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El callejón
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Un colchonero en Nueva York

Celebrado el 19 de septiembre de 1981, el concierto de Paul Simon y Art Garfunkel en el Central Park de Nueva York marcó el punto culminante de un regreso del célebre dúo que nunca llegó a materializarse. Una pena, aunque el recital es una gozada.

Al maestro Julio Camba, que me acompañó en mi solitario periplo de seis días por la ciudad automática

 

"Nueva York es una ciudad en la que se trasnocha tanto como en Madrid y en la que se madruga como en Burgos"

Enrique Jardiel Poncela

Lo primero que llama la atención nada más pisar la calle es la altura.

Aquí da igual lo mucho que uno mida: todos se sienten intimidados al caminar a la sombra de edificios de una estatura colosal; es como dar un paseo por entre un espeso bosque de cúbicas y gigantescas sequoias de acero y fibra de vidrio.

Tal vez sea por escapar de esa extraña (y angustiosa) sensación de Gulliver en Brobdingnag o por la necesidad de extender la mirada más allá de este laberinto petrificado y casi inabarcable, pero la primera mañana recalé en el Central Park, que es una isla imposible dentro de otro espejismo que se llama Manhattan.

Como casi todo en esta ciudad, las dimensiones de este oasis son espectaculares y penetrar en él es hacerlo en una especie de cráter llevadero, nada abrupto ni escarpado, que ocupa tan sólo dos mil hectáreas menos de superficie que la Caldera de Taburiente.

El Central Park es lo que verdaderamente hace que esta metrópolis no termine devorándose a sí misma y proporciona una serenidad y un silencio relajantes. Bajo un intenso calor, superior a los treinta y cinco grados centígrados, en lo alto de uno de sus miradores, que consisten en modestas cabañas de troncos, muy en la línea rústica y forestal que los partidarios de este espacio público (inaugurado en 1876) impusieron frente a la avaricia enfermiza de aquellos que deseaban transformar terrenos pantanosos en otra jungla de especulación inmobiliaria, me encontré con una pareja de jubilados que yacían somnolientos como dos lagartos que ya no parecen esperar otra cosa que la muerte. O una nueva vida.

Seguí recorriendo las callejuelas y recovecos de este paraíso empujado, además, por el capricho de descubrir el escenario en el que se celebró un mítico concierto a principios de la década de los ochenta. Llevaban separados unos diez años y Paul Simon y Art Garfunkel habían decidido reencontrarse para ganar unos cuantos miles de dólares con los que aliviar sus bolsillos después de costosos divorcios respectivos y de que sus carreras por libre no terminasen de despegar del todo (Simon, el compositor del dúo, tuvo mayor éxito al reinventarse a sí mismo haciendo la guerra al Apartheid surafricano con su música, en aquella gloriosa y colorista aventura de Graceland). Conservo el doble vinilo de ese recital en el parque neoyorkino (regalo de mi tía y madrina Caloli) como quien posee un incunable y suelo escuchar el DVD cada vez que hago zafarrancho de limpieza en casa, así que andar por los senderos, recodos y alamedas de este jardín de las delicias fue una suerte de peregrinación a la nostalgia.

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            Hay dos Nueva York. Bueno, en realidad, coexisten ciudades distintas dentro de esta ciudad, al igual que cada uno de nosotros albergamos a varias personas bajo nuestra piel.

            En el caso de la capital neoyorkina creo que, básicamente, hay dos fundamentales: la que uno camina a lo largo y ancho de una geometría perfectamente numerada de calles y avenidas y la que se contempla desde la azotea-cornisa del Empire State Building.

            Con una mejor perspectiva que la que tuvo King Kong (a fin de cuentas, él debía estar pendiente de Fay Wray y de los aviones), desde aquí uno percibe en su auténtica dimensión la naturaleza cosmopolita, abierta y generosa de esta nueva Babel, que fue levantada con la ayuda de todos y que no pertenece a nadie; si acaso, a la muchedumbre de doce millones de menesterosos que en su día entraron al país por la isla de Ellis (se estima que el cuarenta por ciento de los norteamericanos tienen antepasados que transitaron por ese puesto fronterizo) y que hallaron en esta tierra la patria sin patria prometida por Moisés al pueblo judío.

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            Curiosa la historia de la estatua de la Libertad: una idea de dos republicanos franceses (el jurista y político Eduardo Laboulaye y el escultor Frédéric Auguste Bartholdi) que quisieron homenajear con ella el espíritu solidario de la joven nación de Norteamérica, nacida un cuatro de julio y cuya Declaración de Independencia fue redactada por Thomas Jefferson, adinerado terrateniente, poseedor de más de quinientos esclavos y padre natural de un buen número de mestizos.

            "Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad", escribe de su puño y letra Jefferson sin que se le caiga ni una hebra de su egregia peluca. Y hete aquí que, trece años después de que se imprimiesen dichas palabras en la reseca y polvorienta epidermis de la Historia, la revolución social y política desencadenada en las antiguas colonias británicas cobra nueva vida con la toma de la Bastilla y ya nada volverá a ser igual a partir de entonces. Salvo para toda Latinoamérica y también para las desventuradas Islas Canarias, que, al quedarse sin Ilustración, siguen siendo presa fácil de charlatanes, populistas y caudillos por la gracia de Dios, porque Dios tiene esas cosas…

            Con todo, visitar la estatua y comprobar que todavía sigue ahí a uno le reconforta. Es esa sensación de que aún el mundo no se ha ido del todo al garete y de que los simios de verdad continúan en las jaulas del zoológico de Central Park o en selvas como Dindefello, Senegal, echando de menos los cuidados de mi prima Silvia, a la espera de que algún día llegue su rebelión y la estatua de la Libertad, como cualquier otro recuerdo de la Humanidad, quede enterrada para siempre en la arena del tiempo.

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La visita al MoMA (en español, Museo de Arte Moderno) resultó una experiencia sobrecogedora: en un día de especial calor, dentro de una semana en la que las temperaturas apenas bajaron de los treinta y tantos grados (aquí las miden en grados Fahrenheit), una multitud ruidosa e inquieta abarrotaba las salas, dejando apenas resquicios a través de los cuales uno podía contemplar con tranquilidad el muslamen de las señoritas de Aviñón o las habituales tomaduras de pelo de Marcel Duchamp (el bromista que un buen día decidió elevar a pieza de arte una fuente que más bien recuerda a un urinario).

Sin embargo, lo más escalofriante no fue observar a un enjambre de visitantes (no solo japoneses, también los había del país) que, cámara en ristre, se dedicaban a fotografiar las obras como el que colecciona autógrafos o cobra piezas en una cacería; lo que realmente me conmovió fue la profunda soledad, la tristeza infinita que exhala un lienzo tan colorido y refulgente como La noche estrellada, de Vincent Van Gogh. La expectación que esta pintura despierta entre el público sólo puedo compararla con la masa de curiosos (impenitentes e impertinentes) que habitualmente se apelmaza ante la Mona Lisa, en el Louvre.

La melancólica aureola que desprende el óleo del desdichado artista holandés te deja sin asideros, te apabulla, te enternece, te desarma un poco por dentro, porque sabes que hay una verdad honesta, brutal, desnuda, en esos pigmentos en los que alguien se ha entregado sin pudor y sin límites.

Menos popular que otros nombres ilustres del arte contemporáneo, el iracundo Jackson Pollock comparte con el "loco del pelo rojo" una similar compulsión y una vida al borde del abismo y el enmarañado universo que el artista de Wyoming ofrece en su One, Number 51 resulta algo así como el mapa caótico y escurridizo de todas sus frustraciones, que se enredan y desenredan en una composición laberíntica que cambia de aspecto cada vez que la miras. Alucinante, ¿no?

*          *          *

            Tengo cuarenta y un años (dentro de nada, cuarenta y dos) y sigo sin entender el béisbol. Llegué a Nueva York la víspera del Partido de las Estrellas y la noche siguiente, mientras cenaba, seguí algunos lances del juego en la habitación del hotel, en lo que parecía una escena extraída de un cuadro de Edward Hopper en lugar de otro firmado por Norman Rockwell.

            No entiendo nada.

            Es igual, me imagino que un tipo como yo, que viva en Connecticut, pensará exactamente lo mismo sobre el fútbol (que los norteamericanos llaman soccer, para diferenciarlo de la modalidad de rugby que ellos practican y a la que denominan fútbol americano).

            Un misterio, esto del béisbol, que ha de estar emparentado con el críquet, vamos, digo yo… Los partidos pueden llegar a prolongarse durante cuatro horas y la gente aprovecha, entre tanto, para comer, beber cervezas o refrescos, hacer negocios, ligar con sus vecinos y vecinas de butaca, planificar sus vacaciones de Navidad (la temporada finaliza en octubre) o para intercambiar anécdotas sobre sus equipos y jugadores favoritos. Como en las películas nos ahorran este tiempo sobrante (que es casi todo), van directamente al grano y los films que tienen a este deporte como telón de fondo suelen ser muchísimo más entretenidos para el profano que el béisbol mismo y, si no, echen un vistazo a El orgullo de los yankees (1942), El mejor (1984), Campo de sueños (1989), Amor en juego (2005) o, más recientemente, Money Ball: Rompiendo las reglas (2011). Verán que no me equivoco.

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            Momento climático de mi aventura americana: cruzar a pie el puente de Brooklyn y sentir que, debajo, las aguas del Hudson llevan consigo el rumor de un sinfín de historias que constituyen un atlas de la Humanidad entera; la que ha vivido, ha amado, ha soñado, ha odiado, ha muerto y ha vuelto a renacer en este rincón del universo, a tiro de piedra de Wall Street, del barrio italiano y del barrio chino.

*          *          *

            La mañana del domingo toca pasarla en Harlem, fundado por comerciantes holandeses. Expulsados por los británicos, esta zona al norte de Manhattan se terminó convirtiendo en el gueto de los esclavos libertos. Y Harlem vivió una época dorada de crecimiento urbanístico y de esplendor artístico, en el primer cuarto del siglo XX, cuando los mejores músicos de jazz recalaban en este lugar para encontrarse a sí mismos.

            Luego, en las turbulentas décadas de los sesenta y setenta, el barrio se degradó en exceso hasta casi hacerlo inhabitable.

            Ahora se inyecta capital en él, como el que mete sangre en un enfermo moribundo al que se busca resucitar desesperadamente. Pero hay algo de impostura en todo ello y uno no se lo termina de creer, como el fervor religioso, cercano al éxtasis místico o a la posesión celestial, que algunos y algunas feligresas muestran entre acalorados ímpetus durante la celebración de una misa Gospel, donde la calidad musical de los participantes (voces e instrumentistas) te pone la piel de gallina.

            ¡Alabado sea el Señor!

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            Mi última noche transcurre en un garito de lujo: la sala Birdland. Abierta en 1949, en homenaje al genio maldito de Charlie Parker, "Bird", que como otros talentos similares (se me ocurren Mozart, Arthur Rimbaud, Orson Welles o Diego Armando Maradona) son encarnaciones de un dios todopoderoso, aburrido y harto de su magnanimidad y que se rebela contra sí mismo, adoptando la apariencia de estas criaturas caprichosas, deslumbrantes e imprescindibles pero autodestructivas.

            A Bird, sus problemas con la división de narcóticos de la mezquina (y racista) policía neoyorkina, le terminaron cerrando las puertas del local que lleva su nombre. Más de medio siglo después entro con respeto religioso a este templo, en absoluto silencio, y tomo asiento en una mesa próxima a los músicos de la Afro Latin Jazz Orchestra, del extraordinario Arturo O"Farrill (dignísimo sucesor de su padre, Chico, una de las leyendas del jazz latino), y a lo largo de hora y media experimento la gozosa plenitud de pensar que ha merecido llegar hasta aquí tan solo por disfrutar de una música exquisita, que tiene en común con las composiciones de Johan Sebastian Bach, de Ludwig Van Beethoven o de Antonio Carlos Jobim, el que todas ellas son la hermosa forma en que Dios nos habla a los hombres.

*          *          *

            Me marcho al día siguiente. Me despido de esta maravillosa mentira que es Nueva York pero me llevo conmigo la promesa de un eterno retorno.

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