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El callejón
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Sin perdón

En el duelo final de "Hasta que llegó su hora" (Sergio Leone, 1968), el espectador descubre, con sorpresa, que asiste a la consumación de una venganza. Se trata de un western magistral, con reparto de lujo y una memorable música de Ennio Morricone

"Bolinaga, de violín camuflado. El otro, el que le pegó dos tiros a Ordóñez a bocajarro, de permiso. Y ahora todos estos canallas a la calle, más temprano que tarde. Cataluña se nos va, pero, además, de forma irreversible. El País Vasco ya amenaza con otro referéndum y se pone en cola. Pero ¡¡¡Dios mío!!! ¿A quién hemos votado nosotros?"

Spica, en Elmundo.es, 21 de octubre de 2013

En 1977, una vez celebradas las primeras elecciones democráticas a Cortes en cuarenta y un años, la comisión encargada de redactar el marco normativo de la concordia y la reconciliación entre todos los españoles se vio condicionada por la exclusión de su seno de un representante del nacionalismo vasco y, sobre todo, por la alargada y, en muchos aspectos, funesta sombra del régimen anterior, que se había autoliquidado para dar pie a una transición, con más luces que sombras, timoneada por el sucesor en la jefatura del Estado a título de rey.

En el primer caso, la incapacidad mutua para encontrar un espacio común para el diálogo, la tolerancia y la sinergia nos ha arrastrado a un conflicto permanente que es un callejón sin salida, en el que ya se amontonan más de un millar de muertos.

En segundo término, la urgente necesidad de poner tierra de por medio con el franquismo, sin despertar las iras y recelos de los elementos más reaccionarios que continuaron incrustados tanto en los tribunales de justicia como en las fuerzas y cuerpos de seguridad, llevó a la absurda paradoja de eliminar la cadena perpetua como máxima pena privativa de libertad y a mantener la pena de muerte en el ámbito jurídico militar en tiempo de guerra, hasta que tal aberración fue derogada a propuesta del último gobierno de Felipe González, quien quiso despedirse así con un gesto de magnanimidad de cara a la galería: precisamente, él, que puso en marcha un aparato represivo ilegal, para combatir el terrorismo, legitimando ejecuciones sin juicio, torturas varias y la malversación de caudales públicos.

Pero ocurre que el escenario apenas pergeñado por los legisladores constituyentes no tardó en ser hecho pedazos en cuanto la violencia de ETA dejó de dirigirse a víctimas con escaso o nulo predicamento popular (es decir, policías, guardias civiles, militares, empresarios o políticos conservadores) y se extendió, con su nefasta onda expansiva, a otros muchos ciudadanos de cualquier edad, sexo, raza, creencia ideológica, religión o estatus socio-económico.

Entonces, a raíz de atentados indiscriminados que causaron, a la par que oprobiosas carnicerías, oleadas incontenibles de protesta e indignación entre la opinión pública (la misma opinión pública que, en su mayor parte, había estado mirando hacia otro lado cuando las víctimas llevaban uniforme), se procedió a revisar el cumplimiento efectivo de las condenas dictaminadas por la perpetración de tales asesinatos y se implantó la ahora finiquitada "doctrina Parot".

En medio del actual clima de justificada crispación y de comprensible impotencia, mientras la responsable de la muerte de veinticuatro personas sale de prisión y es recibida en la calle, por acólitos y secuaces, como si se tratara de Nelson Mandela, a uno le embarga una desagradable sensación de desánimo y derrota: un amargo sabor a desamparo e insatisfacción que deja la puerta abierta en el alma a un lógico y humano sentimiento de venganza. Porque, en el fondo, todos sabemos que para ciertos crímenes no hay redención posible, ni en esta vida ni en la otra.

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