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El callejón
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Reunión en la cumbre

Gilipollas

El individuo, que podría ser nieto o bisnieto de su víctima, se abalanza sobre el anciano de andar quebradizo y voz espeluznante con la grosera desfachatez a la que le tienen mal acostumbrado sus siervos y lacayos; los mismos que le escriben ampulosos discursos, repletos de citas arrancadas sin pudor de películas, teleseries, manuales de autoayuda o de páginas de frases célebres extraídas de Internet: el conjunto, desplegado en folios carísimos y tipología enorme, suele tener la textura grumosa e incomestible de las bolsas de delicias a la romana que se encuentran al fondo del congelador de cualquier SPAR o estación de servicio.

Aún así, con el atrevimiento u osadía que alienta a los necios, el tipo, al que le hacen trajes a medida y estrena zapatos, camisas y corbatas, cada vez que sale por ahí a que lo fotografíen, a dar una charla o a que lo abucheen hasta la saciedad, que ha hecho más comparecencias televisivas en año y medio que el general Franco en tres décadas de televisión en blanco y negro y que consume doscientos mil euros al año de los bolsillos de todos sus conciudadanos para abastecer de comida y bebidas las neveras del Falcon (que prácticamente es su segunda residencia), se aproxima al casi octogenario ex-senador con la seguridad que le aportan los seis kilos que su ministerio de Exteriores soltó hace meses a la segunda del viejo para financiarle un chiringuito solidario en Centroamérica y que es la misma tipa que hace semanas arengó (más bien amenazó) a los guatemaltecos para que se olviden de entrar en la tierra de las oportunidades por la puerta de atrás; pero eso, al mismo fulano que abominaba de ETA y sus sucesores y que ahora pacta con ellos hasta el precio del recibo de la luz (que ha alcanzado unos niveles insospechados para un país en bancarrota), se la suda. Ha venido a hablar con el carcamal, quien por cierto sigue sin llamarle por teléfono desde que fue designado para el cargo, y cruzar unas pocas palabras con el hombre que más poder concentra en el planeta Tierra (si exceptuamos a Florentino Pérez) no lo va a impedir nada, ni nadie.

Finalmente, el nota logra su objetivo y le echa la zarpa al vejestorio, que arrastra sus pasos por las baldosas con la cauta lentitud de una momia oxidada, que es consciente de que le queda un cuarto de hora antes de su definitivo e inapelable ocaso.

-Buenos días, presidente Biden…

-…

-Soy Pedro Sánchez, presidente de España. Somos aliados desde hace mucho tiempo. Desde que ingresamos en la OTAN, en 1986, de la mano de mi predecesor, Felipe González Márquez.

-…

-Es un gran honor para mí poder mostrarle la satisfacción de que haya logrado alcanzar la presidencia de su gran nación y haber derrotado al principal enemigo de la democracia en todo el planeta. Excelencia, es usted nuestro Obi Wan, nuestra última esperanza para conducirnos por una senda de progreso, justicia y resiliencia. Me preocupa, como a usted, el futuro de la Humanidad. Estoy aquí par

Pero el acosador no puede continuar y se ve obligado a soltar su presa. Salida de un recodo, casi al final del pasillo, una azafata irrumpe, cual ángel salvador, para arrebatarle al anciano de sus cuidadas garras (que son una costosa manicura para hacer pasar por dedos de pianista lo que en el fondo son pezuñas de rucio).

-¡Hasta la vista, presidente Biden! ¡Seguimos en contacto! ¡Dios bendiga a América!

Sin apenas resuello, extenuado por la veloz carrera que ha realizado en el último interminable medio minuto de su existencia, el viejo se muestra agradecido.

-Gracias por librarme de ese majadero, señorita.

-¿Necesita algo, señor presidente?

Ahora mismo no, monada. ¿Estás libre esta noche?

Y la joven, que domina quince idiomas (entre ellos el catalán), tiene un doble doctorado en Economía, Finanzas y Marketing Empresarial y en Relaciones Internacionales, y posee un Máster en Interpretación y Traducción, y otro en Lengua de Signos; y defendió cum laude una tesis centrada en la crisis de la cochinilla en las Indias Occidentales durante la etapa final de la reina Victoria, percibe, a través del cuádruple filtro de su mascarilla FFP2, un hálito repulsivo y desagradable, un vago hedor a putrefacción, enmascarado en desinfectante, que le recuerda a la lejía con la que estuvo limpiando suelos su señora madre a lo largo de veinticinco años, agachada en escaleras y zaguanes de toda clase de edificios en Bruselas (ciudad donde los burdeles y las oficinas de la UE se confunden si uno no es lo suficientemente avispado) para proporcionarle estudios a su hija y un futuro laboral libre de moribundos asquerosos y depredadores de la peor calaña.

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