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El callejón
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Mi primo Anelio Gibrán

El barítono palmero Anelio Gibrán, caracterizado como Enrico Asthon, durante la representación de "Lucia di Lammermoor", de Donizetti, que tuvo lugar el pasado 17 y 19 de mayo, en el teatro Guimerá, de Santa Cruz de Tenerife.

Cuando uno se aproxima a los cuarenta y dos años y ya ha emprendido el largo camino de la madurez tiende a relativizarlo todo, consciente de que todo lo bueno se acaba, mientras se consuela pensando que lo mejor está aún por llegar (aunque lo peor, sin duda, también). Es por eso que trata de administrar el tiempo que le queda e intenta emplearlo en aquello (y con aquellos y aquellas) que de verdad nos proporcionan mayor placer y goce, ya sea físico o espiritual.

En mi repertorio de gustos y preferencias, de afinidades e intereses, de seres y creaciones imprescindibles, he de reconocer que no figura la ópera: espectáculo para paladares exquisitos, cuya aparatosidad e impostura siempre me han resultado un tanto postizas, como las pelucas ridículas o el maquillaje grotesco. Extraño híbrido, criatura recargada y un pelín hortera, de la ópera rescato algunos de sus pasajes musicales, que son francamente hermosos, y la prodigiosa capacidad pulmonar de sus extraordinarios cantantes.

El derrumbe estrepitoso de la industria discográfica, que ha terminado sepultando a tanta voz mediocre y descafeinada, ha barrido el escenario internacional de cantamañanas y bluffs, y ha dejado el paso libre a los verdaderos atletas de las cuerdas vocales, a los auténticos trapecistas del pentagrama, y, de pronto, la ópera se ha convertido en un fenómeno de masas que, además, cuenta con un hermano menor, el musical, que sirve de eslabón intermedio entre el público selecto y entendido y la ruidosa muchedumbre que llena los teatros de la Gran Vía o las salas de los centros comerciales, a donde acuden miles de espectadores a ver tanto la versión cinematográfica de Los miserables como la retransmisión en directo de Tosca desde la Royal Opera House de Covent Garden.

Perteneciente a la generación del Facebook y del Ipad, mi primo hermano Anelio Rodríguez Candelaria (que ha adoptado como apellido artístico el apodo con el que es conocida la familia de mi abuela materna) descubrió su vocación operística poco antes de que el bel canto se pusiera de moda entre la juventud, gracias a su labor como chico de los recados durante la preparación de los montajes escénicos que el tenor Jorge Perdigón promoviese en Santa Cruz de La Palma a partir de la Bajada de 2005.

Ocho años después de aquellas primeras representaciones, que tuvieron como telón de fondo el convento de San Francisco de la capital palmera, Anelio, que el próximo 27 de junio cumplirá veintitrés primaveras, está terminando sus estudios de Musicología en Barcelona, asiste mensualmente a clases particulares con el barítono venezolano Juan Carlos Morales (en París), ha participado en varios recitales (en España e Italia), ha intervenido en diversas óperas y, el glorioso fin de semana rojiblanco que comenzó el 17 de mayo, hizo su debut en el teatro Guimerá, bajo la máscara del pérfido Lord Enrico Asthon, en Lucia di Lammermoor, de Gaetano Donizetti.

Se trataba de una puesta en escena semiprofesional, auspiciada por la Consejería de Educación, Universidades y Sostenibilidad del Gobierno de Canarias, en colaboración con el Organismo Autónomo de Cultura del Ayuntamiento de Santa Cruz de Tenerife, y concebida como proyecto didáctico, finalmente puesto en pie por alumnos y profesores del Conservatorio Superior de Música, la Escuela de Arte Superior de Diseño Fernando Estévez, el Centro Superior Autorizado de Arte Dramático "Escuela de Actores de Canarias", el IES César Manrique y el IES La Guancha.

Anelio, que compartía escenario con un ramillete de aceptables solistas, de entre los que destacó la soprano Candelaria González (que bordó el papel protagonista), demostró, una vez más, un asombroso dominio de las tablas, exhibió sin alardes su voz de trueno, potente y cálida, y nos obsequió con una soberbia caracterización, en cuya expresiva gestualidad, airada y tierna a la vez, entreví, emocionado y profundamente conmovido, el reflejo exacto de nuestro añorado abuelo Anelio y las miradas malévolas del entrañable Eric Campbell, el cejudo villano en tantas pelis de Charlot, que mi primo descubrió siendo apenas un chiquillo, de la mano de su padre, es decir, mi tío, que hoy contempla, entre el asombro y la perplejidad, cómo su hijo no sólo está hecho todo un hombre sino un artista de los pies a la cabeza.

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