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El callejón
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¡Vivan las caderas!

Excelente y divertidísima parodia del rey Juan Carlos I, perpetrada con cariño e ingenio por el humorista José Mota, a costa del film “El discurso del rey”. Un divertimento regocijante cuyo visionado a todos nos llena de orgullo y satisfacción.

Si exceptuamos a los hermanos Alfonso y Felipe, criados en el inagotable vivero del Ramiro de Maeztu y terminados de pulir en el Real Madrid, para mayor gloria del baloncesto patrio, España no ha tenido excesiva fortuna con los reyes, ni con las reinas. De hecho, la bochornosa experiencia vivida en tiempos de Isabel II llevó a los redactores de la constitución de 1978 a recuperar una ley promulgada por Clodoveo I, monarca francés del siglo VI, que impedía expresamente a las féminas el acceso al trono.

En contra de lo que apuntan algunos cortesanos, el nuestro es un país que nunca ha sentido especial simpatía por la Corona. Es cierto que monárquicos los ha habido siempre, ya que de todo ha de haber en la viña del Señor y así los hay que nacen con vocación de súbditos, con afán de obedecer y con un innato complejo de inferioridad que los lleva a rendir pleitesía a quienes de su parte reciben un tratamiento distinguido por razón de cuna y son respetados y venerados con una devoción casi religiosa por este rebaño de gregarios hasta la sepultura.

Escarmentados por las tropelías de un miserable que pasó a la historia universal de la infamia con el nombre de Fernando VII (ilustre antepasado Borbón de nuestro actual y maltrecho rey Juan Carlos), los españoles, que llegaron incluso a gritar en público aquel triste y penoso lema de ¡Vivan las cadenas!, cuando el canalla regresó a Madrid para restaurar el absolutismo y asesinar con premeditación y alevosía a los mismos que habían luchado en su maldito nombre para derrocar a Napoleón, entraron en el siglo XX mirando de reojo y con cierto desprecio a la familia real. No olvidemos que el abuelo de nuestro Jefe del Estado aceptó reinar en compañía de un dictador (Miguel Primo de Rivera) y luego tomó el largo e inhóspito camino del exilio en cuanto pintaron bastos y a prisa y corriendo se proclamó una República demasiado avanzada para un país, en general, pobre, atrasado, analfabeto y con el alma partida en dos.

La guerra civil y el posterior régimen franquista supusieron un frenazo brutal a las aspiraciones de una minoría intelectual que creía que la civilización y el progreso de las naciones se basaban en una ciudadanía educada en la libertad y en la tolerancia y en una sociedad en la que todos sus miembros han de tener las mismas oportunidades.

Nada de eso se cumplió durante el franquismo: un sistema totalitario y autárquico, al que favoreció la devastación de Europa, tras la II Guerra Mundial, y la cruzada anti-soviética emprendida por EE.UU. y sus aliados en la década de los cincuenta.

En medio de esta coyuntura, el general Franco, que detestaba profundamente a Juan de Borbón (su desmedida afición por el alcohol y las mujeres le recordaban en demasía a su propio padre), sólo aceptó el retorno del rey en la persona de su hijo, Juanito, a quien el Caudillo tuteló como si se tratase del varón que nunca tuvo. A su muerte, y enterrado con él todo lo que significaba un régimen que se había convertido en un anacronismo incómodo, volcán extinto en pleno corazón del Mercado Común, a Juan Carlos sólo le quedó la alternativa de reimplantar una democracia a su medida: es decir, una monarquía parlamentaria, a la inglesa o a la nórdica, en la que el rey reina pero no gobierna, ostenta la más alta representación del Estado y arbitra y modera el normal funcionamiento de sus instituciones.

A decir verdad, Juan Carlos I ha desempeñado su labor con cierta dignidad y una más que aceptable discreción durante treinta y cinco años. Sin embargo, por mucho que le duela aceptarlo, hace tiempo que llegó el momento de la retirada, de entregar el cetro a Felipe VI, porque, de persistir en su insensato aunque comprensible deseo de perpetuarse en el trono, seguirá dañando el prestigio que a su familia tanto esfuerzo le costó en recuperar, hipotecará (y quién sabe hasta qué punto) y malogrará el futuro de su sucesor y, lo que es peor, la interminable sucesión de implantes de titanio que tendrán que colocar en su desvencijado cuerpo, para remendar su débil salud, terminarán por convertirle en el primer rey biónico de la dinastía, en una especie de Roborboking: mitad hombre, mitad máquina, todo majestad.

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