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El callejón
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En los límites de la realidad

Concebida inicialmente como telefilm, la buena acogida brindada a “El diablo sobre ruedas” (“The Duel”, 1971) supuso el debut cinematográfico de Steven Spielberg, sobre un guión firmado por Richard Matheson, autor también del relato original.

"We"ve lost one of the giants of the fantasy and horror genres. From THE BEARDLESS WARRIORS, his brilliant (and largely unread) World War II novel, to THE INCREDIBLE SHRINKING MAN and all the wonderful TWILIGHT ZONE scripts and stories, Matheson fired the imaginations of three generations of writers. Without his I AM LEGEND, there would have been no NIGHT OF THE LIVING DEAD; without NIGHT OF THE LIVING DEAD, there would have been no WALKING DEAD, 28 DAYS LATER, or WORLD WAR Z. Matheson wrote the script for Steven Spielberg"s extraordinary film, DUEL, and created one of the most brain-freezingly frightening haunted house novels of the 20th century in HELL HOUSE. He fired my imagination by placing his horrors not in European castles and Lovecraftian universes, but in American scenes I knewand could relate to. "I want to do that", I thought. "I must do that". Matheson showed the way. In addition to that, he was a gentleman who was always willing to give a young writer a hand up. I will miss his kindness and erudition. He lived a full life, raised a fine family, and gave us unforgettable stories, novels, TV shows, and movies. That"s good. Nevertheless, I mourn his loss. A uniquely American voice has been silenced".

Stephen King

A las 11.32, Mann adelantó al camión.

Con esta sencilla frase arranca The Duel (El duelo), un intenso relato de treinta páginas que la revista Playboy publicó en su número de abril de 1971. Narrado en una convencional tercera persona omnisciente, el cuento se erige en una eficaz e inquietante parábola del miedo al otro que atenaza al inconsciente colectivo de la sociedad norteamericana, que ha hecho del individualismo causa común y origen de buena parte de sus neurosis.

A su autor, el recientemente fallecido Richard Matheson (Allendale, New Jersey, 20 de febrero de 1929 – Calabasas, California, 23 de junio de 2013), la idea para esta historia se la proporcionó la propia carretera: a su regreso de una partida de golf jugada con un amigo, la radio del coche acababa de dar la noticia de la muerte del presidente Kennedy y un camión, al que previamente había adelantado, estuvo a punto de echarlo fuera de la autopista en un absurdo gesto de represalia que casi provoca un grave accidente.

Matheson, que entonces ya tenía más de un centenar de relatos publicados y más de cincuenta guiones para películas de cine y televisión, decidió exorcizar tan desagradable experiencia en la que, a la postre, sería su última narración corta. "Quería concentrar mis esfuerzos en la escritura de unas cuantas novelas que aún tenía pendientes y decidí que este cuento sería mi despedida y lo planteé como una especie de fábula sobre la humanidad; de hecho, el nombre de su protagonista, David Mann (man significa "hombre"), no es casualidad", explica Matheson, para quien luego fue extremadamente sencillo transformar The Duel en el guión que catapultaría a Steven Spielberg dentro de la industria cinematográfica: aunque rodada en apenas tres semanas y con un equipo reducido para ser exhibida por televisión, El diablo sobre ruedas fue el primer largometraje que su joven realizador estrenaría en salas. La buena acogida del público y de la crítica dispensada a este thriller le llevaría, en primer lugar, a otra estupenda road movie de tintes melodramáticos, The Sugarland Express (Loca evasión), inspirada en hechos reales, y, posteriormente, al bombazo de Tiburón.

Encasillado como autor de un género injustamente etiquetado como menor (la fantasía terrorífica), Richard Matheson era un excelente escritor. Su colega Ray Bradbury lo consideraba uno de los mejores narradores del pasado siglo y el marcado acento humanista que alienta las mejores obras del autor de Crónicas marcianas también se aprecia -y de qué manera- en la trayectoria del creador de Soy leyenda.

Aunque invirtiese gran parte de su caudal creativo en la escritura de libretos para legendarios programas de televisión (como Dimensión desconocida o La hora de Alfred Hitchcock) o de largometrajes de segunda fila (sobre todo, a raíz de vender a los estudios Universal los derechos de su cuarta novela, la magnífica ficción de corte kafkiano El increíble hombre menguante), Matheson era un consumado maestro dentro del género del horror psicológico y sus cuentos son un recomendable banquete de deliciosa literatura (en España, Valdemar editó, en 2003, una soberbia antología bajo el rótulo de Pesadilla a 20.000 pies y otros relatos insólitos y terroríficos), tal y como lo demuestra su último volumen publicado en castellano: Acero puro y otras historias (reeditado por Edhasa hace dos años, coincidiendo con el estreno de la película del mismo título, producida por Steven Spielberg), una colección de trece piezas maestras en las que se exploran los límites de la ciencia ficción a través de un espeluznante sentido del humor negro.

A pesar de atender sus compromisos profesionales con el cine o la televisión, Richard Matheson tuvo tiempo para desarrollar una más que aceptable carrera como novelista. Entre sus narraciones de mayor calado destaca Soy leyenda, la que más fama y dinero le reportó a su progenitor, pese a que no haya tenido ninguna suerte en sus tres versiones cinematográficas reconocidas.

            Publicada en 1954, se trata de una auténtica joya para los amantes de la lectura placentera, sin prejuicios ni etiquetas. Con el temor al holocausto nuclear como fobia subyacente, la Tierra es presentada aquí como un erial ruinoso cuya población ha sido infectada por un anómalo virus que transforma a hombres y mujeres en vampiros. En un hábil giro argumental, el único ser humano no contagiado, Robert Neville, termina siendo el monstruo horrendo que debe ser aniquilado para proteger a la nueva sociedad. Con una asombrosa sencillez, esta historia sin pretensiones aborda el complejo concepto de la ambigüedad moral y demuestra, en vísperas de la revolución política, social y sexual que se produciría en la década siguiente, qué vulnerables resultan las convicciones sobre las que se cimienta el edificio de la civilización.

            Dentro del género del terror sobrenatural sus dos principales contribuciones a la narrativa de este tipo son El último escalón (1958) y La casa infernal (1971), que se caracterizan por una sabia combinación de elementos aparentemente antagónicos, como el horror y la pulsión sexual, atinadamente integrados en una intriga absorbente, concebida con un pulcro e inusual respeto hacia la verosimilitud.

            Otras dos de sus novelas traducidas al castellano, En algún lugar del tiempo (1975) y Más allá de los sueños (1978), son inteligentes (y entretenidísimas) aproximaciones al tema del viaje en el tiempo y a la idea de la reencarnación y de la vida después de la muerte.

            Como habrán podido suponer, Matheson es inimitable a la hora de buscar historias que, dentro de la más estricta cotidianeidad, transcurren justo en la frágil frontera que separa la realidad de la ficción. Equívoco territorio que podemos recorrer -si nos atrevemos- sin otras cortapisas que los de la propia imaginación, adentrándonos en el reverso fantástico e incluso terrorífico que puede llegar a envolver y a desdoblar las situaciones más comunes.

En este sentido, la irrupción de lo insólito en lo cotidiano (temática de una larga tradición literaria y cinematográfica que va de Maupassant a Cortázar y de las viejas películas mudas del expresionismo alemán, como El estudiante de Praga o El gabinete del doctor Caligari, hasta los originales thrillers de M. Night Shyamalan, caso de El sexto sentido, El protegido, Señales o La joven del agua) está presente -en mayor o menor medida- en la narrativa de Richard Matheson, cuyas ficciones suelen indagar -escarbar, más bien- desde diferentes perspectivas, en la línea argumental y estética apuntada con anterioridad y solo pretenden ofrecer al lector (y, en ocasiones, al espectador) un eficaz y digno vehículo para su entretenimiento, consiguiendo despertar en él una incómoda sombra de inquietud.

En 1983, Steven Spielberg produjo el film En los límites de la realidad, versión cinematográfica de cuatro episodios de la serie original Dimensión desconocida, dirigidos por John Landis, el propio Spielberg, Joe Dante y George Miller. Tres de estos cortos contaron con un guión firmado por Richard Matheson.

Apenas un par de años después, en la extensa biblioteca de mi abuelo Anelio tropecé con Los mejores relatos de anticipación, una antología de cuentos de ciencia ficción, editada por Bruguera el año de mi nacimiento, 1971. De este libro llamaron mi atención tres textos: Vendrán lluvias suaves, una sugerente estampa de poético pesimismo muy del estilo de su autor, Ray Bradbury; Multivac, una distropía salida de la sagaz mente de Isaac Asimov, que imagina una computadora total, imposible, capaz de predecir el futuro de todos y cada uno de los habitantes del planeta y que termina expresando un único deseo: morir; y El examen, una fábula moral, firmada por Richard Matheson, en la que se especula con una Humanidad superpoblada, que ha de recurrir a la eugenesia, para controlar el crecimiento demográfico.

Al cabo de diez años, inmerso en la confección de mis primeros guiones para cortometrajes, escribí en unos días la adaptación cinematográfica de este relato de Matheson, que permanece inédita entre mis carpetas desde entonces. Luego, en 2009, decidí utilizar parte de este material como punto de partida para El juego de las caras, un guión completamente diferente de El examen, aunque jamás habría llegado a ver la luz si no hubiese existido dicho cuento.

A la espera de que algún día pueda filmarse, aquí les dejo con El juego de las caras, en recuerdo (y sentido homenaje) del hombre que la inspiró.

1

            El escenario muestra el salón principal de una casa. Blanca, una mujer de unos treinta y pocos años, envuelta en una bata con flores estampadas, teclea un ordenador portátil, sentada con las piernas estiradas en un sofá de varios cuerpos, mientras revisa el contenido de una especie de dossier. Su marido, Eduardo, de edad similar, intenta explicar algo en voz alta. Quien le escucha, sentado junto a él, con los codos en la mesa e intentando poner toda la atención del mundo es un niño en pijama, de ocho años.

EDUARDO: De acuerdo… (Mira una hoja de papel) Ahora repite estas sucesiones de números: ocho, cinco, once, seis…

NIÑO: (Murmurando para sí) Sucesión de números… Sucesión de números… (El niño se toma unos segundos para asimilar la mecánica del ejercicio propuesto) ¿Sí?

EDUARDO: (Mostrando cierta impaciencia) Tienes que intentar repetir la serie de números que te he acabo de dar…

NIÑO: Bueno, bueno… Es que estaba un poco despistado, perdóname… ¿Te importaría repetirla, por favor?

EDUARDO: (Exhalando un suspiro de profundo aburrimiento) Ocho, cinco, once y seis…

NIÑO: (Que cierra los ojos en un esfuerzo supremo de concentración) Ocho… Cin… cinco… Once… Se… seis… (Al concluir, casi sin respiración, el niño yergue el cuello con orgullo y abre los ojos con gran expresividad) ¡Ya está! ¡Acerté! ¿Verdad?

EDUARDO: (Que lo mira esbozando una sonrisa de satisfacción) Sí, muy bien… Vamos con otra. Atento: nueve, dos, dieciséis, siete, tres…

NIÑO: ¿Qué? No te entiendo… ¿Puedes repetir los números no tan de prisa?

EDUARDO: Bueno, la leeré otra vez… (El niño se inclina un poco hacia delante, como para escuchar mejor, y vuelve a cerrar los ojos) Nueve, dos, dieciséis, siete y tres.

NIÑO: ¿Qué? Habla un poco más despacio, por favor.

EDUARDO: (Que se muestra algo contrariado) Ya sabes que si no te esfuerzas, esto no sirve para nada.

NIÑO: (Impertinente) ¡Ya lo sé! Y también te recuerdo que esto es solo un ejercicio. ¡Nada más!

EDUARDO: Vale, vale, pero no te pongas así, ¿eh? Ahora no la cojas conmigo, ¿de acuerdo? Sabes perfectamente que hacemos todo esto por tu bien… (El niño refunfuña. Eduardo lee de nuevo la hoja. Esta vez, mucho más lentamente) A ver, repite: nueve… dos… dieciséis… siete… y tres.

NIÑO: Nueve, dos, seis, siete…

EDUARDO: Dieciséis, siete… Dieciséis, siete…

NIÑO: Eso es lo que he dicho: dieciséis, siete y tres. ¿No era esa la lista? Nueve, dos, dieciséis, siete y tres, ¿verdad? (El niño mira a Eduardo con una sonrisa de triunfo muy pueril y provocadora)

EDUARDO: (Cerrando los ojos por un instante) Está bien, tú ganas… (Pausa)

NIÑO: ¿Ya está todo? ¿Se acabaron las preguntas? Por que, si no, me voy a la cama.

EDUARDO: Espera, todavía no… (Eduardo vuelve a leer otra sucesión. Mientras el niño repite con cierta dificultad la nueva serie de números, Eduardo dirige su mirada a Blanca, que continúa con la atención puesta en su trabajo con el ordenador portátil)

NIÑO: Creo que no tengo ningún problema con los números. Esto es pan comido, tío, como dice Benjamín…

EDUARDO: (Que por un momento seguía mirando a Blanca y tarda en darse cuenta de que el niño está hablando con él) ¿Qué? Ah, sí…

NIÑO: Bueno, pues si no hay más, me voy a la cama (El chico hace ademán de levantarse de la silla pero Eduardo lo retiene)

EDUARDO: Un momento, un momento, no tan rápido, forastero… (Examina la hoja de papel)

NIÑO: Venga… Que ya es muy tarde y tengo sueño…

EDUARDO: (Le alcanza un compás, una regla y una hoja de papel en blanco) Ahora tienes que trazar una circunferencia que tenga diez centímetros de diámetro. ¿Me has entendido?

NIÑO: (Que durante unos segundos se queda mirando a Eduardo como si éste le estuviera tomando el pelo) Anda, trae… (El chico coge la regla y el compás de muy mala gana y comienza a realizar el ejercicio. Erróneamente, abre el compás, marca diez centímetros sobre la regla y, a continuación, no sin ciertas dificultades, consigue trazar una circunferencia algo defectuosa sobre la superficie del papel) ¿Ves qué fácil era?

            Eduardo echa un leve vistazo a la figura geométrica torpemente dibujada. Luego, una vez más, vuelve a mirar a Blanca. Durante un instante, la mirada de ambos se cruza fugazmente. Ninguno de los dos sonríe ni hace el menor gesto. Blanca regresa a la pantalla de su portátil. Eduardo contempla en silencio al niño.

NIÑO: (Con infantil suficiencia) ¿Algo más?

EDUARDO: Bueno, para terminar por hoy, intenta resolver este problema… (Le alcanza un lápiz y otra hoja) Toma nota…

NIÑO: Espera, espera… (Agarra la hoja en blanco y el lápiz)

EDUARDO: Un tren recorre una distancia de quinientos kilómetros en una hora, con trescientos litros de combustible en sus depósitos. ¿Qué distancia recorrerá el mismo tren en el mismo tiempo si lleva la mitad de combustible?

NIÑO: ¿Puedes repetírmelo, por favor? Me he perdido a mitad de trayecto… (Tras hacer este último comentario, el chico se echa a reír. Eduardo no puede evitar secundarle y los dos estallan en una risa distendida, relajada. Blanca levanta la vista del teclado y les contempla con una sombra de extrañeza marcada en su rostro)

2

            En la oscuridad del dormitorio de Blanca y Eduardo sólo brilla la luz fosforescente de los números digitales del despertador de una de las mesillas de noche.

BLANCA: ¿No puedes dormir?

EDUARDO: No.

BLANCA: Te preocupa Javier, ¿verdad?

EDUARDO: Sí.

BLANCA: Crees que la medicación no le hace ningún efecto, ¿no?

EDUARDO: Ya oíste al médico, esto en cuanto empieza no tiene marcha atrás.

BLANCA: ¿Entonces? ¿Qué vamos a hacer?

EDUARDO: Nada. Lo mismo que hemos venido haciendo hasta ahora.

            De repente, en la habitación se hace un silencio absoluto, prolongado, angustioso.

BLANCA: Pero, Eduardo, cariño, yo no sé si voy a ser capaz de soportarlo… Estoy contigo hasta donde haya que ir… Al infierno, si es preciso… Pero no sé si estoy preparada para esto…

EDUARDO: Nadie está preparado, cielo.

BLANCA: Abrázame, cariño. Por favor, abrázame…

EDUARDO: Te quiero.

BLANCA: Y yo a ti…

            Los dos se sumergen en un abrazo intenso, lleno de caricias y de besos cálidos. Poco a poco, el dormitorio se sume en el deseo y en una intimidad de respiraciones entrecortadas y gemidos dulces.

3

            Sobre el escenario, completamente a oscuras, la luz del foco ilumina al niño que hemos visto en el primer cuadro, vestido con el mismo pijama. Ahora aparece sentado en el suelo, con las piernas flexionadas, una encima de otra, y ambos codos apoyados sobre los muslos. Sostiene su cabeza, ligeramente inclinada hacia abajo, entre las palmas de las manos, en actitud pensativa. Sus ojos están cerrados. Desde el fondo del escenario, envuelta en la penumbra, se aproxima poco a poco, sigilosa, una figura. Al encontrarse junto al niño, bajo la luz del foco, descubrimos que se trata de una mujer, guapa, elegante, de unos veintipocos años. Ésta se acerca hasta él y le acaricia el pelo con dulzura. Se pone en cuclillas. Pasa sus manos con suavidad por las mejillas del niño. Susurra su nombre varias veces: "Javier… Javier… Javier…" De repente, el niño levanta la cabeza y abre mucho los ojos, temeroso, sobresaltado.  

4

            El escenario es ahora la cocina de la casa. Eduardo sirve el desayuno en la mesa. Sobre el mantel de motivos infantiles pone la cafetera, un par de tostadas en sendos platos y dos vasos de jugo. Poco después, entra el niño. Viste con ropa deportiva.

EDUARDO: Siéntate, yo te sirvo.

NIÑO: No soy ningún inútil, ¿sabes? (Abre la nevera y de su interior saca un bote de leche) ¿Me alcanzas un vaso de la encimera, por favor? (Eduardo abre el aparador, coge un vaso y se lo da) Gracias. (El niño se sienta en una de las sillas y se sirve un vaso de leche hasta arriba)

EDUARDO: He hecho tostadas.

NIÑO: No tengo hambre.

EDUARDO: Tienes que comer algo.

NIÑO: Pero no me apetece. Es muy temprano para mí (Bebe un poco de leche). Sabes que cuando salgo tan pronto no tomo nada.

EDUARDO: (Que se ha sentado frente al chico y unta el pan con mantequilla y mermelada, sin tampoco tener aparentemente ganas de probar bocado) ¿Dormiste bien?

NIÑO: Más o menos. Volví a soñar con esa mujer…

EDUARDO: ¿Ah, sí? (Se sirve café. Las tostadas, ni las toca) ¿Volvió a hablarte?

NIÑO: Sí, me llamó por mi nombre. Ya te he dicho que me conoce, aunque yo no sé quién es. Su cara no me suena de nada. Me desperté antes de que dijera algo más. Siempre me despierto antes de que pueda averiguar quién es.

EDUARDO: Ya… ¿A qué hora te vienen a buscar los del centro?

NIÑO: (Da un segundo y largo sorbo al vaso de leche) A las nueve en punto.

            Entre ambos surge un umbral de silencio. Ninguno de los dos pronuncia palabra. Eduardo bebe café a pequeños sorbos.

NIÑO: (De pronto, deja el vaso sobre la mesa, sin haber bebido más de la mitad, y se levanta) Tengo que irme…

EDUARDO: No has comido nada.

NIÑO: No te lo vuelvo a repetir. No tengo ningún apetito y, además, a media mañana, las chicas del centro nos dan un segundo desayuno y ese sí que no me lo pierdo. Ponen bollos de crema… (El chico dice esto último abriendo mucho los ojos y enarcando las cejas con exageración)

EDUARDO: (En un resignado tono reprobatorio) Sabes que no es bueno para tu salud estar comiendo esos dulces.

NIÑO: (Haciendo caso omiso de la recomendación) Bueno, hasta luego. Me voy…

            Eduardo observa cómo el chico sale de la cocina como un tiro. Apura un último sorbo del café y se levanta de prisa. Atraviesa el salón principal de la casa y llega hasta la puerta de la vivienda, en la que el niño está colocándose con cierta dificultad una mochila. Eduardo se acerca y le ayuda a sujetarse correctamente la bolsa a la espalda. El muchacho tira del picaporte y abre la puerta de acceso a la calle.

EDUARDO: Luego nos vemos.

NIÑO: Hasta más tarde.

            Eduardo cierra la puerta.

5

            Son las últimas horas de la tarde. Eduardo es el primero en regresar a casa. No encuentra a nadie. Mira su reloj. Se despoja de su chaqueta y se pone cómodo. Se mueve con cierta impaciencia entre el silencio. Va a la nevera, saca una cerveza, la abre. Se sienta en el cómodo sofá de la sala de estar. Ojea unas revistas. Enciende el televisor. Es una monstruosa pantalla de colores increíbles. Eduardo teclea el mando a distancia sin mucha convicción. De repente, parece que su atención se detiene ante las imágenes de un paisaje: un acantilado junto al mar, tomado desde un helicóptero. La intensidad del color y la luz brillante de un sol de verano convierten la pantalla del monitor en una ventana abierta a la naturaleza. Es como si en el centro del salón hubiese una costa rocosa y se escuchase la respiración cadenciosa y profunda de las olas. Sin embargo, Eduardo termina por mostrar escaso interés y apaga la pantalla. El ruido sosegado del mar cesa en un segundo.

            Alguien entra en ese momento en la casa. Se oye el cascabeleo de las llaves en la cerradura. Eduardo se levanta del asiento. De inmediato, se escuchan pasos apresurados. La puerta se cierra y en el salón entra Benjamín, un niño de ocho años. Se acerca hasta él y le da un beso.

EDUARDO: ¿Qué pasa, tigre? ¿Qué tal el colegio?

BENJAMÍN: Bah, lo de siempre.

Ante el aparente desconcierto de su padre, el chico sale disparado hacia el interior de la casa. En el salón irrumpe Blanca, con un bolso negro con una larga asa, donde lleva el portátil, y su chaqueta y otro bolso de mano, colgados ambos de un brazo. Trae un aspecto cansado.

EDUARDO: ¿Y tú qué tal, cariño? (Se acerca hasta ella. La besa con familiaridad y la ayuda a quitarse de encima el bolso del ordenador portátil)

BLANCA: ¡Uf!

BENJAMÍN: (Que vuelve a entrar atropelladamente en el salón) ¿Dónde está? ¿Se ha ido?

            Eduardo y Blanca se cruzan una mirada de sorpresa. Se produce un significativo silencio. Él es el primero en reaccionar.

EDUARDO: (Tratando de transmitir tranquilidad) Tranquilo, hijo. No te preocupes, tu madre y yo hemos decidido que Javier se quede durante una temporada en el centro. Allí tiene a todos sus amigos y nos lo había pedido hace tiempo, ¿verdad, cariño?

BLANCA: (A quien se le nota que no está del todo convencida de sus propias palabras) Sí, claro, por supuesto. Le apetecía pasar más tiempo con sus colegas. Él nos lo pidió y los dos pensamos que era lo mejor para él.

BENJAMÍN: ¿Y por qué no me dijisteis nada? Le había prometido que le conseguiría una cosa y, ahora, ¿cómo se la doy? (Eduardo y Blanca vuelven a intercambiarse miradas)

EDUARDO: Bueno, hijo, eso no va a ser ningún problema… Un día de estos, si te apetece, lo podemos ir a visitar.

BLANCA: Claro, el que no esté aquí, con nosotros, no significa que no podamos irlo a ver, de vez en cuando… Él mismo nos lo dijo. Podíamos ir al centro siempre que quisiéramos.

BENJAMÍN: Vale… (Haciendo una divertida mueca de dolor, mientras se lleva la mano al vientre) Tengo hambre, mamá…

BLANCA: (Dibujando una tierna sonrisa) Sí, cariño, vamos a preparar la cena, pero antes te quitas esa ropa, te bañas y te pones el pijama.

BENJAMÍN: (Cuadrándose y haciendo el saludo militar) ¡A la orden!

            El muchacho sale corriendo hacia su cuarto a una velocidad vertiginosa. Eduardo y Blanca vuelven a intercambiar una mirada de silenciosa complicidad. La relajada expresión de sus rostros revela que un momento de máxima tensión ya ha pasado.

6

            Eduardo, Blanca y su hijo, Benjamín, recorren los pasillos del centro. El niño lleva entre las manos una pequeñísima caja, envuelta en papel de regalo. Les acompaña una señorita alta y guapa, que viste completamente de blanco. El pasillo bordea un hermoso patio interior, con plantas y flores llamativas, en cuyo centro destaca una fuente de piedra de la que mana un simpático chorro de agua. A lo largo del pasillo, los tres visitantes se encuentran con varios niños y niñas que pasean solos, en silencio, o van llevados de la mano por otras señoritas vestidas de blanco. Mientras se aproximan a la habitación en la que se encuentra Javier, la joven enfermera conversa con Eduardo. 

ENFERMERA: Desde que se instaló definitivamente aquí, Javier ha mejorado mucho. Ya lo verán.

EDUARDO: Pero el doctor nos ha dicho que, aunque sus habilidades manipulativas y su nivel de psicomotricidad han progresado, no está ocurriendo lo mismo con su capacidad retentiva.

ENFERMERA: Eso es cierto, señor, aunque es algo contra lo que, desgraciadamente, no podemos hacer nada. Su memoria a corto plazo cada vez es más pequeña. Sin embargo, demuestra una gran habilidad para las tareas que exijan el uso de ambas manos. Dé gracias a Dios que la enfermedad no haya limitado la autonomía de sus movimientos.

BLANCA: Entonces… ¿No será capaz de reconocernos?

ENFERMERA: (Tratando de transmitir la mayor serenidad) Oh, sí, descuide. Su cerebro alberga zonas repletas de luz y gran parte de la información almacenada permanece intacta.

BENJAMÍN: Es como un ordenador al que le ha entrado un virus, ¿verdad?

ENFERMERA: (Sonriendo al muchacho con exagerado entusiasmo) Eso es, cariño. ¡Exacto! Yo no lo hubiese descrito con mayor precisión.

EDUARDO: (Visiblemente enojado) Lo que pasa es que aquí hay un pequeño detalle que ha pasado usted por alto, señorita…

ENFERMERA: (Que vuelve a sonreír con la misma expresión de condescendiente autocontrol) Beatriz Fernández… Aunque puede llamarme Beatriz, si lo prefiere.

EDUARDO: Verá, Beatriz, en toda esta completa y exhaustiva explicación que nos ha venido dando desde que hemos llegado y que, personalmente, le agradezco, ha olvidado usted un pequeñísimo e insignificante detalle…

ENFERMERA: (Sin dejar de sonreír) ¿A qué se refiere, señor Suárez?

EDUARDO: A que Javier, su paciente, no es ninguna máquina, señorita.

            Inmediatamente, la sonrisa impostada desaparece del rostro de la enfermera. Ésta se detiene. Por unos segundos parece que va a decir algo pero no pronuncia palabra. Continúa con paso firme a lo largo del tramo de pasillo que queda hasta la puerta de una habitación. Se detiene ante ella. Con extrema frialdad, sus labios trazan un amago de sonrisa que resulta tan fingida como siniestra. Tras abrir la puerta, la mujer levanta el brazo en señal de invitación.

ENFERMERA: Ya hemos llegado, señores. Pueden pasar.

            En el interior del cuarto, sobria y austeramente amueblado, se encuentra el niño que ya conocemos. Vestido con la misma ropa deportiva que llevaba la última vez, permanece sentado en una silla, inclinado sobre un modesto escritorio, mientras dibuja garabatos sobre una hoja de papel.

ENFERMERA: (Que ha entrado en la habitación después que los demás) Javier, tienes visita. Ha venido a verte tu familia (El chico apenas levanta la cabeza del escritorio). Les dejo, querrán estar a solas con él. Si necesitan algo, ya saben dónde encontrarme.

            La mujer se retira esbozando otra sonrisa, tan cariñosa y suave como una cuchilla de afeitar, y cierra la puerta al salir. Eduardo, Blanca y Benjamín permanecen inmóviles unos instantes, contemplando en silencio al niño que apenas les presta la menor atención, entretenido como está con el dibujo que se trae entre manos. Finalmente, es Benjamín quien se atreve a acercarse hasta el muchacho.

BENJAMÍN: Hola.

NIÑO: (Levantando tímidamente la cabeza) ¿Ya se ha ido?

BENJAMÍN: (Con extrañeza) ¿De quién hablas?

NIÑO: La mujer. ¿Ya se fue?

BENJAMÍN: (Que cae en la cuenta) Ahh… Te refieres a la enfermera… Sí, ya se ha ido, ¿por qué?

NIÑO: (Mirando a los tres con temor, como si estuviera a punto de llorar) No me gusta. No es buena conmigo. No es buena con nadie.

BENJAMÍN: (Quien echa una rápida mirada a sus padres) Sí, creo que nos hemos dado cuenta de eso, ¿verdad? (Eduardo y Blanca miran un tanto perplejos a su hijo sin saber qué hacer ni qué decir) De todas formas, no importa. Nosotros estamos aquí para ayudarte.

NIÑO: (Que no puede evitar mirar al chico con cierta incredulidad infantil) Oye, niño, ¿y tú quién eres? (Un sobresalto de terror, de miedo instintivo, parece haber cogido por sorpresa a Eduardo y a Blanca, que contemplan ahora la escena con espantada inquietud. Ella incluso le agarra el brazo con fuerza, como si hubiese sido sacudida por una poderosa descarga interior)

BENJAMÍN: (Con naturalidad) Soy Benja, ¿no te acuerdas?

NIÑO: (Negando con la cabeza) No, no sé…

BENJAMÍN: Bueno, bueno, ya te acordarás… Al menos, espero que no te hayas olvidado de esto… (Le tiende al chico la pequeña caja que trae empaquetada. Con timidez, el otro niño se atreve a cogerla. La coloca sobre la mesa y empieza a abrirla con rapidez) La señora ésa tenía razón: los dedos los mueves tan deprisa como yo…

            Benjamín vuelve a mirar a sus padres. Les guiña un ojo, mientras les lanza una sonrisa de complicidad. Los dos, profundamente conmovidos, apenas se atreven a sonreír muy ligeramente, con pudor, como si temieran romper, con un gesto torpe, la magia del momento al que están asistiendo.

            El niño logra desenvolver la cajita y de su interior extrae una canica de un tamaño superior al normal. Encerrado dentro de ella hay un diminuto globo terráqueo. El muchacho, cuyo rostro se ilumina con una amplia sonrisa, se acerca la bola de cristal a sus ojos para poder verla mejor.

NIÑO: (Que sostiene la canica entre los dedos, sin dejar de observar su interior) Gracias. Es preciosa.

BENJAMÍN: Ya lo creo. Me ha costado más de la cuenta… Al final, El Flipas me obligó a cambiársela por toda mi baraja de El Señor de los Anillos. Se quedó con todo el mazo, el muy… Con el trabajo que me llevó reunir el juego completo… En fin, tú mismo me enseñaste que lo que mucho cuesta pronto se va…

NIÑO: (Sin dejar de sonreír) Me gusta. Y aquí dentro vivimos nosotros, ¿verdad? Me gusta, me gusta… (El muchacho no puede dejar de sonreír y comienza a asentir con la cabeza. Benjamín lo imita. Ambos miran a Eduardo y Blanca, cuyos rostros se llenan también con la energía que irradia la sonrisa ingenua del chico. Blanca ha bajado la mano por el brazo de su marido. Ahora cada uno agarra fuertemente la mano del otro) Vivimos aquí, aquí dentro… Qué pequeño, ¿verdad? (Añade el chico mientras vuelve a centrar su mirada en la bola de cristal que contiene al mundo)

7

            Eduardo se encuentra en el despacho del doctor Ignacio Balaguer, un individuo próximo a los sesenta años, de aspecto afable pero de expresión seria. Los separa una amplia mesa de madera noble, cubierta de dossiers, carpetas, portarretratos y una pantalla de ordenador con su correspondiente teclado. Ambos hombres permanecen sentados. Junto al médico, de pie, la enfermera Beatriz Fernández, en completo silencio, mantiene un evidente rictus de contrariedad, mientras el facultativo charla con Eduardo.

DOCTOR: Señor, Suárez, queda claro que se lleva usted al paciente bajo su absoluta responsabilidad…

EDUARDO: Descuide, asumo todos los riesgos que haya que asumir.

DOCTOR: Pero es consciente del estado en que actualmente se encuentra y que, lamentablemente, habrá de agravarse con el transcurso del tiempo…

EDUARDO: Lo sé, doctor. Pero lo he hablado con mi esposa y ella también piensa que lo mejor es que nos lo llevemos a casa. Naturalmente, seguirá viniendo de vez en cuando al centro a continuar con el tratamiento y con el programa de ejercicios. Aunque creemos que una estancia permanente aquí no sería lo más adecuado para él.

DOCTOR: Sobra decirle que va a terminar convirtiéndose en una pesada carga para ustedes…

EDUARDO: (Que esboza una suave sonrisa) Sí… Lo sabemos, doctor, somos perfectamente conscientes de ello pero usted también debe entender que somos su familia y nos necesita y nosotros lo necesitamos a él.

DOCTOR: (Que responde con otra tibia sonrisa) Por supuesto, señor Suárez…

EDUARDO: (Haciendo ademán de levantarse) Pues si no tiene nada más que decirme… (Eduardo se levanta) Con su permiso, me voy. Mi familia me está esperando ahí fuera para que nos marchemos a casa.

DOCTOR: (Se levanta y le tiende la mano, que Eduardo le estrecha amistosamente) Faltaría más… Como siempre, ha sido un placer, señor Suárez. Y si necesita cualquier cosa ya sabe dónde encontrarme.

EDUARDO: Sí, muchas gracias, señor Balaguer… Señorita Fernández… (Eduardo asiente con la cabeza y sonríe a la enfermera en señal de respetuosa despedida) Volveremos a vernos. Hasta la próxima.

            Eduardo levanta la mano para despedirse por última vez del doctor, se da la vuelta y se dirige a la puerta para salir del despacho. La abre unos centímetros pero antes de salir por ella se vuelve hacia atrás.

EDUARDO: Ah… Se me olvidaba. Ya no hace falta que lo vayan a buscar a mi casa para traerlo hasta aquí. Yo mismo me encargaré personalmente de hacerlo. Adiós.

            Tras sonreír por última vez, Eduardo gira sobre sí mismo, sale de la habitación y cierra la puerta.

8

Volvemos al mismo escenario del principio de esta historia: la sala de estar de la casa. Sin embargo, a diferencia del cuadro inicial, ahora Blanca, envuelta en la misma bata con flores estampadas, está sentada en la mesa, junto a Javier, el niño. Éste, vestido con un pijama de adulto y un batín oscuro, parece estar muy cansado y apoya la cabeza sobre sus manos cruzadas y extendidas sobre la mesa. Blanca, que se sienta a su izquierda, le acaricia el hombro con ternura maternal. Eduardo aparece en el salón llevando entre las manos una preciosa caja de madera, que tiene talladas unas figuras geométricas de colores.

EDUARDO: Bueno, bueno, bueno… (Se sienta a la derecha del niño. Se extraña al verlo tan cansado y mira a su mujer, quien pone cara de circunstancias. Toca al chico en la coronilla, éste levanta lentamente la cabeza) ¿Estás dormido?

NIÑO: (Murmurando para sí) Estoy muy cansado…

EDUARDO: (Mostrando la caja) ¿Quieres que dejemos el juego de las caras para mañana?

NIÑO: No, por mí podemos jugar… Pero no mucho, me muero de sueño (El chico bosteza de forma escandalosa)

EDUARDO: (Colocando la caja en el centro de la mesa) Vale, vamos a ver… (Levanta la tapa y vemos que la caja contiene un montón de fotografías. Luego, Eduardo se pone a escarbar con sus dedos entre ellas) A ver… a ver… Ésta… (Del compacto montón de fotos, extrae una imagen en blanco y negro de un chiquillo de unos siete años, que entrega al niño. El muchacho de la foto guarda cierto parecido con Benjamín) Bueno, ¿sabes quién es éste niño?

NIÑO: (Que sostiene la fotografía entre sus dedos) Es… es… Benjamín… (Al dar la respuesta, el chico se queda como exhausto)

EDUARDO: (Que lo mira esbozando una sonrisa de satisfacción) Sí, bueno… Más o menos… Soy yo con siete años… (El chico lo mira sin entender exactamente lo que le trata de decir Eduardo) Vamos con otra. A ver… (Eduardo vuelve a rebuscar entre las fotografías y saca un retrato de un señor muy serio, de unos cuarenta y tantos años, también en blanco y negro) Atento ahora… (Pone la foto en manos del chico) ¿Y éste? ¿Quién es este caballero tan guapo?

NIÑO: (Sostiene la foto unos segundos) No sé… No sé quién es…

EDUARDO: ¿Estás seguro de que no sabes quién es? (Eduardo mira con cierta angustia a Blanca, quien le devuelve una mirada manchada por evidentes motas de un temor feroz, incontrolable) A ver, piensa un momento…

NIÑO: (Negando con la cabeza. La foto se le cae de las manos y queda sobre la mesa) No sé, estoy muy cansado…

EDUARDO: (Que se muestra preocupado) Bueno, no importa. Vayamos con la última, ¿te parece? (El chico inclina la cabeza, sin mucha convicción, en señal afirmativa) A ver… (Los dedos de Eduardo recorren nerviosos toda clase de fotos familiares hasta que se detienen ante el retrato antiguo de una atractiva señora de unos veintitantos años, fotografiada hace mucho tiempo) ¿Y ésta? ¿Quién es esta mujer, papá?

NIÑO/PADRE: (Que tiene los ojos clavados sobre la foto de la mujer. Pasan unos segundos. Una sonrisa conmovedora enciende su rostro) Ella es Julia. Es Julia… Julia… (Mirando al hijo con una sonrisa de triunfo) Es la mujer de mi sueño, Eduardo… Es ella… Julia… Julia…

El niño, que es ahora un anciano casi octogenario, menudo y algo encorvado, vuelve a mirar embelesado la foto, ante la mirada feliz, esperanzada, de su hijo y de su nuera. Eduardo, que a duras penas es capaz de contener las lágrimas, besa a su padre en la mejilla, mientras que con una mano agarra con fuerza las de su padre, que continúan aferradas a la foto, y con la otra le acaricia la espalda con delicadeza.

NIÑO/PADRE: (Sin dejar de sonreír) Julia…

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