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El callejón
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Conversación para después de

“Non, je ne regrette rien” (“No, no me arrepiento de nada”), compuesta en 1956 por Charles Dumont y con letra de Michel Vaucaire, es universalmente conocida en la versión de Édith Piaf, de quien se han cumplido cincuenta años de su desaparición.

A Édith Piaf, in memoriam, y a Lidia Pestano, con cariño

Hace un rato que han terminado pero él continúa encima de ella. Sus dedos le pellizcan dulcemente un pezón. Ella emite un levísimo gemido.

Él apoya su peso en las muñecas y se acuesta a un lado. Coloca la almohada con cuidado y queda boca arriba: su cuerpo es un islote de carne sobre las sábanas, en el que destaca el relieve de su vientre descuidado.

Los dedos de ella describen suaves círculos concéntricos en las mejillas de él, quien, por su parte, pasa las yemas entre su melena rubia, teñida, haciendo escurrir cada hebra del cabello a través de los dedos, en lo que parece una forma de buscarse, de reencontrarse antes de que la oscuridad se lleve sus rostros, sus orgasmos, y lo vivido sea un recuerdo por la mañana.

-¿Estás dormido?

-Casi.

-¿En qué piensas?

-En nada.

-¿Te ha gustado?

-¿Tú que crees? ¿A qué viene tanta pregunta?

-Me gusta hablar contigo. Eso es todo -ella se incorpora y apoya su espalda contra la cabecera de la cama. Le acaricia el pecho y roza las uñas, pintadas de rojo burdeos, por su piel poblada de pelos negros.

-A mí también me gusta hablar contigo pero hoy estoy muy cansado.

-¿Te gusta follarme?

Pasan unos segundos.

-¿Qué decías?

-Te preguntaba si todavía disfrutas haciendo el amor conmigo.

-¿Tú que crees?

-Tú qué crees, tú qué crees… Parece que no sabes decir otra cosa.

-Entiéndeme, cariño. A duras penas me mantengo despierto y tú te empeñas en someterme a un primer grado… Y justo ahora -el brazo de él busca su cara, puntea sus pómulos con los nudillos-. Claro que me sigue gustando hacerlo contigo. ¿Estaría aquí si no me gustase?

Ella besa su mano. La coge, la envuelve entre las suyas, la enjuaga de ternuras.

-Te quiero, Robert.

-Yo también a ti, Nuria.

-Te amo. Te amo como no he amado a nadie en mi vida.

-Yo también te amo -por un momento, el silencio entre ambos se hace un hueco sin preguntas, ni palabras-. Bien, y ahora que está claro que todo el mundo quiere a todo el mundo, ¿por qué no nos dormimos?

La sugerencia de él va a acompañada de la retirada del brazo. Las manos de ella se quedan acariciando la nada.

-Si me dices que me quieres y te gusta estar conmigo, ¿por qué pronuncias su nombre?

Él tarda en contestar.

-¿Qué nombre? -suspira resignado.

-Sabes perfectamente de quién estoy hablando.

-¿Cuándo he pronunciado yo su nombre?

-Antes, mientras jodíamos. Lo repetiste varias veces.

-¿Y eso te molesta?

-¿Tú que crees?

Él levanta la cabeza de la almohada, como un perro en alerta. Le coge las manos.

-Eso no significa nada, Nuria.

-¿Cómo que no significa nada? -ella se suelta, rechaza sus caricias.

-¿Dónde estoy? Aquí -él se incorpora-. Eso es lo que verdaderamente importa. Estoy aquí, contigo.

-Pues yo diría que más bien estás en otra parte.

-Parece mentira que digas eso. A veces te comportas peor que una chiquilla, joder. Entiéndelo: ella no significa nada para mí. Es una historia que terminó -intenta acariciarla de nuevo. Ella vuelve a huir del contacto con sus dedos-. Ahora sólo me importas tú.

-¿Y por qué la tienes que nombrar cuando estás haciendo el amor conmigo? ¿Ella lo hace mejor que yo?

-No lo sé. El cerebro es un misterio y no tengo ni idea de por qué tengo que nombrarla. Precisamente a ella, que en la cama era fría como un témpano. No como tú, mi amor, tú eres puro fuego -la besa. Se besan. Él posa su mano derecha sobre un seno. Ella se la quita con brusquedad.

-La quieres, ¿verdad?

-¿Cuántas veces te lo tengo que repetir? Te lo he dicho un millón de veces: olvídate de ella, piensas más en ella que yo.

-¿Y por qué sigues casado?

-No empecemos, ¿eh? Por favor, Nuria. Sabes perfectamente que es ella la que se niega al divorcio. Es imposible hablar con esa mujer. Esa bruja en seguida te echa encima a los hijos. Ellos son su arma y su escudo. Me los lanza, me los tira a la cara, a mis propios hijos, y con eso lo justifica todo. Maldita la puñetera hora en que me casé.

-Y si no la querías, ¿por qué lo hiciste?

-La quería. Pero eso ocurrió hace siglos. Yo era otro y ella también.

-¿Sabes una cosa? A veces pienso que todavía estás enamorado de ella.

El hombre no puede contener una carcajada.

-Lo siento, cariño, no quería ser grosero pero el solo hecho de pensarlo me causa risa.

-Pues yo no le veo la gracia por ningún sitio.

-Pero cómo puedes pensar… cómo se te ocurre una cosa así: yo, enamorado de Rita… Parece un chiste.

-Tan gracioso no es cuando aún piensas en ella cuando me estás follando.

-¿Vas a seguir con eso?

-¿Se puede saber qué coño quieres que diga? Oh, sí, querido, no importa que me hagas el amor mientras imaginas que estás con otra. Amor mío no me molesta: tú métemela y no te preocupes por nada… ¿Es eso lo que quieres? Pues estás muy equivocado si piensas así.

-No grites.

-No estoy gritando -en efecto, la mujer ha elevado tanto el tono de voz que no se da cuenta de que está gritando.

-Nos van a llamar la atención.

-¿A nosotros? ¿En este hotel? -la mujer rompe a reír en una sonora carcajada-. Si aquí todo el mundo viene a lo mismo: a gritar, a joder y a gritar. ¿Acaso no es la misma cosa?

-Bueno, vale, de acuerdo, pero no grites.

-Yo hablo como me da la gana.

En un intento que parece desesperado por calmarla él la agarra por los hombros.

-¡No me toques!

-¿Se puede saber qué coño te pasa?

-¿Que qué me pasa? ¿Y tú me lo preguntas? Qué simpático eres… Qué gracioso. Todo esto es tan divertido…

De repente, la mujer rompe a llorar. Estalla en un llanto incontrolado que arrastra consigo las líneas de maquillaje alrededor de sus ojos.

-Tranquila, cielo, que estoy aquí, contigo. No te preocupes. Tranquilízate -él trata de consolarla entre sus brazos y acaricia su pelo con dulzura-. Ahora, dime, sea lo que sea, explícame por qué te has puesto así.

Ella no responde.

-¿Es por algo que dije antes, cariño? -insiste-. Perdóname si he dicho o he hecho algo que te haya ofendido.

La mujer enciende la luz de la mesilla de noche que está por su lado de la cama. La luz blanca ilumina los dos cuerpos desnudos. Ella aparece sentada y ha recogido sus piernas entre las manos. Él recorre la frente de ella con sus dedos y con extrema suavidad.

-¿Crees que no te quiero, mi vida? ¿Crees que la quiero a ella sólo porque se me escapó su nombre? -la mujer levanta la cabeza de entre las rodillas y asiente con expresión de dolor-. Pero, ¿cómo puedes pensar eso? ¿Cómo se te puede ocurrir, mi amor? Yo solo te quiero a ti, tú eres la única mujer en el mundo a la que amo con todo mi corazón, con toda mi alma.

La besa con delicadeza en una mejilla, luego en otra y, finalmente, en los labios.

-Ella ya no significa nada para mí. Lo que pasa es que no me deja en paz. Me ha declarado la guerra y quiere quedarse con todo lo que es mío, empezando por mis hijos, y por ahí no paso. Mis hijos son tan míos como suyos. Y eso sí que no.

-Dijiste que era ella la que se oponía al divorcio.

-Claro, no quiere aceptar mis condiciones. Se niega a compartir la custodia. Si el juez no le da plenas garantías de que tendrá plenos poderes sobre mis hijos hasta que alcancen la mayoría de edad no consentirá en la separación. Y a mí no me da la gana de que ésa se salga con la suya.

-Pues no le hablabas con ese tono hace un rato.

-¿Con qué tono? ¿A qué te refieres?

-Cuando estabas encima de mí y me penetrabas. No le decías "ésa", ni "bruja". No utilizabas con ella ese tono de desprecio.

-No te entiendo, cariño -dice sin que parezca muy convincente-. Antes estaba contigo. He estado contigo todo el tiempo.

-Dime una cosa y, por favor, te pido que esta vez me digas la verdad -del semblante de ella ha desaparecido cualquier atisbo de tristeza: su rostro adquiere la inexpresividad de una máscara-. Tú no te piensas separar nunca de ella, ¿verdad? Jamás se te ha pasado esa idea por la cabeza, ¿no?

-Pero, qué dices, Nuria. Qué disparate -él, sin embargo, adopta otra actitud, que resulta teatral: grita, se retuerce en las sábanas como un pez atrapado en la red-. Que yo no me quiero separar de esa mujer… ¡Si la convivencia con ella es insoportable! ¡Vivir con Rita es el infierno! ¿Me oyes? ¡El infierno!

Él gesticula con grandes aspavientos de actor pasado de rosca y que no sabe qué hacer con las manos. El efecto es estrepitoso. Ella se baja de la cama.

-¿Adónde vas?

La mujer no responde, ni le mira a la cara. Camina los pocos pasos que la separan del baño. Una vez dentro, cierra la puerta.

Permanece en su interior un buen rato. Mientras, el hombre ha vuelto a acostarse sobre la cama y apoya la cabeza en el antebrazo. Echa un vistazo al reloj de pulsera que se encuentra en su mesilla de noche.

Ella sale del cuarto de baño y comienza a vestirse en completo silencio.

-¿Te vas? -le pregunta él.

-¿Tú que crees?

-Por favor, Nuria, déjate de comedias y dime qué te ocurre.

-Nada. Me equivoqué, eso es todo -su voz, firme, decidida, transmite indiferencia, una natural y seca indiferencia.

-¿En qué te equivocaste? Habla conmigo, por favor.

La mujer continúa vistiéndose. Él se reincorpora otra vez hasta quedar casi sentado sobre el colchón. Evoca la estampa de un Buda inquieto.

-¡Nuria! ¡Por favor! -dice en un tono que suena a súplica- ¿Por qué me haces esto? Sabes que te quiero, que yo sólo te quiero a ti. Por favor, Nuria…

-No finjas, Roberto. Si tú nunca has querido a nadie. Eres el ser más egoísta que he conocido.

-No sé a qué viene echarme en cara eso ahora. ¿Cuánto tiempo llevamos juntos? Nunca te habías puesto así conmigo.

-Ni siquiera lo recuerdas, ¿verdad? No me extraña, no me extraña en absoluto y, por favor, no utilices esa palabra.

-¿Cuál?

-Lo sabes muy bien.

-Tú has perdido el juicio -al escuchar esta última frase, ella se ríe. Se nota que es una risa forzada pero evidencia un poso de agrio sarcasmo.

-Puede ser que me haya vuelto loca. No lo dudo: a quién se le ocurre liarse contigo.

-No entiendo nada, Nuria.

-No entiendes nada porque no recuerdas nada. Porque ni siquiera sabes cuánto tiempo llevamos juntos. Porque, en realidad, nunca hemos estado juntos. Lo nuestro es vernos para hacer lo que tú ya sabes y punto. Ahí acaba todo. Ya son cuatro años en que ahí acaba todo.

-Pues tú bien que te lo pasas. Cualquiera diría que me odias por eso.

-Te equivocas, Roberto. Te equivocas de cabo a rabo… Y nunca mejor dicho -la mujer se ríe de su propia ocurrencia mientras se coloca con rápida precisión los pendientes-. Yo a ti no te odio, ni te desprecio, Roberto. Tú es que no entiendes nada. Nunca has comprendido nada.

-¿Qué es lo que no entiendo, puede saberse? Hace un momento estábamos los dos aquí, tan a gusto el uno con el otro, a mí se me escapa un nombre, que maldita la hora en que lo pronuncié, y te pones como una fiera. ¿Eso es lo que debo entender?

-Lo del nombre es lo de menos, Roberto. Qué más da. Conociéndote, seguro que te la tiras de vez en cuando: para algo está el vínculo, ¿no? Las obligaciones matrimoniales y toda esa mierda jurídica que tanto te gusta. Además, reconócelo, ¿a qué da morbo tener dos mujeres para uno solo? Hoy estoy con la parienta, en plan legal, y mañana me lo monto con la otra, en plan guarrete. Dímelo, ¿a qué es divertido? ¿No es emocionante?

-Eres injusta conmigo, Nuria. Yo nunca te ha tratado tan mal como para que…

-Ese es el problema, Roberto. Por una vez has acertado: tú nunca me has tratado, ni bien, ni mal. Me has tenido, como una de tus posesiones. Como todo lo que te rodea: tu esposa, tus hijos, tu coche…

-Parece mentira que digas eso después de todo lo que hemos compartido.

-No sigas por ahí, Roberto. No mientas más. Sólo hemos compartido unos cuantos polvos. Eso sí, muy buenos. Por ese lado, ya tú ves, mereció la pena. Porque otra cosa no, pero joder, joder lo haces de fábula, lo reconozco.

-Me defraudas.

-Pues bienvenido al club de los desengañados, chaval.

La mujer está completamente vestida. Se retoca el pelo ante el espejo de la habitación.

-No me puedo creer lo que estoy viendo -dice él.

-Pues créetelo, cariño, créetelo -ella saca del bolso un carmín con el que se repasa los labios. Él se levanta de la cama, se coloca justo detrás de ella, pasea la punta de sus dedos sobre los hombros de ella-. No intentes retenerme, Robert. Esta vez va en serio.

-Pero, ¿por qué?

-No te pongas melodramático, cariño, no hace falta -la mujer se zafa de las manos de él, que queda en pie ante su imagen en el espejo-. Si eres el primero que vas agradecer que salga de tu vida. Ahora podrás buscarte una chiquilla que te ponga cachondo y te la chupe bien. Eso es el sueño de todos los de tu edad.

-No te conozco, Nuria. No sé quién coño eres -le reprocha.

-Pues soy yo, Nuria Lobo, ¿no te acuerdas? ¿No me recuerdas? Fue hace cuatro navidades, en la fiesta de la empresa. Tú estabas muy elegante. A decir verdad, tenías unos cuantos kilos menos. No te ofendas, cariño. Reconozco que me gustaste al momento -ella habla con él sentada en el borde de la cama. Se está calzando los zapatos de aguja-. Tenías tanta labia. Nos impresionaste a todas. A mi amiga Nadia le quitaste la respiración. "Qué polvazo tiene ese tío", me susurró casi relamiéndose. Luego te presentaste y me soltaste una tontería. "Qué pena -pensé-. Un hombre tan atractivo y usando trucos de ligón hortera". Y hablamos y nos separamos y volvimos a encontrarnos avanzada la fiesta y volvimos a hablar y ya no me dejaste hasta que la gente empezó a marcharse y tú me invitaste a tomarnos la última en aquel bar donde echaban jazz. La cara que puso Nadia cuando la avisé de que se tenía que volver sola…

Nuria se calla. Se alisa el vestido y vuelve a retocarse su preciosa melena platino. Él ha regresado a la cama, donde permanece cabizbajo. Ella le acaricia la coronilla como si se tratase de un niño.

-Pero eso fue hace una eternidad. Me dijiste que no eras feliz y te creí. Hace cuatro años. El problema es que sigues sin serlo. Me mentiste, Roberto. Tú nunca has sido feliz: ni con tu mujer, ni conmigo, ni con tus hijos, ni con nadie. El problema de los tipos como tú es que son solo felices consigo mismos. A veces pienso que, si no tuvieses ciertas necesidades que sólo te pueden satisfacer los demás, vivirías en una isla desierta. Tú solo, con tu sombra.

-Yo nunca te he mentido, Nuria. Yo siempre te he dicho la verdad.

-No me hagas reír que me pongo a llorar, cariño -se arrodilla ante él, le levanta la barbilla para mirarle a los ojos-. Acéptalo, cielo. Se acabó.

-Pero, ¿por qué? Te juro que mañana mismo le pido a Rita el divorcio: que se quede con los niños, que se quede con la casa, que se quede con todo. A mí solo me importas tú.

-Ay, Robert, Robert, Robert… -lo acaricia y él se aferra a sus manos como si fueran su tabla de salvación-. Siempre serás el mismo niño perdido. Cuándo crecerás. Yo nunca te he importado un carajo, cielo.

Lo besa en los labios. Es un beso corto, fugaz. Ella se levanta. Camina hacia la puerta.

-Eres muy injusta. No merezco que me trates así. Yo te lo he dado todo.

-Nadie da todo. Ni el imbécil enamorado más enamorado del mundo lo daría todo.

-Conozco a gente que sí.

-¿Quién, tú?

-Nunca pensé que fueras tan fría. Eres cruel. No creo que sientas de verdad lo que dices.

-Tengo prisa, cariño. No quiero entretenerme más tiempo aquí. Cuatro años son suficientes, ¿no? Ah, y de ti no hablemos. Tú solo conoces a agentes comerciales, abogados y publicistas y no me vengas ahora con el cuento del altruismo de todos los de tu ralea, que son una… Mejor me callo.

-Yo no pienso en el dinero. Para mí es solo un medio.

-No te pongas estupendo, Roberto, que ya nos conocemos. Ni tú mismo sabes lo que dices. Ay, chico, en ocasiones parece que te limitas a interpretar un guión de uno de esos escritores de segunda fila que se ganan la vida escribiendo culebrones. Bueno, me voy…

La mujer abre la puerta.

-Nuria -él la llama. Se levanta de la cama, se acerca hasta ella.

-¿Qué?

-¿Qué pasará ahora con el niño?

-¿El niño? -ella se queda un instante como pensativa, dudando-. El niño… Oh, no te preocupes. Ayer hablé con el médico. No habrá problemas. No llega a las seis semanas y será cuestión de horas. Él mismo lo hará. Con lo que cobra, más le vale…

Hay una pausa. Ambos la aprovechan para mirarse, quizá por última vez.

-Te quito un peso de encima, ¿verdad?

-¿Te hacía ilusión tenerlo? -responde él, devolviéndole la pregunta.

-Si quisiera tenerlo, lo tendría.

-Temes que no quiera ser su padre… Es eso, ¿no? Crees que te daría la espalda y que los repudiaría a los dos, ¿verdad? -la mujer sonríe.

-Mi hijo sería mío, de nadie más. Solo me necesitaría a mí y yo necesito a nadie para ser su madre.

-Te quiero, Nuria.

-Yo también, Roberto.

-Quédate, por favor.

-No puedo, cielo.

-Nuria…

-Adiós, Roberto.

La mujer desaparece detrás de la puerta pero ésta no llega a cerrarse del todo. Antes, la mujer entra de nuevo en la habitación.

-Perdona, Roberto. Tenías razón: sí es cierto que conoces a alguien dispuesto a darlo todo. Lo que pasa es que no te has dado cuenta hasta esta noche, hace un momento, y ese alguien se cansó de esperarte. Adiós.

La mujer vuelve a salir y esta vez sí cierra la puerta.

El hombre se queda de pie. Permanece unos segundos mirándose a sí mismo: como si contemplase su vientre fofo y la tupida mata de pelos que brotan de su ombligo y que se extienden alrededor.

Mira su sexo, que cuelga feo y ridículo.

El hombre se acerca a la cómoda del cuarto. Allí coge su teléfono móvil. Lo enciende. Marca.

-Rita, soy yo… Sí, la reunión acabó antes de tiempo… Sí, ahora mismo voy para allá. Espérame, si quieres… Gracias, cariño. Un beso.

El hombre cuelga. Entra en el cuarto de baño.

No tarda en oírse el sonido de su orina al impactar en el fondo del retrete, acompañado de un quejumbroso suspiro de alivio.

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