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El callejón
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El mal padre

Cuando los servicios secretos de Israel detuvieron en Buenos Aires a un individuo alto, enjuto y con aspecto de contable anodino que, bajo documentación falsa, respondía al nombre de Adolf Eichmann, no sólo se ponía fin a la carrera criminal de uno de los principales autores intelectuales de la Shoah sino que se le evitaba a la Humanidad la insensata posibilidad, por mínima que fuese, de entronizar como diplomático o vaya a usted a saber con qué puesto con cargo al erario público a uno de los asesinos en masa más célebres que han sido ajusticiados con su misma moneda, aunque de forma mucho más aséptica y menos traumática con que fueron eliminadas la inmensa mayoría de sus víctimas indirectas: torturadas hasta morir, gaseadas, fusiladas o quemadas cual parásitos incómodos y desagradables.

A Eichmann los judíos se lo llevaron de forma clandestina y ciertamente espectacular, antes de que lo designaran secretario general de la ONU (como sí ocurrió con su compatriota Kurt Waldheim, otro nazi), asesor de la OTAN, presidente de honor del PNV o Nobel de la Paz, que nunca se sabe…

A este indeseable, que durante su proceso mostró el mismo grado de arrepentimiento ante sus innumerables e ignominiosas tropelías que suele expresar una pared de hormigón armado (o uno de esos entrañables etarras que son aproximados cada viernes a las cárceles vascas, en contra de las autoridades penitenciarias y del sentido común), apenas se le movió un músculo de su sombrío rostro de satanás miope cuando le fue comunicada la sentencia: la horca.

Su sangre fría dejó impresionada a la filósofa Hanna Arendt, que acudió a Jerusalén, como otros muchos corresponsales de prensa, con el temor de encontrarse con un monstruo, con la encarnación del mal esculpido en sangre y mayúsculas. No obstante, la escritora, que acuñaría luego la expresión “la banalidad del mal” para tratar de explicarse cómo es posible que tanta gente corriente se prestara de manera despreocupada y decidida a colaborar con la eliminación física de millones de seres humanos de toda índole (sobre todo, judíos), descubrió en Eichmann a un tipo aparentemente normal, sin remordimientos ni traumas, que había asumido el encargo de exterminar a sus congéneres con la laboriosidad y eficacia con que un funcionario cualquiera lleva a cabo su rutinaria labor de ocho a tres.

Esa absoluta ausencia de empatía, esa pasmosa indiferencia frente al dolor ajeno (tan inquietante, tan siniestra, tan sanchista), perturbaba a la escritora alemana, dejándola literalmente a la intemperie, sin que los manuales de Psiquiatría o de Medicina Forense le sirvieran prácticamente para nada.

Quizá el error de partida de esta buena e intencionada mujer haya sido aquel en el que han incurrido tantas y tantas personas, de buena fe, al confiar en que el padre que recientemente secuestró a sus dos hijas en Tenerife (para, presumiblemente, sedarlas y hundirlas en el fondo de la costa güimarera, de igual modo que, en los meses de julio, agosto, septiembre y octubre de 1936, hacían con disidentes políticos, arrojados vivos, amarrados, dentro de sacos de harina a las aguas que bordean el Macizo de Anaga) había huido con ambas criaturas para empezar desde cero su miserable existencia, en compañía de dos ángeles custodios, inocentes. Es el fatal error de creer que es el amor o la compasión los que impulsan el mecanismo mental del hombre (de todos los hombres), cuando tan solo lo mueve el instinto de supervivencia y, por lo general, actúa como cualquier mamífero depredador, que suele destruir aquello que posee o posee aquello que lo acaba destruyendo.

Es ese afán posesivo y predatorio (que lleva impreso como el signo de Caín en su código genético) el que hace de nuestra especie el último eslabón del proceso evolutivo: ese simio cruel y cobarde que, lentamente, pasito a pasito, guerra a guerra, pandemia a pandemia (¿o habría que matizar: plandemia a plandemia?), dólar a dólar, se aproxima a su definitiva extinción.

Solo el amor desinteresado, es decir, la generosidad y la entrega al otro sin aviesas intenciones, arrinconando al yo y limitando sus ambiciones a las dosis adecuadas, evitan que todos terminemos un mal día, una mala noche, como ese mal padre que acaba con sus propias hijas como un desgraciado Saturno o un desquiciado Abraham que se devora a sí mismo, por despecho, por rencor, por odio, por venganza y por la total incapacidad de controlar su propio egoísmo, que es la verdadera bestia que se alimenta de nuestros peores defectos.

Hacer el mal es una banalidad cuando lo reducimos a una actividad profesional, o sea, lucrativa: como hacen todos los criminales que viven de causar daño (por muchos beneficios penitenciarios que quieran otorgarles). Excepcionalmente, el malvado es un enfermo mental. Sin embargo, en la mayoría de las ocasiones, la maldad es consustancial al ser humano. Apenas es necesario que se den las condiciones y circunstancias propicias para que el individuo (sea hombre o mujer) sucumba a su propia naturaleza y cruce la leve línea que separa la luz de las tinieblas para no regresar jamás.

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