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El callejón
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¿A Taco? ¡Perfecto!

En 1957, el gran Luis García Berlanga tuvo que hacer un verdadero encaje de bolillos para que la censura franquista consintiese el rodaje de “Los jueves milagro”. Aunque no llega a ser una obra redonda, su primera mitad es extraordinaria, casi sublime.

A mi hermano Carlos, que puede probar que todo cuanto aquí se dice es verdad. Bueno… casi todo.

Cuando llegué al cajero, la cola rondaba la docena de personas. El rumor se había extendido a la velocidad de la luz, amplificada por los nuevos tentáculos de la (in)comunicación social.

El mensaje era tan breve como explosivo: este fin de semana los cajeros automáticos de CajaCanarias expenderían billetes sin límite en el disponible.

Pero, antes de dar el paso y sumarme a la marabunta que dejó sin efectivo a la red en cuestión de horas, me cercioré de que no hubiese gato encerrado. Llamé por teléfono a mi primo Colsa, el informático, quien me confirmó que el banco registraría la totalidad de las operaciones que se produjesen durante la reprogramación de todas sus terminales, para adaptarse a la nueva situación de subsidiariedad financiera (tras ser absorbido por la Caixa).

Así, en el corto lapso de quince minutos, la serie de usuarios que nos agolpábamos por fuera del cajero más próximo a mi domicilio fue creciendo exponencialmente.

Y vi a gitanas, en bata, que vociferaban a lo Ana Magnani:

-¡Niña, llama ar papa y dile que venga, que er dinero sale gratis!

-¡Sí! ¡Esto es como er maná der Viejo Testamento!

-¡Er maná!

-¡Er maná!

-¡Maná, maná…!

Y por un segundo me pareció que aquel alegre coro de comadres del Winston iba a ponerse a cantar el célebre tema de Los Teleñecos.

Y vi a otras señoras, de similar etnia, que, ataviadas con la misma indumentaria y zapatillas de felpa, descendían con precipitada rapidez de furgonetas llenas a reventar de colchas y mantas.

Y vi a un nota en alpargatas y bermudas, con una cochambrosa camiseta de Diego Latorre, al que le faltaba el tiempo para dejar aparcado el brik de Don Simón en el pretil de la acera e ir corriendo a su vivienda de la Cuesta Piedra y buscar la clavecard, cuyos últimos movimientos datan de la época en que Valdano entrenaba al Tenerife (con la mente puesta en el Real Madrid).

Y vi a una pareja de señores jubilados, de ésos que con su modesta pensión mantienen a tres hijos, siete nietos, una ex nuera, a Willy (el perro) y a un sobrino de Tijoco, realquilado, que lleva catorce años preparando las oposiciones de notarías, y que se aproximaban con una mezcla de pudor y vergüenza al cajero de la sucursal como si la máquina fuera el vórtice de todos los deseos de una legión de menesterosos.

-No se preocupe, don, les estamos metiendo un gol por dónde más duele… -Asegura un pureta alto como un armario empotrado y con un vozarrón cavernoso, que lleva los bíceps llenos de tatuajes carcelarios y, en la nariz y en las cejas, luce discretos piercings.

En uno de los tatuajes se lee, en caracteres góticos, la frase: Luci, no paro de llamarte.

Y vi, justo detrás de mí, a una chica, enjuta y de ojos pequeños, excitados como dos bombillos de un lupanar, con un bebé de año y medio en un brazo y el móvil pegado en la oreja contraria, mientras me aleccionaba a dar rienda suelta a mi instinto.

-¡Tú no seas, coño, tío, sácale la sangre a esos cabrones! Mi hermana me cuenta que ha conseguido novecientos euros en tres cajeros distintos. ¿No es así, Sonia?

La joven, que deberá tener los veintipico, me habla con una ansiedad casi enfermiza y yo me fijo en la mirada asustada del niño, al que hago una tibia carantoña, que pretende ser como una caricia, aunque él sólo muerde la chupa con el deseo eternamente insatisfecho del fumador empedernido.

Saco apenas el equivalente a veinte mil pesetas, por simple prudencia, y le cedo el turno a la chica, que interrumpe la conversación telefónica para darme las gracias, con la sorpresa dibujada en su rostro debido a que no ha tenido que esperar tanto.

-Adiós -le digo.

Y me voy retirando poco a poco, pasito tuntún. Lo que me permite comprobar que la cola ya da la vuelta a la manzana y me viene a la cabeza la imagen de una turba de incautos y desesperados que, al final del primer acto de Los jueves milagro, de Berlanga, se apelotonan en torno a una fuente de agua presuntamente bendecida por san Dimas.

-¿Y si se acaban las perras? ¿Qué hacemos? -pregunta alguien a mi lado.

-Si quieres, podemos probar en la oficina de Taco. Mi prima Merceditas dice que allí apenas se ve movimiento.

-¿A Taco? ¡Perfecto! -responde con ímpetu la voz a la que ya no consigo ponerle cara, porque me encuentro lejos y también porque, de repente, me ha entrado un extraño cosquilleo de culpabilidad y quiero irme de allí cuanto antes.

Y sin volver la vista atrás, por si las moscas.

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