Al inolvidable Benito Joanet y a todas las víctimas de esta plaga, en su memoria
A los cinco minutos de asumir su insignificancia y la inevitabilidad de su muerte, el ser humano se inventó un dios a su imagen y semejanza. De ahí que la historia de las diferentes divinidades sea una especie de recorrido, fatuo y grandilocuente, a lo largo y ancho de la exaltación de nuestras escasas virtudes y excesivos defectos, proyectados con afán adormecedor y propagandista, a fin de que la citada entelequia aglutine, ampare, justifique e incluso absuelva todo aquello de cuanto bueno (muy poco, casi nada) y, sobre todo, de lo malo que somos capaces de generar a partir de una estirpe ya de por sí bastante degenerada.
Dios es, por tanto, una ficción indemostrable y peligrosamente ambivalente: principio y fin, tema y anatema, fenómeno y noúmeno, esperanza y decepción, certeza y duda. Y también viene siendo la perfecta excusa para destruirnos unos a otros desde tiempos remotos, nada más inventárnoslo como causa infalible de un universo caótico y en continuo cambio: Dios como anclaje para esta eternidad en movimiento perpetuo.
Para quienes hemos sido educados en la fe (por libre, sin ataduras) del catolicismo postconciliar, el transcurso de los años, que nos hace viejos, desconfiados y descreídos, nos va alejando de una infancia y adolescencia ingenuas, trufadas de ritos sacramentales que pierden brillo y consistencia a medida que asumes que no eres otra cosa que el tiempo que te queda y el poco aire que te dejan respirar, y los dogmas, sean religiosos, políticos y hasta científicos, van quedando en la cuneta como piezas inservibles de tu propio viaje a ninguna parte. Y la madurez, de la mano de la desconfianza y de la experiencia, que son tal vez los más eficaces mecanismos de autodefensa, te va volviendo una criatura temerosa y gruñona que, a medida que el final se acerca, tanto se parece al mamífero chillón y enrojecido que fuiste al llegar al mundo. Y la cautela es tu gran aliado. Y tratas de domeñar al miedo para que no te transforme en un cuadrúpedo tonto e inútil que caiga al abismo con el resto de la estampida.
Por eso, la insólita (por inusual, no por otra cosa) estampa que el Papa Francisco se atrevió a protagonizar ayer, en la plaza de San Pedro, bajo la lluvia, en una ciudad sitiada por el pánico al exterminio, oficiando una bendición a la feligresía ausente, a la nada absoluta, en medio del silencio más sobrecogedor, me resulta tan vanidosa (Vanitas vanitatum et omnia vanitas) como desalentadora, al presentar a un actor (en el ocaso de su carrera) frente a un inmenso patio de butacas vacías.
En este sentido, prefiero buscar consuelo en iniciativas como la de Rubén Blades (otro venerable actor), quien, sin afeitar y con sombrero puesto, comparte desde su confinamiento en Nueva York una canción con su gente y dedicada a su país, y que prefiero escuchar (calidades musicales al margen) como un precioso himno a la supervivencia, como una oración festiva de la humanidad que prefiere resistir, solitaria, solidaria, a doblar la rodilla ante un Dios que permanece en silencio.