“No hemos pedido el indulto y no lo pediremos; ni nos arrepintamos ni consideramos que sea la solución”
Jordi Cuixart
“Tenemos que recomenzar, volver al punto en que nos dejamos de escuchar. En el discurso de investidura dije que había que retomar la vía política, el diálogo dentro de los márgenes de la Constitución. También dije que la resolución de este conflicto después de 10 años iba a exigir mucha paciencia y generosidad. La decisión sobre los indultos nos permitirá pasar de un mal pasado a un futuro mejor”
Pedro Sánchez
“¿Cuacua come kiki?”
Averell Dalton
Desde que, en 1748, el filósofo Charles Louis de Secondant, más conocido como Montesquieu, dado que poseía el título de barón de dicha localidad, diese a la imprenta El espíritu de las leyes, ya nada fue lo mismo para (casi) nadie.
Inspirada en el modelo de jurisprudencia anglosajón, que trata de garantizar la independencia de aquellos funcionarios llamados a impartir justicia, esta obra proporcionó el corpus teórico y jurídico sobre el que décadas después se cimentó la revolución francesa. La fórmula, no por sencilla, entrañaba y aún sigue encontrando no pocos escollos y dificultades para su normal puesta en marcha. El estado de derecho existirá en la medida que haya total división entre los poderes que lo sustentan: el legislativo, el ejecutivo y el judicial.
En los más de dos siglos que han transcurrido desde la toma de la Bastilla hemos asistido, bien es verdad que en la mayoría de las ocasiones como meros espectadores, sujetos pasivos (y pacientes) que contemplan el deambular de los acontecimientos desde las cunetas de la Historia, a las continuas tensiones, a la lucha feroz, permanente, entre representantes, electos o no, de tales poderes, con el fin de neutralizar, cuando no sojuzgar, a los miembros de los otros dos.
De las tensiones entre ellos derivan, en gran medida, los males que minan la salud de la democracia, frágil entelequia que, como toda aspiración humana, resulta especialmente sensible a los cambios bruscos de opinión, a los giros insospechados y a las maquinaciones ideadas en su contra y siempre con ánimo o bien de destruirla o de suplantarla por sucedáneos repugnantes.
En su afán por acapararlo y controlarlo todo, los partidos políticos -cualesquiera que sea su signo- pretenden extender su ámbito de influencia a los tribunales de justicia, de forma que sea imposible separar las diferentes fuerzas y entidades que conformar al Estado, como si éste se tratara de la Santísima Trinidad. Pero ocurre que no se debe confundir el cometido de cada uno de los poderes públicos (legitimados por las urnas para legislar, gobernar y hacer cumplir las leyes) porque en cuanto los tres se transformen en cabezas de un mismo Leviatán habremos caído, de nuevo, en un eterno retorno, en el despotismo, en el estado absolutista, en la tiranía y en un régimen totalitario. Y no, Pedrito, eso sí que no… Porque nuestras madres y padres no nos han traído a este mundo para malvivir bajo la bota de nadie o como dejó escrito Thomas Jefferson (lo que siempre queda bien, porque esta gente, a la par que inteligentísima, escribía con una brillantez inoxidable):
“Sostenemos como evidentes por sí mismas dichas verdades: que todos los hombres son creados iguales; que son dotados por su Creador de ciertos derechos inalienables; que entre estos están la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad; que para garantizar estos derechos se instituyen entre los hombres los gobiernos, que derivan sus poderes legítimos del consentimiento de los gobernados; que cuando quiera que una forma de gobierno se vuelva destructora de estos principios, el pueblo tiene derecho a reformarla o abolirla, e instituir un nuevo gobierno que base sus cimientos en dichos principios, y que organice sus poderes en forma tal que a ellos les parezca más probable que genere su seguridad y felicidad”
Y entonces uno contempla con lógico desánimo el actual estado de confusión, desorientación y servidumbre en el que se encuentra, errática, extraviada y perdida, la administración de Justicia en nuestro país (con jueces que actúan como fiscales y fiscales que parecen abogados defensores), cuya ciudadanía soporta, con un estoicismo rayano en la tolerancia cómplice, las fechorías de tanto pícaro y rufián de alta cuna y baja catadura moral que, para más inri, tienen la inmensa desfachatez de solicitar clemencia sin reparar el daño causado, como si los demás, los que debemos ganarnos el pan con el sudor de nuestra frente, fuésemos imbéciles y nos quisieran hacer comulgar con ruedas de molino y encima tuviésemos que reírles la gracia, mientras nos miran por encima del hombro y, rememorando al Chavo del Ocho, dijesen aquello de: “Fue sin querer queriendo”. A esta tropa de granujas (que va de Bárcenas a Villarejo, pasando por Rodrigo Rato o Chaves y Griñán) hay que sumar, en el colmo de la insensatez y de la estulticia, a los doce condenados por el Procés, que ni se arrepienten, ni piden disculpas, y además no ocultan su propósito de volver a repetir la jugada, y cuyo indulto es la huida hacia adelante de un gobierno ya liquidado, fracasado, indigno y vergonzante.
Lamentablemente, hace tiempo que descubrimos que este simulacro de realidad, que pretenden hacernos tragar a cucharadas -como aceite de ricino- es tan solo un bodrio de democracia -que tiene poco de representativa y nada de participativa-, en el que las dos fuerzas políticas mayoritarias se alternan en el poder -tal y como sucedía hace ahora dos centurias-, a fin de que todo parezca que cambie para que todo continúe igual.
Que ya está bien, señores, que no nos chupamos el dedo. Que esta monarquía parlamentaria, como el yate Bribón, hace agua por todos lados y ha llegado el momento de cerrar página y de que empecemos a escribir la Historia entre todos, no un puñado de escribas, al dictado de sus amos, aunque al principio los renglones nos salgan un poco torcidos.
Porque el futuro es nuestro y no pertenece al IBEX 35.
Lo contrario será persistir en el error. O lo que es lo mismo: perpetuar la partitocracia (y su principal excrecencia: la mamandurria), alimentada por el clientelismo político; hipotecar la esperanza, razón por la cual los jóvenes se seguirán viendo obligados a mandarse a mudar; y, en definitiva, echar por tierra lo que tanto esfuerzo costó lograr.
Aún estamos a tiempo de evitar todo esto. ¿Cómo?
Para esa pregunta se me ocurren varias respuestas y la única sensata es que, el próximo 13 de junio, la plaza de Colón de Madrid sea ocupada por una muchedumbre pacífica que grite, alto y claro: “¡Ni de coña!”.