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El callejón
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El forastero

A mi tío José Amaro (conocido con el nombre artístico de Pepe Carrillo), in memoriam

Nada más pisar tierra, al viajero le sorprendió, con un punto de desasosiego, el inmenso vacío que presentaba la terminal. Ni un vehículo, ni un operario. Ni un alma.

Caminó la corta distancia hasta la avenida de Los Descubridores sin encontrar a nadie. Su estupor era máximo cuando atisbó hacia la mitad del paseo a un individuo sentado en un banco, lejano y equidistante como un punto en el horizonte.

Con disimulada cautela, ya que trató de contener la inquietante angustia que le subía desde la boca del estómago al esófago, recorrió los quinientos metros que lo separaban de aquella figura, en principio borrosa y que a medida que se aproximaba descubría con rasgos más definidos.

Cuando estuvo apenas a una decena de metros se dio cuenta de que en realidad los personajes como pintados al óleo sobre el paisaje eran dos: un hombre, de unos sesenta y pico años, con el cabello completamente albo, que se agachaba desde su asiento a acariciar con ternura la coronilla de un setter rubicundo pero con manchas nevadas en la cabeza y en el pecho.

“Perdone…”, se atrevió a decir el viajero, después de un largo titubeo.

El hombre, que tardó en levantar la mirada a su interlocutor, se tomó unos instantes en calibrar al individuo que tenía enfrente antes de responderle:

“Oh… ¿Qué pasó?” -Le saludaron, serenos, unos ojos azules grandes como peces desde el cristal de una montura para miopes.

“Disculpe, usted, señor… Pero es que acabo de llegar en el ferry y estoy un poco desconcertado. Es usted el único ser humano con el que me he topado. ¿Es que Casimiro ha decretado un nuevo confinamiento domiciliario?

El individuo, que en ningún momento dejó de acariciar las crines lacias de su perro, negó con un ostensible movimiento de cabeza, al tiempo que le indicaba:

“Deje, deje eso por la mano… Deje…”

“Pero, ¿qué ocurrió? Llevo viniendo un montón de años a La Gomera y nunca había encontrado el muelle desierto… ¿A dónde ha ido todo el mundo?

“No le de más vueltas y quédese tranquilo”, contestó el hombre.

“Es que esto no es normal…”, insistió el forastero al lugareño.

“Que sí, hombre, que sí… ¿No sabe que todos los gomeros están ahora en los chistes?”, afirmó el individuo ante la expresión entre incrédula y estupefacta del viajero quien, impávido, contempló cómo su interlocutor se levantaba del banco y emprendía un tranquilo paseo junto a su fiel mascota por la avenida, en la que empezó a soplar, como en silencioso y susurrante ensalmo, una suave brisa procedente de la playa.

Tiempo después, la silueta del hombre y su perro se difuminaron bajo la luz radiante de una mañana cualquiera.

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