¿Hasta cuándo? ¿Por qué? ¿Por qué no terminas conmigo? ¡Yo solo no puedo! ¡No puedo! ¡Qué más quisiera! ¡Ayúdame! ¡Termina con esto! ¡Por favor!
[No es muy difícil suponer que, tras permanecer más de cuatrocientos días -de los quinientos sesenta y tres en total- en un agujero de 3 metros de largo por 2,5 de ancho y 1,8 metros de alto, a José Antonio Ortega Lara, que apenas podía dar tres pasos en él, solo tuviese ganas de morir. Pero apenas tenía fuerzas: perdió veintitrés kilos de peso y para ahorcarse tan solo tenía a mano el cable de una pequeña bombilla; dos palanganas (una para defecar en cuclillas y otra con agua para asearse); una bandeja para la comida; un periódico; un walkman y algunos libros. En la fase final de su espeluznante e infame cautiverio, el funcionario de prisiones tan solo hablaba consigo mismo, es decir, con Dios. A fin de cuentas, sus carceleros (elevados a la categoría de héroes por unos tarados mentales tan monstruosos como ellos) trataban mucho mejor al perro guardián de la nave industrial abandonada en Mondragón. Hacía meses que no le daban conversación. ¿Para qué? Esperaban su muerte como quien aguarda el destino inevitable de un insecto o de una rata. Sin embargo, algo salió mal o alguien hizo bien su trabajo. Y la cosa tuvo un breve final feliz. Exactamente, el lapso de tiempo que transcurre desde la liberación de Ortega Lara al posterior secuestro y asesinato de Miguel Ángel Blanco]
Esta foto te delata mejor que cualquiera de tus múltiples defectos, maquillados a base de dinero con el que compras a otros, del dinero que nos quitas a todos nosotros. Eres una calamidad. Y lo sabes. O no. Depende de lo que te susurre el tipo que ves cada mañana al otro lado del espejo: que puede que te diga la verdad, aunque lo dudo. Ambos sois el reflejo del otro y esta foto es vuestro autorretrato. El de un hombre mediocre que ya solo despierta la misma indiferencia y desprecio que siente por los demás; que recibe las mismas dosis de odio que él ha alimentado. El rencor de un pobre diablo, de un mentiroso torpe y nulo, que solo se engaña a sí mismo y a la legión de súbditos y súbditas que comen de su mano como si fuera un emperador laico o el líder alucinado y en trance de una secta destructiva; el aprendiz de tirano miserable que recoge las migajas del poder que encuentra en el suelo, después de reducir el país (aquel cuya soberanía e integridad prometió defender) a un montón de escombros y a una fosa común con decenas de miles de cadáveres que en su vileza y mezquindad ni siquiera se atreve a contar, porque las cifras lo delatan. Porque la verdad, en el fondo, duele, y te perseguirá siempre, como un rastro hediondo, repugnante, hasta que tú también seas otro montón de cenizas solitarias. Este eres tú, y no otro. Esta es tu auténtica imagen, entre obscena y patética. La prueba de tus ilimitadas debilidades. Eres una blasfemia. Un insulto soez a la inteligencia. Una ofensa a la dignidad de todos los hombres, mujeres y niños, asesinados, amenazados, agredidos, mutilados, secuestrados, destruidos, en nombre de una causa criminal a la que decidiste exculpar para alcanzar y mantener el puesto. Esta foto eres tú, y es tan hortera y ridícula como tú. Solo a un imbécil, o a un anormal, se le ocurriría sacarse una foto en el interior de una cámara de gas o de una sala de tortura. Y lo peor es que desconocemos si esta impostura encubre una falta total de pudor, la sensibilidad emocional de una hiena, un cinismo perverso o el insano placer de regodearse en el dolor ajeno. Mucho me temo que seas una mezcla de todo ello.