A Carlos Matallanas, in memoriam, que vivió, amó, jugó al fútbol y escribió en un parpadeo, que es lo que dura la existencia humana entre dos eternidades de oscuridad
En el actual relato, entre distópico y espeluznante, en que sus actores principales han convertido esta apariencia de realidad (donde tanto abundan los cínicos, los cobardes y los criminales -acaso el crimen es directa consecuencia de la cobardía o el primero sea hijo bastardo de la segunda), apenas queda resquicio para la esperanza, tal vez porque, en su afán desquiciado de patrimonializar el dolor siempre ajeno en beneficio propio, la repugnante banda de indeseables que rige los destinos de la ciudadanía (a la que constantemente se engaña, expolia y aniquila cual dócil mesnada de borregos en nombre del interés público o de la salud pública) ha hecho de ella (de la insensata creencia de que algún día cesará esta pesadilla atroz) vulgar mercancía con la que mantener a raya la incertidumbre, la duda, y, en definitiva, la desconfianza en una presunta selección de líderes abnegados y generosos que, en verdad, no pasan de conformar una desdichada e infame caterva de sociópatas, delincuentes, ineptos y golfos sin escrúpulos.
Vivimos pues en el peor de los tiempos y ya lo dejó escrito Dickens: “esta es la edad de la sabiduría y también de la locura; la época de las creencias y de la incredulidad; la era de la luz y de las tinieblas; la primavera de la esperanza y el invierno de la desesperación”. Aunque, a diferencia de la Europa evocada en las páginas de Historia de dos ciudades, aquella época no era tan parecida a la actual, ya que nuestras más notables autoridades no insisten en que, tanto en lo que se refiere al bien como al mal, sólo es aceptable la comparación en grado superlativo, porque, por lo general, en las actuales circunstancias, éstas no actúan por imperativos morales, salvo que le otorguemos al dinero una naturaleza deontológica de la que carece por completo.
Hueros de motivos para el optimismo e inmersos en la enésima ola de esta pandemia que amenaza con eternizarse gracias a una catastrófica convergencia (i unió) de tropelías, impericias e insidias de la peor calaña, apenas nos queda evocar la belleza perdida de un mundo que se destruye a sí mismo sin que nadie quiera poner remedio. Tan solo en la simple (y gratuita) contemplación de la naturaleza, de su paisaje aún virgen o de sus criaturas indómitas; en la confortable seguridad que proporciona el roce y goce con los seres queridos; y en el deleite vivificador que el arte brinda a quien lo disfruta sin ataduras ni prejuicios, puede uno soportar este lento e imparable regreso a la cueva, a la servidumbre y al temor con que la especie encaró, en buena parte a ciegas y a dentelladas, el desafío de su propia evolución.
Asistimos, entre la desolación y la impotencia, a un retorno a los orígenes del homo sapiens, a la recuperación (interesada y forzosa) de miedos atávicos que creíamos haber dejado muy atrás, en nuestra adolescencia de simio rebelde (con causa). Retrocedemos, intimidados y confinados, al germen embrionario de un universo en continua expansión que parece llegar a un callejón sin salida y que nos obliga a agachar la cabeza y rendir tributo de nuevo al jefe de la tribu y al brujo de la manada.
Y no deberíamos resignarnos a este final indigno, a esta podrida mansedumbre de corderos en línea recta hacia el matadero.
Por eso, encuentro aleccionador el ejemplo del individuo al que van dedicadas estas líneas. El tipo que afrontó la continua y silenciosa agonía de sus siete últimos años con el coraje de un guerrero que se niega a doblar la rodilla, como él mismo frente a un enemigo implacable (la puñetera Esclerosis Lateral Amiotrófica) al que no concedió la más mínima ventaja, aunque para ello tuviese que escribir con las pupilas, letra a letra. Desprovisto desde chico de cualquier forma de fe religiosa, Carlos Alberto Gómez Matallanas plantó cara a la muerte sin la ayuda de ningún dios que le sirviera de consuelo o de chivo expiatorio al que cargarle la culpa.
Sin embargo, tampoco descarto (porque en esta vida, tan leve como el parpadeo que le permitía a este magnífico periodista fijar cada punto y aparte, se dan muy pocas certezas definitivas sobre las cuestiones clave de la propia existencia) que ese mismo Dios que Carlos aseguraba ignorar fuese tal vez la secreta fuerza motriz que impulsara su cerebro en un cuerpo moribundo y el mismo que, según testimonio de un sollozante Edson Arantes Do Nascimento ante las cámaras del documental Pelé (David Tryhorn, Ben Nicholas, 2021), lo ayudó a entronizarse como el único rey con derecho a ser a sí llamado en este desgraciado planeta, en una inolvidable y soleada tarde de junio de 1970, en el estadio Azteca, ciudad de México, al frente de un irrepetible equipo de jugadores que hacían del fútbol una maravillosa expresión de poesía con el balón en los pies.