Al profesor y ex decano de Ciencias de la Información, Adrián Alemán, que me incitó a escribir estas doce estampas urbanas, en 1999, y a su hermano Gilberto, maestro de periodistas tinerfeños, a ambos in memoriam
Llevo viviendo en esta ciudad más de veintisiete años. O lo que es lo mismo: casi dos tercios de mi existencia. Cuando llegué a ella, siendo un adolescente, pensé que sería un punto y seguido en la novela aún no escrita de mi vida. Supongo que la echaré de menos algún día, ya que nunca me he sentido especialmente unido a ella y sí un poco más a su gente, cuya inveterada paciencia y enternecedora novelería perdona toda clase de desmanes e incompetencias y soporta o tolera que su casta política la haya ido matando suavemente, como cantaba Roberta Flack.
Ando por sus calles o respiro su aire enfermo, apelmazado por el hedor de la refinería y la calima, y me doy cuenta de que, en realidad, no estoy viviendo una ciudad, vivo los pulsos, las vibraciones que me transmiten sus habitantes: los seres humanos que acaso la conocen mejor que yo, que la aman o que la detestan.
Aquí me veo como un mero espectador, como en la vida misma, y percibo que la ciudad no me interesa, que sólo vivo en ella en la medida que estoy vivo en los demás, ya que son ellos los que me hablan, son ellos a los que realmente siento, con quienes me comunico, quienes, en definitiva, impiden que caiga en la soledad de la isla, que es como la vasta soledad que nos acompaña a lo largo de toda nuestra existencia hasta que emprendemos el viaje a la soledad última e interminable de la muerte.
Santa Cruz, desde el puerto
He aquí la Muy Leal, Noble, Invicta y Muy Benéfica Ciudad, Puerto y Plaza de Santa Cruz de Santiago de Tenerife.
Así debieron de verla los españoles que un día arribaron a su costa a bordo de la nave que transportaba, entre otros, al Adelantado Alonso Fernández de Lugo. Desde aquí debieron acecharla las huestes de Horacio Nelson horas antes de su fallido desembarco.
El traslado del comandante general Lorenzo Fernández de Villavicencio desde La Laguna, donde residía, al Castillo de San Cristóbal, el 21 de febrero de 1723, marca un antes y un después en la Historia de Santa Cruz. En cuestión de décadas sextuplicó su población y pasó de ser una barriada de pescadores a convertirse en capital de Canarias.
El puerto es su salida natural al exterior, de donde proviene su principal fuente de riqueza: el turismo. Vista desde el Muelle Norte y desde uno de sus diques, Santa Cruz parece lo que es: un revoltillo de edificios y casas bajo el sol y acariciado por la brisa de un mar cada vez más lejano. La luz ilumina esta maqueta de metrópolis y aviva el calor humano de sus habitantes. Mucho se ha hablado de la hospitalidad del chicharrero, pero, aunque parezca mentira, todo es rigurosamente cierto.
Los carteles
Llegaron con el desarrollismo de los sesenta, con la tele y el Seiscientos. Estos monstruosos paneles en cinemascope representan el incontenible deseo de llegar más lejos que nadie, característico de una época hambrienta de sueños. Casi simultáneamente con ellos, vendrían los promotores y especuladores, y sus urbanizaciones de cemento y hormigón se comerían el resto del paisaje.
Hoy la publicidad la encuentras por todas partes (empezando por el buzón del zaguán de tu propia casa). Prefiero los carteles en las columnas o en las paredes. Cuestión de estilos. Y de ética, si se quiere.
La calle
Entre cientos de calles escojo una. Aquella en la que viví entre diciembre de 1986 y mayo de 2001 y donde aún viven mis padres. La calle Porlier es empinada, como empinada es toda Santa Cruz: levantada cuesta sobre cuesta, salvando barranco tras barranco.
Mi calle debe su nombre a Juan Díaz Porlier, militar español nacido en Colombia. Éste héroe de la Guerra de la Independencia, en la que organizó una guerrilla de paisanos y soldados que trajo de cabeza a los franceses, no perdió la vida en el campo de batalla, sino en la horca. Que fue el premio que le concedió Fernando VII, a su regreso a Madrid, en pago a los servicios prestados a la Patria.
La calle Porlier forma parte del llamado barrio Duggi. Compuesto de las calles paralelas Tomás de Iriarte, Álvarez de Lugo, Benavides y Castro; atravesadas perpendicularmente, de izquierda a derecha, por Duggi, Progreso, Ramón y Cajal, Serrano y Porlier. Este barrio iba a ser a principios de siglo un espacio ocupado por chalés para familias de economías modestas. Sin embargo, el propietario de los terrenos, Luis Duggi, hijo de comerciantes italianos, los vendió a una sociedad extranjera.
El resultado es un entramado de calles largas, llenas de locales comerciales y de bloques de viviendas de lo más diverso y heterogéneo. Cada una de estas calles encierra un universo en sí misma. Un universo hermético, transeúnte, que hace imposible la idea del antaño barrio de El Monturrio que muchos conocieron. La gente vive separada la una de la otra en sus pisos. Nadie quiere aparentar saber nada de nadie. Pero, al final, todos saben todo de todos. Es la ciudad dentro de la ciudad de la ciudad y así hasta el infinito.
Y, justo en la esquina en la que confluyen la calle Porlier con la calle Castro, hay un aleph, el vértice-vórtice del bar Sucre, la arepera donde se concentran todas las energías; sobre todo, durante los partidos del Barcelona y, en menor medida, del Tenerife. Y, sentado apaciblemente tras la barra, en un recodo a la entrada, el bueno de Paco Sanz, hermano del amigo hermano con el que uno ha sido bendecido en este breve tramo de la vida, Manola, la vida, ejerce a su manera la resistencia al poder hegemónico, ya que por sus venas corre la sangre roja del PSOE y del Atlético de Madrid.
El bar. Un bar. Cualquier bar como metáfora del cosmos.
Instituto "Poeta Viana"
Durante siete años este edificio fue mi segunda casa. Fue mi puerta al interior de la ciudad y al interior de quienes la hacen suya. Venía de fuera, así que un transterrado como yo encontró dentro de este recinto el lugar de contacto con los que habían llegado a la isla mucho antes. El instituto me descubrió que había otra vida más allá del Cine Víctor.
Luego, al cabo de casi veinte años, regresé a sus aulas en calidad de profesor y allí me reencontré conmigo mismo: con el alumno que un día fui y con el docente que se reconcilia con el oficio más hermoso y ve en sus estudiantes un repertorio ilimitado de posibilidades y de caminos que se abren paso hacia adelante, siempre hacia adelante.
Los coches
Hoy las ciudades pertenecen a los coches. Las diseñan, las construyen, las reforman pensando en los coches. No existe edificio que se precie, y se precian por las nubes, que se levante sin aparcamiento subterráneo. Cada día entran y salen de Santa Cruz decenas de miles de vehículos. Nadie sabe de dónde vienen, ni adónde van. Mucho antes de la lenta y laboriosa reinstalación del tranvía, el coche ya se había adueñado de la ciudad. De todas las ciudades.
"No se detenga. El mundo sigue", le recrimina el policía al padre desesperado que ha perdido a su hija en un atropello. Deambula trastornado ante la multitud de vehículos que pasan fugaces a su lado. Esto ocurre en una película memorable de King Vidor (The crowd, 1928).
Ahora son las ciudades las que se preguntan aturdidas: ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿En qué momento este bicho infernal me robó el alma?
La guagua
Y entre el insoportable enjambre, voluminosa, con su sabia majestad, surge ella: el último reducto de lentitud en un mundo que se deshumaniza a paso firme, sin freno.
La guagua es la respuesta racional a la irracionalidad de un consumo que lleva a que casi en cada casa haya más de dos coches ("Ni un español sin pan, ni un español sin auto"). La guagua es la democracia del transporte colectivo frente a la tiranía del vehículo particular. Es la vida a bocanadas. Sin ella estaríamos definitivamente perdidos.
Somos náufragos que buscamos la paz en el vientre de la ballena. Nos acoge, nos arropa, nos da calor, nos protege y luego le decimos adiós, hasta la próxima parada.
La esperanza es verde, como el bosque. Por eso dice el poeta que "Jamás se acabarán las guaguas / ni los bosques" (Anelio Rodríguez).
La Rambla
Qué sería de la ciudad sin la Rambla. La Rambla es principio y fin. Demarca el leve pero imprescindible territorio fronterizo que separa la tranquilidad de la barbarie.
Sin este paseo (especie de aorta que recoge oxígeno en el parque García Sanabria para llevarlo hasta el último confín de Santa Cruz, ya que la atraviesa de parte a parte), la ciudad moriría de puro asco. Víctima de los olores (y ruidos) nauseabundos que desprenden los coches.
La Rambla es un paraíso en medio del averno. Hasta el guerrero parece tomarse un respiro y se echa en su remodelado suelo, descansando, disfrutando del aroma traído desde tierras ignotas. Laureles de Indias, acacias, araucarias, buganvillas, tuliperos, jacarandaes y flamboyanes hacen de ella el auténtico Jardín de las Hespérides con el que soñaron Herodoto, Platón y compañía.
El guerrero vino de visita en 1977 y ahí sigue. Decidió quedarse, para deleite de los niños, que siempre le muestran su afecto, garabateando firmas y corazones. Es el testigo mudo de un tiempo encerrado en un vaso de pétalos y flores. Descanse en paz nuestro héroe. Gracias, Moore.
El parque
La iniciativa partió del periodista Patricio Estévanez, en 1881, y el alcalde Santiago García Sanabria la hizo suya en 1926. Son setenta mil metros cuadrados de pulmón. Es a Santa Cruz lo que el Central Park a Nueva York. Se dice que el parque neoyorkino evita un número indeterminado de suicidios cada mes. El García Sanabria quizá no llegue a salvar a tanta gente de sus propios demonios, pero contribuye a que la ciudad sea mejor de lo que realmente es.
La Calle (del) Castillo
El Castillo de San Cristóbal fue la primera fortaleza de entidad que se construyó en la isla de Tenerife. Decisiva en la victoria sobre los ingleses la mañana del 25 de julio de 1797, esta construcción fue demolida por orden municipal en 1928.
A ella debe el nombre la calle más populosa (y popular) de toda la ciudad. Recorrer sus baldosas es recorrer un buen trecho de la Historia de Santa Cruz, aunque ahora presente un aspecto muy parecido a la Norteamérica de la Gran Depresión, con locales vacíos y escaparates poblados de fantasmas.
Este largo zoco, que ha perdido parte de su antigua personalidad en beneficio de las mastodónticas superficies comerciales que nada dejan que crezca a su paso, recuerda en las horas punta a la Nevski Popeski de San Petersburgo que describiera Gógol. Por ella sube y baja un continuo hervidero humano. Tiendas (muchas de ellas cerradas o en fase de liquidación a causa de la crisis) y puestos ambulantes compiten por atraer la atención del peatón que, como el conejo de Alicia, suele llegar siempre tarde.
Pasear por la calle Castillo en diciembre es arriesgarse a perderse uno a sí mismo en medio de la marabunta de compradores que corren afanosos. La mañana de cualquier domingo es la mejor hora para transitarla, para conocerla, pese a que el interés humano del paisaje sea inferior. Sólo en el silencio podremos oír el susurro de edificios tan viejos como la propia ciudad. Edificios como el Castillo de San Cristóbal, a quien nadie quiso escuchar.
Los turistas
Forman parte del mobiliario urbano. Son un elemento más del paisanaje. Vinieron por vez primera en el siglo XV y, desde entonces, no han cesado de visitarnos.
Vienen y se van. Juan de Béthencourt, Robert Blake, Alexander von Humboldt, Michael Jackson, pertenecen a esa especie de la que todos formamos parte alguna vez. Porque todos alguna vez hemos llegado a algún sitio y nos hemos marchado. No obstante, cuando estamos aquí, en medio del Atlántico, nuestro papel en la novela es el de Viernes y no el de Robinson Crusoe. Por eso, no se preocupen. No busquen. Las únicas huellas que aquí encontrarán son las nuestras.
La Avenida de Anaga
Hoy este largo paseo que comienza en el Muelle Norte y que se prolonga hasta la entrada del barrio de Valleseco es el último testimonio de una ciudad originalmente marinera. Es verdad. No se engañan quienes piensan que Santa cruz le ha dado la espalda al mar. Esta Avenida es una prueba de ello: la vista del horizonte azul está semicubierta por montañas de contenedores y por el perfil de los buques mercantes. Los árboles no dejan ver el bosque, aquí los barcos no permiten que veamos el mar. Bueno, salvo que hagamos un pequeño esfuerzo de abstracción e imaginemos que no nos separan de él tantos metros.
Si exceptuamos la horrenda pared de edificios construida a lo largo de ella, en la que no se tuvieron en cuenta ni patrones de estilo ni el hecho de que semejante pantalla obstaculizaba el benéfico influjo de la brisa en la ciudad que se esconde detrás, esta Avenida de Anaga es todo un recreo para el caminante. En su trayecto puede tropezarse uno con la Humanidad entera, que ha llegado hasta aquí para relajar sus músculos o tensarlos, en dura pugna contra ese nuevo fantasma que recorre Europa: el colesterol.
Por la Avenida pasean, al cobijo de la sombra de sus laureles de Indias, niños y viejos, mujeres encintas y niñas con patines, enfermos en busca de rehabilitación y atletas de sí mismos que mortifican su cuerpo en pro de una belleza inmarchitable que termina desgajándose más tarde o más temprano.
Sentarse en uno de sus bancos y mirar más allá del gran azul es como romper con el presente, reencontrarnos con nosotros mismos, detener ese puñetero reloj que nos acerca de forma inexorable a la muerte.
El mar
Está escrito: en el principio fue el mar.
arodriguez
Magnífico paseo literario.
Recuerdo que hace muchos, muchos años tu abuelo Anelio decía que Santa Cruz de Tenerife era una de las ciudades más deliciosas que él había conocido. Realmente le encantaba.
Leer más
Pintao
Disculpe la concurrencia que abunde en mis recuerdos, pero no me resisto a recordar algo que me sigue produciendo hoy en día una profunda satisfacción y no es otra cosa que "desayunar" bien entrada la mañana al llegar de Agaete donde mismo lo hacía con mi padre al llegar de la Palma siendo un zagalote y con el cuerpo algo destemplado, generalmente después de pasar mala noche.
Era sin duda una pasada propia de magos, lo reconozco, pero para mi padre constituía un santo remedio para reponerse después de la experiencia de navegar en las ya mentadas "mariquitas". Y consistía, y hoy en día sigue consistiendo, en meterse entre pecho y espalda, un plato de tollos y pescado salado con su correspondiente mojo, papas y boniatos, acompañado de su vaso de vino, en los chiringuitos que se arremolinan en el vértice suroeste de la Recoba, genuinos establecimientos que aunque mucho menos concurridos que en la época, siguen marchando al frente y firme el ademán, algunos creo que hasta con las mismas estampas de CD Tenerife, Sombrita o Barrera Corpas, pegadas en las paredes.
Pasada de magos o no, lo cierto es que se me antoja que mi padre sin duda daba en el clavo, pues no había mejor remedio para recobrar los maltrechos ánimos.
Hoy día lo sigo haciendo digamos que por magüa o melancolía, pero les aseguro que es un gustazo leer el Diario de Avisos, degustando un cortado como colofón al, más que desayuno, tempranero almuerzo,
que procuro hacer siempre que viajo solo, pues por manías o lo que fuere, me da cierto corte invitar a nadie a tal aventura, más que nada por no tener que andar dando explicaciones que quizás hoy en tiempos modernos no vinieran al caso.
No hago mención de estos recuerdos con ánimo de recomendar la experiencia, no obstante, si a alguien con arrestos se le ocurriera tal aventura, es imprescindible venir en ayunas sin haber probado bocado desde el día anterior.
Saludos cordiales a todos.
Leer más
lleon
Exacta y pormenorizada declaración de amor/desamor con un gran equipaje lírico
Leer más
pevalqui
Santa Cruz desde mi más tierna infancia fue ciudad de tránsito, con destino final en Los Llanos de Aridane. A lo largo de muchísimos años no he dejado de visitarla, tanto desde La Laguna como desde Gran Canaria. Y tengo la impresión de que no ha cambiado tanto desde aquellos lejanos años 60, cuando "los mariquitas", amarraban en el muelle Norte, escala previa hacia el muelle de Santa Cruz de La Palma.
Santa Cruz siempre me resultó algo impersonal, una especie de desierto inhóspito con tres joyas: El Parque con aquel hermoso reloj de flores, la Plaza del Príncipe y Las Ramblas. Aunque mi lugar de lectura favorito era una cafetería que hacía esquina frente a Capitanía, en la Plaza Weyler.
Curiosamente, un buen amigo de mi padre, a quien solíamos visitar, vivía en la calle Porlier. Desde allí solíamos llegar hasta la Recoba.
Las "jardineras" que nos llevaban a la Orotava, lugar mágico para él, al tiempo que lleno de recuerdos, hacía revivir de tal manera al viejo, quien en la búsqueda de su pasado, se frecuentaba con sus interminables anécdotas, lo que me hizo amar de tal manera aquel lugar, que no me resisto año tras otro, a echarme un buen barraquito en la Plaza de la Constitución frente al Liceo, mientras recargo pilas para callejearme nuevamente el pueblo, desde la calle de La Carrera, hasta la calle Colegio, serpenteando el camino hacia La Plaza del Llano y la calle del Calvario.
Estupendo relato periodístico novelado en primera persona, que como siempre nunca nos deja indiferentes. A mi también.
Buenas tardes. Saludos cordiales.
Leer más
PedroLuis
Ameno paseo por el Santa Cruz vivido. Un Santa Cruz urbano y humano, más melancólico que alegre. Un Santa Cruz sin carnavales, que liquida sus comercios y huele a refinería…
Y, sin embargo, un Santa Cruz entrañable, que no llega a ser peor gracias a la sensibilidad de José Amaro, aunque al final no consiga "detener ese puñetero reloj que nos acerca de forma inexorable a la muerte"… al mar, cementerio y resurrección.
Leer más
Pintao
Como siempre suele ser, este no deja de constituir una pieza brillante de literatura periodística.
Los palmeros de la década de los cuarenta que hicimos el bachillerato en Tenerife, muchos gracias a Venezuela, aunque no lo pretendamos llevamos a Santa Cruz en lo más profundo del alma.
Ha sido un placer volver a contemplar sus cualidades a través de los ojos de Jacarrillo que como siempre lo ha bordado.
Es una suerte también para Elapuron contar con, entre otros, blogs de verdadera categoría.
Una de las ventajas que tenemos los palmeros que habitualmente vivimos en Las Palmas, es justo que como muchos seguimos ejerciendo de palmeros (como decía un amigo, no es una condición, sino una manera de ser) pasamos a menudo por Santa Cruz y en mi caso, hasta las fachadas de la Calle Castillo me producen recuerdos y hasta una cierta melancolía.
Cordiales saludos.
Leer más