A la memoria de Capón, de Radomir Antic, de Joaquín Peiró (El Galgo del Metropolitano) y de tantos y tantos colchoneros que se han quedado por el camino en estos últimos catorce meses infames por distintas sinrazones [el más reciente: un chaval de catorce años que anoche se rompió el cráneo contra un pilar en un parking, mientras celebraba, con medio cuerpo fuera de la ventanilla del asiento trasero del vehículo familiar, el triunfo de su equipo].
Y eterno agradecimiento a los chicos y al cuerpo técnico: por proporcionarnos una de las escasísimas, gozosas y efímeras alegrías en todo este tiempo de ignominia, tiempo perdido, pero ni olvidado ni perdonado
En cuarenta años de aficionado al fútbol lo he visto casi todo. En cuatro décadas de seguidor rojiblanco uno aprende que, en efecto, como repetía Borges con palabras de Kipling, “la victoria y el fracaso son dos impostores”.
Con todo merecimiento, el Atlético obtuvo ayer tarde su undécimo título de Liga. Un campeonato, donde ha sido el mejor con mucha mayor diferencia que la que reflejan los puntos (ya se sabe que las matemáticas son una abstracción que se materializa en cantidades tangibles y la justicia poética no pasa de estúpido consuelo para aquellos que suelen terminar perdiendo la cuenta frente a la realidad terca de los números), y un trofeo (el más importante dentro del fútbol profesional español) que vale, al menos, por tres. Y me explico.
El equipo que lidera Diego Pablo Simeone desde diciembre de 2011 (llegó con el club endeudado hasta las cejas y el plantel en el vagón de cola de la clasificación) no solo ha superado a sus rivales deportivos sino a todos los obstáculos que se ha encontrado a su paso: la pandemia, los casos de infección entre los jugadores, las cuarentenas individuales, los test semanales; las lesiones (siempre inoportunas); la marcha a última hora de tres piezas fijas en el plantel hasta la temporada pasada (Morata, Thomas y Costa); la prolongada y abusiva sanción de la federación inglesa a su lateral derecho (el menudo y pundonoroso Trippier); la desastrosa eliminación copera contra un Segunda B; el destierro a Bucarest para disputar como local la ida de octavos de Champions contra el Chelsea; las continuas amonestaciones y suspensiones por tarjetas a jugadores clave en el tramo decisivo de la campaña; algunos arbitrajes pésimos y la sequía de sus dos delanteros más determinantes (Suárez y Correa) en la recta final de la competición. Casi nada.
De ahí que este éxito deba valorarse en su justa medida y el mérito sea doble; sobre todo, durante estas últimas cinco semanas en las que la mayor parte de la prensa deportiva (sonrojantemente parcial en su servil y obsceno panathinaikismo) daba por hecho el naufragio final de la escuadra rojiblanca.
Por suerte, no ha sido así. Y los futbolistas han mostrado la misma inquebrantable fe, fortaleza mental y capacidad de sufrimiento que sus aficionados, curtidos en mil batallas perdidas y unos cuantos combates ganados en el último medio siglo de su historia.
Por tanto, este campeonato vale por dos.
Y permítanme que a este doble valor, a título absolutamente personal, le añada un tercero: que corresponde con aquella Liga que hace hoy cuarenta años nos birlaron de manera escandalosa cuando un Atlético de saldo, repleto de canteranos y entrenado por García Traid y cuya única estrella era el exquisito centrocampista brasileño Dirceu, sufrió uno de los atracos más vergonzantes que se recuerdan. Al menos, aquella Liga no se la llevaron los de siempre y fue a parar, con toda justicia (de nuevo, aparece esa absurda entelequia irrealizable), a manos de la Real Sociedad.
Disfrutemos pues de esta leve y absurda alegría y sintámonos, otra vez, orgullosísimos de nuestros jugadores, los auténticos artífices de una gesta anticipada por el capitán Jorge Resurrección ‘Koke’ (502 partidos oficiales le contemplan) hace un mes, después de que el Atlético cayera, dos goles a uno, en San Mamés, ante su alma mater, y dejando el liderato a tiro de piedra del Barcelona. Este fue el audio que el futbolista vallecano le envió a un amigo horas después de esa cuarta y última derrota, y que explica, mejor que nada ni nadie, por qué somos del Atleti:
“Somos el puto Atleti, tío. Sabes que nunca vamos a ganar nada fácil. Este es el puto Atleti, el puto club que somos. Cuanto más difícil lo tenemos es cuando sacamos las cosas. Cuanto más fácil es peor para nosotros. Acuérdate lo que te digo: vamos a ganar esta Liga porque nadie cree en nosotros. Y cuando nadie cree en nosotros es cuando mejor hacemos las cosas”.
Amén.