a la teatralidad y a otras malas artes balompédicas, no dejaron pasar la ocasión de recordarnos que aún queda un encuentro por disputarse en el temible Anfield Road: un escenario tan pero tan intimidador y aplastante para los conjuntos foráneos que el club anfitrión lleva tres décadas sin lograr el campeonato de Liga.

Esta infantil pataleta de quienes adolecen quizá de una mayor y mejor educación deportiva (el respeto al contrario pasa, entre otras cualidades, por felicitarle cuando éste lo hace mejor que tú y adiós, muy buenas, nos vemos dentro de tres semanas) me recuerda a la inabarcable masa social seguidora del Panathinaikos, ésa que es de un equipo porque siempre gana, no porque quiera que gane siempre, y cuya única razón de ser es el palmarés, que no es lo mismo que ser del que palma, algo que, por otra parte, es lo habitual en el fútbol y en la vida. Precisamente, estos días ha resultado bochornoso leer y escuchar a determinados exégetas (y adeptos) del panathinaikismo mientras se alineaban (por lo general, esta gente suele compartir la unánime adhesión o servidumbre absoluta al triunfalismo homogéneo de los ejércitos de ocupación) con sus correligionarios británicos y se mofaban de nuestra euforia de infelices, como si los colchoneros (en realidad, todos los demás: los que compartimos la convicción de que la derrota y la victoria son las dos caras de una moneda falsa) estuviésemos condenados de antemano.

Lo cierto es que estos tipos, que son incapaces de ponerse en lugar del derrotado porque solo en la permanente seguridad de la gloria prefabricada y postiza en la que viven instalados rehuyen su real condición de pobres diablos (rojos o blancos, qué más da), nunca entenderán que los atléticos hemos escogido libremente esta mezcla vital de fatalidad y entusiasmo que consiste en tratar de aprender de las derrotas y disfrutar de los triunfos, ya que nunca se sabe cuando vas a volverlos a conseguir, y en celebrar la felicidad como nos salga de los cojones. Faltaría plus.

Alegría

de José Hierro

Llegué por el dolor a la alegría.

Supe por el dolor que el alma existe.

Por el dolor, allá en mi reino triste,

un misterioso sol amanecía.

Era la alegría la mañana fría

y el viento loco y cálido que embiste.

(Alma que verdes primaveras viste

maravillosamente se rompía.)

Así la siento más. Al cielo apunto

y me responde cuando le pregunto

con dolor tras dolor para mi herida.

Y mientras se ilumina mi cabeza

ruego por el que he sido en la tristeza

a las divinidades de la vida.

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