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El callejón
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El enterrador en su laberinto

Si la realidad no lo desenmascarase cada día con el grosero recuento de sus muertos y muertas sin nombre (y en una cantidad notablemente inferior a la cifra auténtica: a fecha de hoy son cerca de cuarenta y dos mil fallecidos), que un infame aparato de propaganda (financiado con dinero público) intenta maquillar con toda clase de maniobras repugnantes, la sombría estampa de este individuo, paseándose en la más completa soledad a través de los pasillos de un palacio de la Moncloa con muchas de sus estancias cerradas, podría recordar a un personaje de Poe, atribulado por el recuerdo constante de su esposa fallecida o de una amante tuberculosa. Sin embargo, la realidad es mucho más prosaica y esta hecatombe de proporciones descomunales, cuyas secuelas habrán de perseguir, como maldición funesta, a generaciones venideras, no admite la idealización literaria de tanto escritor muerto de hambre que suele proliferar a sueldo de regímenes de esta ralea a cambio de un plato de lentejas.

Incapaz de gestionar nada, sin respuesta eficaz para una avalancha que no quiso ver (acaso porque se rodea de presuntos expertos y expertas todavía más cretinos y nocivos que él), al negar las evidencias con la obstinación propia de esa necedad ilimitada que llena las mentes de quienes confunden la audacia con la insensatez y la velocidad con el tocino, este fraudulento doctor en Economía y Empresa (tan huérfano de soluciones como excesivo en sus megalómanas ambiciones) no sólo ha condenado al país, con letal negligencia y completa falta de previsión, a la peor crisis que ha conocido desde la posguerra sino que, al sobrevalorar las escasas luces de su obtuso intelecto (si -según Marlene Dietrich- Billy Wilder tenía el cerebro lleno de cuchillas de afeitar, este desdichado ha de tenerlo repleto de citas de Paulo Coelho), también cayó en la red de su propia trampa cuando, errónea y, sobre todo, trágicamente, subestimó la catadura (o cara dura) de su principal aliado, a quien creía domesticar, mientras sucedía exactamente lo contrario: asistimos, entre impotentes, estupefactos, amordazados y aterrados, a la destrucción del sistema de libertades y de garantías constitucionales que decidimos otorgarnos por sufragio universal en diciembre de 1978, demolido con infantil y suicida regocijo por una siniestra caterva de indocumentados, lerdos, ineptos, incompetentes, fanáticos y estalinistas de nuevo cuño, que pretenden hacernos comulgar con fórmulas caducas, polvorientas, ineficaces, inaceptables, miserables.

Y ahora, como en el claustrofóbico y confinado escenario de La máscara de la muerte roja, el principal protagonista de este relato de infamia y horror atraviesa alcobas y corredores, enrevesados e idénticos, en busca, urgente y perentoria, de una salida, en sentido inverso al hijo de Pasífae. Aunque para ello haya invocado, en un vano intento vanidoso de expiación (que es lo que en realidad busca el que se sabe culpable de todo crimen), el nombre de Adolfo Suárez: otrora tan denostado, tan traicionado entonces y después, tan sobajado ahora, tan citado como la salmodia ridícula de un curandero mediocre.

De cualquier manera, y como reconocería hasta el más cínico de sus innumerables corifeos, la suerte de Pedro Sánchez, ecce homo que cambia la corona de espinas por corbatas color burdeos, está más que marcada. Hagan lo que hagan, digan lo que digan, oculten lo que oculten, ninguno de estos cronistas impresentables podrá jamás impedir que este cochambroso estadista, de ínfima categoría intelectual, inexistente moral y nula empatía (su corteza cerebral orbifrontal ha de ser análoga a la de un pangolín), figure en la historia contemporánea como el pésimo gobernante que quiso traer la riqueza y la prosperidad, a la par que nos restituía viejas discordias y resucitaba al franquismo (y lo que es peor: a los franquistas), y solo contribuyó a hundir a España en la más desesperanzadora bancarrota y en una polarización e inestabilidad política que no se vivía desde la segunda república (que solo fue arcadia feliz en la imaginación calenturienta de historiadores/agitadores enfermos de sectarismo); y a enterrar a varias decenas de miles de ciudadanos y ciudadanas, sin honras fúnebres y, en muchos casos, sin ni siquiera sacos estancos de PVC que envolviesen sus cuerpos inertes.

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