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El callejón
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Las bicicletas son para el verano

Rivales encarnizados y, sin embargo, compañeros en la carretera. Coppi -mallot amarillo- le pasa su botella de agua a Bartali. Puerto del Aubisque, julio de 1949. [Foto tomada de El País digital, de la agencia EPA]

Para mi hermano Míguel

Cuentan que, nada más cruzar la línea de meta en París, en la etapa final del primer Tour de Francia, el vencedor, un deshollinador llamado Maurice Garin, arrojó violentamente su montura contra el asfalto y pronunció entre dientes, con el semblante crispado en una mueca de rabia y desesperación, su célebre frase: "¡Oficio de perros…!". Tres palabras que encierran en sí mismas la mejor definición del que acaso sea, con la salvedad del boxeo, el deporte más exigente, ingrato y despiadado que haya ingeniado la mente humana para su solaz en cualquier época del año.

Sometido en la última década a la constante vigilancia de la autoridad judicial, con sus atletas bajo permanente sospecha, el ciclismo profesional ha sido y es la enésima versión del Circo romano: una desalmada maquinaria trituradora, alimentada a costa de la carne y del espíritu de sus propios actores, tal y como se ha puesto de manifiesto en tantas ocasiones. La última, hace solo unas semanas, cuando el dos veces triunfador en los Campos Elíseos, Laurent Fignon, quien padece un fulminante cáncer de páncreas, reconocía con su autosuficiencia habitual que, con el fin de aumentar su rendimiento en carrera, durante años recurrió a estimulantes prohibidos porque "drogarse formaba parte del trabajo".

Sin embargo, sería completamente injusto que condenáramos a esta práctica deportiva por la presencia del dopaje. Este también se da en la totalidad de disciplinas en las que el ejercicio físico se traduce en algún tipo de ganancia económica.

Como en cualquier otra actividad remunerada, la consecución del lucro se convierte en la verdadera (y última) razón de todo el proceso y, si para alcanzarlo, la competitividad determina que el premio ha de ser para uno solo (el ganador, el más fuerte, el más preparado), como suele ocurrir en el deporte, el fin termina justificando los medios.

Sobre un principio tan básico y elemental se asienta desde hace tres siglos la riqueza de las naciones y es la piedra angular del modelo de producción que, con diferentes ajustes y retoques (es decir: con sangre, sudor y lágrimas), nos ha traído hasta aquí. En este sentido, da igual que la fórmula se aplique para fabricar coches o montar en bicicleta, el razonamiento es el mismo: si trabajo, obtengo un resultado; si obtengo un resultado, se genera un beneficio; si hay beneficio, cobro mi parte.

Poco a poco, la aplicación de este sistema capitalista de costes de inversión y búsqueda de rendimiento le ha ido arrebatando al deporte profesional el menor atisbo de nobleza y bondad que pudiera quedarle y ha transformado a los deportistas en puros y duros competidores que, legítimamente, se afanan en conseguir la cuota del negocio que les corresponde.

Sin embargo, esto no siempre ha sido sí. Hubo un tiempo, no tan lejano, en el que el dinero, si bien seguía comprándolo todo, era incapaz de ensuciar el coraje, la valentía (muchas veces insensata) y la voluntad individual de superación que potenciaba el deseo de gloria de los atletas. Acabo de escribir la frase anterior y me acuerdo de los nombres de Jesse Owens y de su rival, el alemán Luz Long, que, en la olimpiada de Berlín, en plena exaltación del régimen nazi, ayudó al norteamericano a ganar el oro en salto de longitud, aconsejándole dónde tenía que tomar impulso para que los jueces, completamente parciales, no le descalificasen. O el caso de Joe Louis, el legendario campeón mundial de los pesos pesados, muerto en la miseria y el olvido, cuyo funeral fue pagado de su bolsillo por Max Schmeling, que protagonizara junto al púgil de Detroit dos encarnizados combates antes de la II Guerra Mundial. Schmeling, tal vez el deportista más querido y admirado en la historia de Alemania, llegó incluso a sufragar los gastos médicos de Louis cuando éste se sumió en la adicción a la cocaína que terminaría por derrotarle.

Pero también recuerdo, especialmente en estos días, en los que el televisor se inunda con los colorines de los mallots y la espectacular belleza de las montañas francesas, a dos hombres que con su generosidad y sacrificio dignificaron a una profesión y a un deporte. Hablo de los corredores italianos Gino Bartali y Fausto Coppi. De apariencia y mentalidades contrapuestas, protagonizaron el duelo más apasionante y peculiar en este siglo de épica sobre dos ruedas.

Hijos ambos de agricultores jornaleros, los dos sufrieron la pronta pérdida de un hermano en trágicas circunstancias y veían en el ciclismo una forma de ganarse la vida así como el reconocimiento social, ya que estaban condenados a no ser nadie. Y a esa tarea se encomendaron con fe inquebrantable y entrega heroica.

Su rivalidad, mezcla de respeto mutuo y recíproca animadversión, enfrentó a la opinión pública de un país partido en dos por la guerra y la desesperanza y éste se dividió entre los partidarios de Bartali (serio, reservado, católico practicante) y los de Coppi (jovial, extrovertido, escandalosamente adúltero). Sobre el sillín nunca se dieron tregua el uno al otro pero siempre mantuvieron una relación cordial, no exenta de camaradería. Las anécdotas al respecto son numerosas y a cual más sobrecogedora. Mi favorita tiene lugar en el Tour de 1949, durante el ascenso al Aubisque, una pared de los Pirineos, de 1.709 metros, con una pendiente del siete por ciento.

Coppi acaba de adelantar a Bartali y avanza con paso impecable e implacable hacia la conquista de su primer triunfo total en la Grand Boucle. Lo hace sin girar la cabeza. Al cabo de unos metros, escucha la respiración rápida, ahogada, casi un gemido, de su compatriota y enemigo. Sin mirar atrás, Fausto echa mano de su bidón y se lo tiende a Gino: "Toma, ahí queda agua". Bartali recibe la ayuda agradecido y se refresca, recupera el resuello. Todavían quedan kilómetros de carretera, bajo un calor insoportable. Coppi vuelve a coger la botella y la vacía sobre su cara, su inconfundible rostro ratonil, ése que despedía -según Curzio Malaparte- un aura de soledad, la de aquél que "no tiene a nadie en el cielo que se ocupe de él". El mítico campeón del Piamonte tira la botella, lastre inservible, al arcén. Luego, en completo silencio, los dos hombres, tan distintos y tan iguales, prosiguen su monótono pedaleo, lento, cadencioso, hacia la eternidad.   

  

 

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