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El callejón
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El abrazo roto

¿Quién lee diez siglos en la Historia y no la cierra

al ver las mismas cosas siempre con distinta fecha?

Los mismos hombres, las mismas guerras,

los mismos tiranos, las mismas cadenas,

los mismos farsantes, las mismas sectas

¡y los mismos, los mismos poetas!

¡Qué pena,

que sea así todo siempre, siempre de la misma manera!

León Felipe, ¡Qué pena! (1920)

El fallecimiento del pintor Juan Genovés, cuando apenas le faltaban unos días para alcanzar los noventa años, coincide por uno de esos caprichosos designios del fatum con esta irrespirable atmósfera de desencuentro y discordia que, de la mano del inefable José Luis Rodríguez Zapatero, desembarcó, cual plaga, en este enclave desdichado del planeta, a partir de marzo de 2004, para quedarse.

Supongo que el artista valenciano, autor de la obra que se erigió en símbolo del espíritu conciliatorio de la transición, habrá asistido en sus últimos días, impotente y decepcionado, al resurgir de las dos Españas que han de helarte el corazón, españolito que vienes al mundo.

Entonces ocurrió que, con una temeridad y arrogancia absolutamente deleznables, el máximo dirigente socialista, aupado a una inesperada presidencia de gobierno después de que las urnas hablasen sobre una realidad en la que se amontonaban cerca de dos centenares de cadáveres y dos millares de heridos (mientras el aparato de propaganda de Ferraz acusaba a Aznar -no sin algo de razón- de tener las manos manchadas de sangre y el extinto y siniestro Pérez Rubalcaba clamaba: “No nos merecemos un gobierno que nos mienta”), desarrolló durante su primera legislatura un programa de total despilfarro en el gasto público; ignoró las claras señales de recesión económica que presagiaban el estallido de la burbuja inmobiliaria; auspició el secesionismo en Cataluña, cuyo nuevo estatuto estiraba al límite el equilibrio constitucional; estrechó lazos con el sector moderado de ETA; y, so pretexto de restituir la identidad y dignidad de tantos represaliados durante y después de la guerra civil, enterrados en cunetas y fosas comunes, promulgó la Ley de Memoria Histórica que, sin la debida dotación de recursos y medios, terminó siendo un fatuo ir a ninguna parte, que reabr viejas heridas, avivó antiguos rencores y socavó el perdón mutuo que hizo posible pasar de la dictadura a la democracia de manera pacífica.

La crisis que implosionó en 2008 mostró las debilidades (organizativas, estructurales, ideológicas) del proyecto zapaterista cuyo timonel ni siquiera fue capaz de completar la segunda legislatura: amenazado con el inminente (y humillante) rescate de la Unión Europea, el otrora presidente (devenido hoy en miserable testaferro e infame fantoche a sueldo del repulsivo régimen de Maduro) abandonó la nave antes del naufragio y le puso en bandeja al PP de Rajoy una mayoría absoluta que, a la postre, significó una dolorosa pérdida de tiempo y de dinero para un país que siempre resulta ser el peor enemigo de sí mismo.

La fórmula Rajoy, que consistió en inmovilizar el tejido productivo, recortar el sector público, abaratar el despido, congelar las pensiones y las nóminas de los funcionarios, invertir las ayudas europeas en salvar las cajas de ahorro y no afrontar ni una sola reforma en el ámbito institucional, financiero o educativo, sembró el descontento entre la ciudadanía con menor poder adquisitivo y entre la población universitaria, adoctrinada a lo largo de décadas en el rechazo al orden democrático, establecido en 1978, que una izquierda sectaria ha cuestionado, desde departamentos y rectorados, con afán revisionista primero y demoledor después, al objeto de imponer un discurso único, infalible, hegemónico y de abierta vocación totalitaria.

La terrorífica indiferencia y completa irresponsabilidad con la que el gobierno de Mariano Rajoy (cercado por sus propios errores y horrores e hipotecado por la pésima gestión de la crisis separatista en Cataluña) abandonó la Moncloa, por la puerta de atrás, hace ya dos interminables años, habría de situarnos en la indefensión más absoluta, en el caso de que se produjera el peor de los escenarios posibles, como así lo ha puesto de manifiesto la actual pandemia.

Para nuestra desgracia, y sobre todo para la de aquellos y aquellas que han perdido y perderán la vida y la salud durante todo el tiempo que se prolongue esta catástrofe sanitaria (amplificada en sus letales estragos gracias a la negligencia, la ineptitud y la desvergüenza), no solo nos encontramos inmersos en la más atroz de las pesadillas (que hace real cualquier distopía por descabellada que sea) sino que nuestras existencias y haciendas se hallan en manos de una banda de indeseables e inútiles que con obscena impunidad pretenden someter, mediante chabacabas consignas orwellianas, a un inaceptable vasallaje a una sociedad civil fragmentada, polarizada e irremediable y peligrosamente empobrecida y que se aproxima, desunida, azuzada a la gresca y enfrentada a dentelladas, a cacerolazos y puñetazos, al precipicio de su desintegración.

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