A José Hierro, a quien entrevisté en la barra del Atlántico hace veintiséis años
Los han abandonado al final del camino.
Entre la luz íbamos ciegos.
Somos aves de paso, nubes altas de estío,
vagabundos eternos.
Mala gente que salía a aplaudir a los balcones
y que ahora guarda silencio
o lo rompe a gritos
ahogados, sin aliento.
Porque el camino es áspero y son duros los tiempos,
hemos vendido el alma. Y ellos mueren solos
sin comprender la razón de nuestro desprecio.
Vivimos y morimos muertes y vidas de otros.
Sobre nuestras espaldas pesan mucho los muertos.
Su hondo vacío nos pide que muramos un poco,
como murieron todos ellos,
que vivamos con calma, quemando sobriamente
la vida que ellos no vivieron.
Días furiosos, días turbios, días feroces.
(Pero nadie mide lo hondo, sino lo estrecho.)
Mordemos las horas, descontamos los meses.
Dicen que vamos ciegos.
Y sordos.
Y mudos.
Pero vivimos. Llevan nuestras culpas la esencia
de las muertes y vidas de vivos y de muertos.
Ya veis si es bien triste saber a ciencia cierta
que hemos nacido para esto.
Para esta mansedumbre de siervos
y de individuos yertos.