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El callejón
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¡Acuérdense de Pizo Gómez!

Con motivo de los ciento diez años transcurridos desde la fundación del club Atlético de Madrid, la productora Sra. Rushmore presentó este espléndido anuncio que sintetiza a la perfección la inquebrantable fe colchonera.

Apartó a un lado la pizarra, bruscamente, y, de pronto, elevó el tono de voz: "Si no ganan hoy me meto una botella de Coca-Cola familiar por el culo". La audiencia, once futbolistas del Atlético a las puertas de una final de Copa, recobró la atención y la perplejidad. Luis Aragonés, el entrenador, seguía su repentino discurso con el tono subido. "Venga, chiquitos, háganme caso. Hoy es el día, hoy es su día. La oportunidad que han estado esperando. Es el Madrid, que tantos años nos ha dado por el culo, y es su casa. Créanme, que yo sé de esto. Todo lo de antes [la charla táctica con la que el técnico había diseccionado las características del rival y repartido instrucciones a los suyos] importa menos. Salgan y cománselos". Lo que ocurrió luego, ya sí que aparece en las hemerotecas. Los futbolistas del Atlético saltaron al césped del Bernabéu encendidos, rebosantes de motivación, decididos a llevarse por delante al Madrid. Se hicieron por aplastamiento con el trofeo, la Copa del 92, con goles de Schuster y Futre y un juego lleno de calidad y vértigo".

José Miguélez y Javier G. Matallanas, en Sentimiento atlético: cien años de sueños, alegrías y desencantos

Hace no mucho tiempo, antes de que Guardiola reinventara el fútbol y lo convirtiese en un juego de messi, como el ajedrez o el pachisi, y de que Mourinho reelaborase el personaje de villano que idease en su momento Helenio Herrera (¡Oh, Mou, eres grande! ¡Eres único! ¡Eres todopoderoso, Mou! ¡Te adoramos y te glorificamos!), el balompié era un deporte practicado por dos equipos de once jugadores, sobre una superficie rectangular, donde existía una cierta igualdad competitiva y en el que Madrid y Barça no acaparaban la casi totalidad de los ingresos generados por las retransmisiones televisivas.

Era una época, no tan lejana, en la que incluso, de vez en cuando, el Atlético derrotaba al Madrid. Sí, sí, y, en ocasiones, le ganaba finales, aunque a alguno le parezca que hablemos de la Edad Media. La última de esas victorias heroicas data del 27 de junio de 1992, cuando los colchoneros se impusieron a sus eternos (y odiosos) rivales, para alzarse con su octavo (y penúltimo) título de Copa.

Esa prodigiosa tarde caía sobre la capital de España un sol escandaloso, preludio de un verano refulgente, pletórico, inflado por las (falsas) esperanzas que en el país despertaron la Olimpiada de Barcelona y, en mucha menor medida, la Expo de Sevilla.

Fiel a su historial (que habla de dos triunfos rojiblancos en tres finales disputadas contra los merengues), el Atlético saltó a la cancha, hace veintiún años, sin complejos y, lo que es más importante, sin miedo a perder. Los jugadores, dirigidos desde la banda por Luis Aragonés (¿quién si no?), salieron a morder, ocuparon todos los espacios, corrieron con o sin balón y vapulearon a un rival que venía muy tocado de su primer naufragio liguero en el Heliodoro Rodríguez López.

Por suerte para el tan cacareado honor de la casa blanca, ese día el Atlético no contó con un depredador del área en la línea delantera. Fueron titulares Manolo Sánchez (un escurridizo mediapunta extremeño, pichichi esa temporada, gracias a los pases de Futre y Schuster) y Gabi Moya, quien marró varias oportunidades que hoy, después de ser incapaces de vencerles en catorce años y veinticinco partidos, se nos antojan demasiadas, ya que, de haberlas materializado, la paliza habría sido -en palabras del personaje del casamentero de El hombre tranquilo, interpretado por el genial Barry Fitzgerald- épica, homérica e impetuosa.

Lo que no se supo entonces y se ha descubierto más de dos décadas después es que una de las claves psicológicas de aquel triunfo que ahora nos parece casi imposible de reeditar estuvo en un hombre que ni siquiera disputó aquel memorable encuentro.

El guipuzcoano Antonio José Gómez Ramón, más conocido por "Pizo" Gómez, había recalado en el club del Manzanares en el verano de 1989, después de varias temporadas entre el Athletic de Bilbao y el Osasuna, donde despuntó como un batallador y correoso extremo derecho.

Pizo tardó en ser aceptado por la generosa y entendida afición colchonera, acostumbrada a ver galopar por esa banda a tipos geniales como José Armando Ufarte o Paco Llorente Gento. Sin embargo, al cabo de dos años titubeantes, Gómez terminó de conquistar el corazón de la hinchada con su entrega, su pundonor y su espíritu de superación.

Por si fuera poco, el futbolista vasco fue objeto de desagradables burlas por parte de varios jugadores del Real Madrid (Míchel, Gordillo, Fernando Hierro, Ruggeri…) en el terreno de juego y fuera de él. El periodista José María García, entonces monarca absoluto de las ondas hertzianas en la franja de noche, llegó a airear un vergonzoso episodio, en el que Gómez fue seguido en coche por la M-30, camino de su domicilio, en una urbanización a las afueras de Madrid, por un vehículo en el que Míchel, al volante, y Rafa Gordillo, de copiloto (tiempo después, el ex bético lesionaría de gravedad a Pizo, en una eliminatoria de Copa, privándole a éste de disfrutar del posterior título rojiblanco conquistado ante el Mallorca), al ponerse a su altura, le dedicaron, entre aplausos y risas chimpancescas, jocosos vítores del estilo de: "¡Pizo, eres nuestro ídolo! ¡Eres un fenómeno, Pizo! ¡Date prisa en llegar a casa porque creo que Óscar [Ruggeri] ya empezó con tu mujer sin esperar por ti, Pizo!".

Dice un proverbio judío que la venganza es un plato que se sirve frío y, si quieres cobrárselas todas juntas a tu enemigo, siéntate por fuera de tu casa y verás pasar su cadáver.

Pizo Gómez tardó un par de años en saborear el desquite. A pesar de que esa misma campaña había sido cedido al Real Club Deportivo Español, a la finalización de la final de Copa frente al Madrid, el guipuzcoano corrió junto a sus ex compañeros, como uno más de la plantilla, mientras éstos daban la vuelta de honor de los campeones.

Recuerdo que, a dos mil y pico de kilómetros al sur de Madrid, me sorprendió su presencia en aquella celebración pero lo entendí perfectamente. De lo que no tenía ni idea, y sólo se ha sabido dos décadas después, es de que durante la víspera de aquella dulce velada victoriosa, en plena madrugada, el entonces capitán del Atleti, Paulo Futre, fue levantado de la cama en su habitación del hotel porque alguien golpeaba con insistencia a la puerta.

Al abrir, un somnoliento Futre se topó con su entrenador, Luis Aragonés, muy despierto, excitado, y que fuera de sí le gritó a la cara:

-¡Míreme a los ojos, capitán! ¡Míreme a los ojos…! Mañana, cuando salga al campo, sólo quiero que piense en una cosa: ¡Acuérdese de Pizo Gómez!

Luego, Luis dio media vuelta y se fue.

Aturdido, Futre ha explicado que cerró la puerta y que luego le costó conciliar el sueño.

Él, que fue campeón de Europa con el Oporto, con apenas veintiún años, siempre asegura que, al día siguiente, cuando levantó la Copa del Rey tras apabullar al Real Madrid, vivió el momento más feliz de su carrera deportiva.

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