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El callejón
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El desembarco frustrado

Podría tratarse del Wild Bunch, de Peckinpah, pero la cosa no llega a tanto. Se trata del grupo de recreadores que encarnaron a las huestes de Nelson en la pasada representación de la Gesta del 25 de Julio [foto de María Zurita Carreño].

A la Asociación Histórico Cultural Gesta del 25 de Julio de 1797, por mantener viva la llama del recuerdo y, en especial, a Rafael Llorente, Alejandro Pineda, Javier Gorostiza y Ricardo Sánchez Bonachía, que volvieron a hacer posible la recreación de esta efeméride, cuando nadie apostaba un duro porque finalmente se llevase a cabo.

Y al ilustre historiador y Cronista Oficial de Santa Cruz de Tenerife, Luis Cola Benítez, sin el que este texto jamás hubiese visto la luz hace la friolera de diecinueve años

Hace doscientos dieciséis años, un veinticinco de julio, la capital tinerfeña vivió quizá su día más memorable. Porque todos los días no se repele el ataque de nueve navíos de Su Majestad, comandados por Nelson. Y el pueblo chicharrero lo hizo. Mil seiscientos hombres lo hicieron. "Nunca tantos debieron tanto a tan pocos", dijo siglos después Winston Churchill. Se refería al decisivo papel desempeñado por los pilotos de la Royal Air Force durante la II Guerra Mundial. También hubo héroes en las aguas de la bahía santacrucera aquellas jornadas de julio. Los del bando isleño, dirigidos por un hombre al final de su carrera, el general Antonio Gutiérrez.

La Historia es un gran libro que, se hojee por donde se hojee, está escrito a golpes. La guerra es tan consustancial a la naturaleza humana como el afán de crear. En realidad, el currículum vitae del ser humano es una continua sucesión de actos constructivos y demoledores. Lo que unos ponen en pie, otros se encargan de tirarlo abajo. Así, una generación tras otra. Vivimos sobre las ruinas de nuestros antepasados y los hijos de nuestros hijos descansarán sobre las nuestras.

Pero el hombre es creativo hasta en la destrucción. E imagina instrumentos cada vez más eficaces y desarrolla estrategias. De la guerra hace un arte. Juego mortal que conjuga el ingenio y la barbarie.

            E igual que en cualquier otro ámbito de la creatividad aquí también hay grandes artistas. Genios que despliegan sus ejércitos sobre los campos de batalla como si fueran las piezas de un imaginario tablero de ajedrez. Y los pueblos sufren en primera persona, desde los tiempos más remotos, las consecuencias de estas partidas. La Historia es un extenso catálogo de ellas: Darío contra Milcíades, Aníbal contra Escipión, César contra Pompeyo, Napoleón contra Kutúzov, Custer contra Toro Sentado, Grant contra Lee, Bolívar contra Boves, Montgomery contra Rommel.

            Sin quererlo, el puerto de Santa Cruz de Tenerife fue escenario de uno de estos duelos. Frente a frente: dos hombres, dos culturas, dos pueblos.

El héroe olvidado

            "Fue un militar digno de pasar a la Historia para figurar en sus páginas con los máximos honores y, sin embargo, no encontramos su nombre en las obras de consulta general. Su nombre pasa desapercibido y Nelson ha eclipsado su figura".

            Con estas palabras, el profesor Pedro Ontoria Oquillas redefine el valor histórico de Antonio Gutiérrez de Otero y Santayana. Encabezan una biografía que vio la luz en 1994 para iluminar a los desmemoriados. Tiene razón el autor: la sombra de este militar burgalés parece haberse desvanecido en la resaca de los siglos. Como el recuerdo de aquellas jornadas sangrientas e irrepetibles que protagonizara una ciudad y sus habitantes.

            Hoy, esa misma ciudad (y la inmensa mayoría de sus vecinos), en plena segunda década del siglo veintiuno, ni siquiera sabe quién fue el general Gutiérrez, ni conoce lo que hicieron los santacruceros de entonces para no perder la tierra de sus antepasados.

            Acercarse a este tipo de hechos y a las personas que lo protagonizaron conlleva siempre el riesgo de incurrir en toda clase de excesos. De caer en la glorificación. En la hipérbole literaria. Antonio Gutiérrez-personaje ha generado discusiones entre los historiadores, que no se ponen de acuerdo a la hora de evaluar sus méritos. Muchos han dudado de sus dotes para el mando y de sus aptitudes de estratega. Otros alaban su astucia previsora, su afán de proteger a la población civil y su generosidad con el enemigo. Hay quienes, incluso, censuran los términos de la capitulación. Sin embargo, se nos dice muy poco de su perfil humano. Apenas se habla del Antonio Gutiérrez-persona.

            Pedro Ontoria lo describe como un hombre "sesentón" y "solitario", al que le preocupa cumplir con su deber. Y poco más.

            "Hombre sesentón". Cuando el general Gutiérrez recala en Canarias, ha pasado mucho tiempo desde que empezara su carrera militar y de su nacimiento, allá, en Aranda de Duero, en 1729. Hijo de un capitán, en su casa se empapa del espíritu castrense y de unas firmes convicciones religiosas. Catorce años después de su bautismo evangélico, tiene lugar su bautismo de fuego, luchando (como no podía ser de otra forma) contra los ingleses.

            En su hoja de servicios se suceden los ascensos al mismo tiempo que los éxitos y siempre teniendo a los británicos como rivales: la toma de la Gran Malvina (Fakland), en mayo de 1770, y la recuperación de Menorca (en 1782). A raíz de esta última victoria es nombrado comandante militar de la isla y gobernador de la plaza de Mahón.

            Entre ambos triunfos aparece una derrota: una fallida incursión en las playas de Argel, en la que Gutiérrez resultó herido.

            En 1790, asciende a mariscal de campo. Su nombre goza ya de cierto prestigio entre la cúpula militar de Carlos IV. No es de extrañar, por tanto, que el monarca lo designe un año después para el cargo de comandante general de las Islas Canarias. Fue su último destino.

            La situación internacional de España en la recta final del siglo XVIII no podía ser más nebulosa. Recién acabada la guerra del Rosellón con los franceses, la monarquía borbona vuelve a enemistarse con Inglaterra. En estas circunstancias, en medio del Atlántico, a mitad de camino de las rutas americanas, el Archipiélago surge como una jugosa y apetitosa tentación para las potencias coloniales.

            El general Gutiérrez era consciente de todo esto. Por eso, recorrió todas las islas, inspeccionando sus defensas. Al comprobar el deficiente estado de las construcciones solicitó refuerzos (en hombres y baterías de cañones) a Madrid, que le fueron negados. La última petición es rechazada el 10 de enero de 1797, justo un mes antes de la derrota de la escuadra española frente a la flota inglesa, en el Cabo de San Vicente. En esa batalla participa un oficial de brillante historial, de ambición desmedida y arrojo insensato, que dirige el posterior bloqueo del puerto de Cádiz y el bombardeo sobre la ciudad. Su nombre: Horacio Nelson.

            Los días de fondeo en aguas gaditanas pasaban como siglos para los marineros ingleses. El trabajo era pura monotonía. Sólo un par de maniobras diarias, unos cuantos disparos para que no se entumecieran los cañones por el salitre. El único entretenimiento de la tripulación son los naipes, el aguardiente y las historias. Cuentos fantásticos, de tierras perdidas, relatados por tipos con mil y una cicatrices. Una de aquellas leyendas, referida -según Alejandro Cioranescu- por tripulantes malayos, hablaba de dos galeones cargados con objetos preciosos y dinero, que habían partido de Manila con rumbo a España. Esos dos buques iban a hacer escala en Santa Cruz.

            Estos y otros relatos llegaron a oídos de Nelson. Su cabeza empezó a dar vueltas alrededor de una idea que pronto se convirtió en obsesión, azuzada por el calor de la primavera gaditana y el aburrimiento. Consultó con el almirante Jervis. Su superior no pudo disuadirle. El contralmirante estaba decidido a seguir la estela del pirata Blake. El día 13 de abril dos fragatas zarparon rumbo a la capital isleña para verificar lo contado por marinos malayos. Y era cierto. Allí encontraron una nave de la compañía de Filipinas. El botín ascendió a medio millón de pesos. Lo mejor fue que nadie en la ciudad advirtió nada. Tampoco echaron en falta la corbeta La Mutine, que fue robada por dos corsarios ingleses. Esto convenció a Jervis. Nelson atacaría Tenerife.

Un hombre, una leyenda

            Si Antonio Gutiérrez conoció la cara auténtica de la guerra cuando todavía era un niño, Horacio Nelson ingresó en la Marina con sólo doce años. Sus primeras misiones tuvieron como telón de fondo las Indias Occidentales y la Guerra de Independencia de los EE.UU. Más tarde se incorpora a la escuadra mediterránea de Hood y participa en los sitios de Bastia y de Calví, donde perdió un ojo, en 1794.

            Tras su fracasado intento de desembarco y toma de la capital chicharrera, vuelve a Francia y aniquila a la flota gala de Toulouse, en la bahía de Abükir. Es nombrado almirante. Después de la defensa de Nápoles, el nuevo duque de Bronte conquista Malta por mar y, a su regreso, lo reciben en Gran Bretaña como héroe nacional. Desoyendo a su superior, bombardea Copenhague y logra la rendición de la armada danesa. En 1803, recibe el mando de la flota del Mediterráneo. Obtiene la victoria en Trafalgar sobre la escuadra hispano-francesa pero murió en plena batalla.

            Este es el hombre que el 14 de julio de 1797 recibe la orden de dirigirse hacia unas islas españolas, extraviadas en el océano de la antigua Atlántida.

Cuatro días de julio

            En aquel momento, Santa Cruz había dejado de ser un barrio de pescadores. Con cinco mil habitantes, era la ciudad que más había crecido en toda la región durante esa centuria. Contaba, para su defensa, con cuatro castillos: el de Paso Alto (en el extremo norte de la capital), el de San Juan (al sur), el de San Cristóbal (en la zona que actualmente ocupa la plaza de la Candelaria y el inicio de la calle Castillo) y el de San Andrés. Cerca de una docena de baterías de cañones completaban la infraestructura.

            El general Gutiérrez y su Estado Mayor esperaban un ataque. El bloqueo inglés al puerto gaditano encendió la señal de alarma. El sábado 22 de julio las sospechas se hicieron realidad. A las seis de la mañana, una escuadra de ocho buques ocupa la línea del horizonte, frente a la bahía santacrucera.

            Desde un principio, Nelson enseña sus cartas. No se trata de una invasión. El militar británico, ávido de dinero (siempre prefirió los premios en metálico a las condecoraciones), sólo pretendía entrar en la ciudad para llevarse sus riquezas. Elabora una nota para las autoridades en la que exige la entrega de la fragata procedente de Manila con su cargamento completo. Las decisiones que toma luego, la forma de desplazar sus hombres sobre el tablero de la estrategia, lo corroboran. La incursión de Sir Horacio Nelson en Santa Cruz nada tiene que ver con su habitual estilo de juego. Es, simplemente, un ataque pirata.

            En primer lugar, envía veintitrés lanchas hacia El Bufadero y otras tantas hacia la plaza.

            En tierra, el general Gutiérrez capta la intención de su contrario y hace una lectura rápida de su primer movimiento. "El inglés quiere penetrar por el centro pero le preocupa el daño que puede hacerle la batería de Paso Alto", piensa. Las órdenes no se hacen esperar. Gutiérrez refuerza ese castillo y reparte los trescientos ochenta y siete artilleros de la dotación por las restantes fortificaciones.

            A las siete de la mañana de ese mismo día se produce el segundo intento de los asaltantes. Unos mil doscientos hombres desembarcan en la Mesa del Ramonal (en Valleseco). A las dificultades holográficas de un terreno tan escarpado se une el calor que transforma los uniformes de lana de la marinería inglesa en auténticos hornos. Además, las tropas tinerfeñas rodean al poco tiempo los riscos aledaños. En un tiroteo mueren dos soldados británicos al pie de una fuente. La patrulla buscaba por esa zona los canales de abastecimiento de agua pero los informes aportados por espías enviados meses antes resultan calamitosos.

            Antes de caer el sol, el destacamento abandona el lugar y regresa a bordo.

Domingo 23

            A eso de las tres de la tarde, la escuadra británica se dirige al sur. Nelson realiza una falsa maniobra. Quiere hacer creer a los de tierra que va a fondear frente a Barranco Hondo o Candelaria. No hubo tal cosa. Los buques tomaron rumbo sureste. El contralmirante había movido algunas piezas para despistar.

            Antonio Gutiérrez sabe que la fortaleza del centro (el castillo de San Cristóbal, derruido increíblemente a principios del siglo pasado, víctima del crecimiento urbanístico de la entonces capital de Canarias) es la clave. Hay que resguardarla. Esa noche también monta una batería cerca del Convento de Santo Domingo, idea a la postre decisiva que se atribuye al teniente canario Manuel Salcedo.

            El general ordena la inmediata evacuación de mujeres, niños y ancianos a la ciudad de San Cristóbal de La Laguna. Allí se trasladaron con urgencia caudales y documentos, se improvisaron hospitales de campaña y se organizaron las patrullas de bomberos.

            Mientras, la voz de alarma se había extendido por todo el norte de la Isla, de donde acudieron a Santa Cruz todos los hombres en edad de combatir y que se distribuyeron en las diferentes milicias.

Lunes 24

            La flota avanza directamente hacia el puerto. Los barcos se mueven con pereza. Quizá con respeto. Eso creen, al menos, los 1.669 hombres apostados a lo largo de la muralla defensiva (algunos armados con solo picos y palas). Más de uno empieza a encomendarse a la Patrona, otros rezan en francés, porque entre ellos hay unos ciento diez soldados franceses.

            Por la zona de Anaga, con dirección al Bufadero, aparece un noveno navío. Son las siete y media de la tarde. De repente, el cielo parece romperse en pedazos. Es un ruido seco, ensordecedor. Le sigue una tormenta de truenos: cuarenta y tres proyectiles cayendo sobre Paso Alto. Luego, la calma. Recuento de daños. Nada. No ha pasado nada. Los atacados consiguen su primera victoria. Gritos de júbilo. Ni una baja en el bombardeo.

            A las once de la noche, en la cámara de oficiales del Teseo, los ingleses ultiman el ataque definitivo. Nelson, que da las instrucciones a un lado y a otro, decide participar en él.

Martes 25

            El reloj de la torre de La Concepción marca las dos de la madrugada. El general Gutiérrez, sin hacer caso a sus sesenta y ocho años de edad, se empeña en inspeccionar a pie la defensa de la Alameda y el Muelle. Mientras tanto, las tropas de asalto (divididas en veintinueve lanchas) avanzan hacia la costa. Comienza el combate. Una ráfaga de obuses toca el punto débil del Cutter Fox mandándolo a las profundidades de la rada. Al empezar el fuego, Gutiérrez regresa al Castillo de San Cristóbal aunque ordena a un grupo de artilleros que se sitúen al final del malecón.

            Los asaltantes irrumpen por todas partes. Hay lucha cuerpo a cuerpo. En medio de la confusión, el contralmirante Nelson se dispone a pisar tierra junto a sus oficiales. Una bala de cañón le vuela el brazo derecho. El capitán Bowen y otros dos mandos tienen menos suerte. Son necesarios cinco hombres para transportar al jefe herido hasta el Teseo. Son casi las tres.

            El repliegue de las tropas atacantes en la Caleta de las Carnicerías y en el Barranco de Santos es total. Orden de retirada.

            El capitán Troubridge, que entró por la zona sur de la villa, se adentra con dos columnas en la plaza. Rodea el Convento de Santo Domingo (la actual Recova Vieja). Corren rumores de que el general Gutiérrez ha muerto. Troubridge amenaza con quemar la ciudad. El general le contesta que aún le quedan "pólvora, balas y gente". El capitán inglés y sus 675 hombres se atrincheran en el convento.

            Amanece. Quince lanchas lo intentan por última vez. Es la escaramuza postrera, aprovechando que toda la atención está puesta en Santo Domingo. Una lluvia de metralla recibe a las embarcaciones desde el malecón. Tres son alcanzadas.

            A las ocho de la mañana, Troubridge insiste en que se le entreguen los caudales públicos de la ciudad y el dinero procedente de Filipinas. Gutiérrez le ofrece elegir entre la vida o el pelotón de fusilamiento. Bandera blanca.

            Unas cuantas millas mar adentro, le ha sido amputado el brazo a Nelson. Esa misma tarde, Samuel Hood firma en su nombre la capitulación, que en realidad es un armisticio, a fin de que las tropas invasoras pudiesen abandonar la Isla sin mayores consecuencias.

            Luego tuvo lugar un hecho que sorprendió a los mandos británicos. El general Gutiérrez ordenó que se atendiera a los atacantes heridos. Hubo también un almuerzo de campaña en honor de los vencidos, que desfilaron por la plaza principal ante las tropas vencedoras en perfecta formación.

            Un detalle como éste no fue único en la vida del comandante de Canarias. Ya, en su victoria sobre los ingleses en Las Malvinas, había actuado con la misma generosidad.

            El propio Nelson se lo agradeció con estas palabras:

            "No puedo separarme de esta isla sin dar a Vuestra Excelencia las más sinceras gracias por su fina atención para conmigo, por la humanidad que ha manifestado con los heridos y muertos que estuvieron en su poder (…) lo cual no dejaré de hacer presente a mi soberano".

            En pago a su caballerosidad, el contralmirante le envió una barrica de cerveza, un poco de queso y la promesa de no volver a atacar jamás ninguna de las Islas.

            Horacio Nelson cumplió su palabra. La Historia no ha vuelto a registrar desde entonces ninguna operación militar contra Canarias. Tras aquellos turbulentos días de julio (que se cobraron la vida de 266 personas, veintitrés de ellas españolas), la ciudad recuperó la calma. Antonio Gutiérrez recibió la encomienda de la Orden de Alcántara y él mismo promovió el título de Villa para Santa Cruz. La Real Cédula que confirmaba la concesión de este honor se expidió el 28 de agosto de 1803. El general no pudo verlo porque había muerto cuatro años antes. Sus restos descansan en la iglesia de La Concepción. Allí duerme el sueño de los siglos el único militar que derrotó a Nelson.

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