Determinó, pues, don Francisco de poner a su hijo en pupilaje: supo que había en Madrid una universidad que tenía por objeto criar licenciados perezosos, hijos de facciosos, y envió allá el suyo, y a mí para que le acompañase y sirviese. Entré, después que él, al campus el primer domingo de octubre en poder de la hambre viva, porque tal apetito no admite conocimiento.
Por aquellos días Pablo era un púber ingenuo, de talle más bien corto, una cabeza pequeña, cabellera generosa. Los ojos sobre el tabique nasal, que parecía que miraba rasgado, de tan chiquitos, hundidos y obscuros, eran buen sitio para maquinar mendaces verdades; la nariz achatada, entre roma e imperial, de ventanas comedidas porque así se ahorraba en refriados, que el tal era estajanovista hasta en el vicio, ya que todos cuestan dinero; las barbas recortadas y deshilachadas de miedo de la boca vecina, que de pura hambre siempre parecía que amenazaba a comérselas; los dientes no le faltaban y pienso que por holgazanes y vagabundos los mantenía a las mandíbulas aferrados desde la primera leche que le había amamantado; el gaznate breve como de córvido, una nuez tan tímida que parecía se iba a buscar de comer forzada de la necesidad; los brazos austeros, más proclives a la puñalada que a la caricia, las manos como un cepo de cinco hojas cada una; mirado de medio abajo, parecía fraile o sacristán, con dos piernas flacas; su andar desgarbado muy despacio y si se descomponía sonaban los goznes oxidados de la bisagra de su esqueleto; el hablar lento, sinuoso, de la sierpe ponzoñosa; la barba rala, que se cortaba lo justo por no gastar, y decía que era tanto el asco que le daba ver las manos del barbero por su cara que antes se dejaría matar que permitirse las crines por nadie enjabonar.
Traía una boina estilo Guevara, los días del sol, ratonada, con mil gateras y guarniciones de grasa; era de cosa que fue de paño, con los fondos de caspa. La camisa, según decían algunos, era milagrosa, porque no se sabía de qué color era. Unos, viéndola tan sin pelusilla, la tenían por cuero de rana. Otros decían que era ilusión; desde cerca parecía negra y desde lejos entre azul; la llevaba sin planchar; el cuello sin almidón y los puños con salpicaduras (¿de yema?) amarillas; parecía con los cabellos largos, la ropa mísera y descuidada, herrero pluriempleado de tres jinetes: la muerte, el hambre y la peste. Cada uno de sus gastados mocasines podía ser tumba de un filisteo.
¿Pues y su aposento? De tan vacío y austero, ni arañas habitaban en él; conjuraba los ratones de miedo que no le royesen algunos mendrugos que guardaba: la cama tenía en la pared plegada y dormía siempre de costado por no gastar las sábanas. Al fin, era archipobre y proletario. La noche que al colegio mayor llegué me señaló nuestro aposento y me hizo una plática corta, que por no gastar tiempo no duró más. A la mañana siguiente, díjome lo que habíamos de hacer; en esto estuvimos ocupados hasta la hora de comer: fuimos allá; almorzaban los Erasmus primero, y servíamos los novatos, algunos con librea y otros con sobrepelliz.
El comedor era la mitad de la sala de espera de un ambulatorio: sentábanse a una mesa hasta cinco comensales que como posesos se atiborraban de a la romana calamares. Y ante tan atroz cefalopodicidio mi amigo Pablo preguntó contrito: “¿Y aquí no hay segundo plato?”. “¿Dónde te crees que estás, mentecato, en Casa Lucio? Siéntate, come y calla, que en lo esmirriado que estás se ve que no ha mucho acabas de llegar”. Yo con esto me comencé a afligir, y más me asusté cuando advertí que todos los que momentos antes comían como piara en goro se levantaban raudos y veloces para llegar a tiempo a sus clases.
Sentóse el bachiller Iglesias y se mandó de una sentada una fuente entera de macarrones, sin principio ni fin: noté tal su ansia que los macilentos dedos se echaban a nado tras un macarrón huérfano y solo que estaba en el suelo. Decía Pablo a cada lujurioso sopeteo: “Cierto que no hay cosa como la olla, digan lo que dijeren; todo lo demás es vicio y gula. Y para matar el atroz deseo de saciar el gaznate nada como tener contenta a la polla”. Acabando de decir este aserto, digno de Cicerón, echóse la mano al paquete, diciendo: “Todo esto es salud, y otro tanto ingenio”.
¡Mal ingenio te acabe!, me decía yo cuando vi a un mozo, medio espíritu de la golosina, de tan menudo, con un plato de pasta en las manos, que como poliada parecía que él mismo la había regurgitado. “¿Me puedo sentar aquí?”, preguntó el rapaz pajarillo, de anteojos miopes y pinta de polluelo recién desplumado. “¡Por supuesto, camarada!”, le espetó y Pablo echóse a un lado y el chaval, Errejón al parecer apellidado, nos hizo silenciosa compañía, porque durante un rato prolongado nos entregamos con fruición a masticar y rumiar nuestra desdicha de estudiantes hambrientos.
Acabamos de almorzar, quedaron unos mendrugos en la mesa y en el plato ni las sobras. “Queden estos ciscos y esta loza para los compañeros de la cocina, que también han de comer; no lo limpiemos todo, ya que sí así obramos qué restos les dejamos”, vociferó Iglesias.
Entonces yo no pude contener la risa, que en circunstancias tales es una brisa que sopla a raudales, y abriendo toda la boca, enojóse mucho y díjome que aprendiese modestia, y tres o cuatro sentencias viejas, sacadas de un marxismo gramsciano deshojado y descolorido.
“Comportémonos como hermanos en el infortunio, que cuanto seamos productivos y aumente nuestro pecunio tendremos las alas de Mercurio para echar a tanto capitalfascista de los centros de poder con una patada en el culio”. Y al acompañar sus palabras de un abrupto cuesco él mismo eco hizo de su siniestra risa que no atinaría a calificar si de hiena era o de odalisca.