Al púgil Ken Norton, campeón del mundo de los pesos pesados, que le rompió la mandíbula a Muhammad Ali, en una épica batalla ganada a los puntos en doce asaltos, y que no interpretó a Apollo Creed porque, a su lado, Stallone habría parecido un pigmeo: in memoriam
El 24 de marzo de 1975, cinco meses después de haber recuperado la corona mundial de los pesos pesados, en Kinshasa, Zaire, derrotando contra todo pronóstico al hasta entonces inexpugnable George Foreman, Muhammad Ali puso por vez primera en juego su reconquistado cetro ante un don nadie. Se trataba de un descomunal púgil blanco, Charles "Chuck" Wepner, que, con treinta y siete años de edad y unas cuantas libras de carne de sobrepeso, poseía un gris historial de una treintena de victorias (la mitad de ellas por K.O.), una docena de derrotas y algún que otro combate nulo.
Que un boxeador de tan poco talento como proclive a sufrir aparatosos y sangrientos cortes en las cejas llegase a disputar el título de campeón absoluto ante una de las mayores leyendas que ha conocido el cuadrilátero sólo es achacable a las innumerables zonas de penumbra que envuelven a este gran (y, en muchos aspectos, repugnante) negocio disfrazado de práctica deportiva.
El caso es que Wepner, un asiduo a las peleas celebradas en clubs privados y alejadas de los focos y de las grandes ganancias, compareció como víctima propiciatoria ante un Ali que, ávido de dólares y de gloria, trataba a toda mecha de recuperar el tiempo y el dinero perdidos durante los casi cuatro años en los que el Gobierno norteamericano le impidió ponerse los guantes, debido a su negativa a ser movilizado para la guerra de Vietnam.
Consciente de su infinita superioridad, Ali se presentó al combate contra Wepner fuera de forma, mientras que su rival intentó aprovechar al máximo la oportunidad de su vida. Con las apuestas en contra (treinta a uno), el púgil originario de Nueva Jersey aguantó durante ocho asaltos las tibias acometidas del campeón, quien, en el noveno round, sufrió un ligero traspiés, tras recibir un, en apariencia, inofensivo golpe en el costado izquierdo, y cayó a la lona. En medio del estupor general, el árbitro, Tony Pérez, inició la cuenta de protección y un perplejo Ali se levantó en seguida. Luego, presa de un ataque de furia, no exento de su habitual teatralidad, se abalanzó sobre el pobre Wepner, cuyo cuerpo se convirtió, durante los siguientes siete asaltos, en un saco de arena.
Desecho, literalmente empapado en su propio sudor, con el rostro tumefacto y la piel cubierta de cardenales, el bravo boxeador de Bayonne aguantó en pie justo hasta casi el final, cuando hincó la rodilla, a falta de diecinueve segundos para que sonase la campana, y fue derrotado por K.O. técnico.
La pelea no habría pasado a la historia del pugilismo de no haber contado con un espectador de excepción: un oscuro actor que no había conseguido ningún papel relevante en años, que había hecho porno blando para poder comer, que malvivía en un apartamento minúsculo y que había visto cómo rechazaban una y otra vez todos los guiones que escribía de su puño y letra.
Inspirado por el combate entre Mohammed Ali y Chuck Wepner, Sylvester Stallone completó la historia de Rocky en apenas tres días y, un año después, el film se alzaba con el Oscar a la mejor película del año.
Aunque se rodó con un ínfimo presupuesto, inferior a los dos millones de dólares, el largometraje cautivó a decenas de miles de espectadores en todo el mundo, que se conmovieron con las peripecias de un personaje entrañable, algo tosco y sin muchas luces, que vivía en la pantalla una versión proletaria (y un pelín cutre) del cuento de Cenicienta y que encontraba el amor verdadero entre los brazos de una frágil dependienta de una tienda de mascotas, tímida, miope y encantadora (maravillosa interpretación de Talia Shire, hermana en la vida real del cineasta Francis Ford Coppola), con un hermano bruto y grosero (encarnado por un soberbio Burt Young).
Vista hoy Rocky es un pequeño gran film (rodado con asombrosa economía por el realizador John G. Avildsen), una fábula realista que muestra una ternura y una compasión inhabituales en la ficción cinematográfica y televisiva contemporáneas. En ese sentido, algunas de sus más memorables secuencias (el paseo de la pareja protagonista por una pista de hielo vacía, el duro entrenamiento diario al que se somete el sorprendente aspirante al título -con la sesión de "saco" en el interior de la cámara frigorífica, entre piezas de ternera- o el extraordinario diálogo que sostiene el púgil con su anciano entrenador, que viene servilmente a ponerse a su disposición después de haberle rechazado con anterioridad -el fabuloso trabajo del secundario Burgess Meredith merecería un artículo entero-) hacen olvidar la precariedad de medios e incluso nos convencen de la autenticidad de un combate final donde los dos intérpretes (nadie puede imaginar un mejor rival para Rocky que el Apollo Creed de Carl Weathers) se emplean a fondo en una coreografía (dirigida por el propio Stallone) que aún ruboriza a los puristas del boxeo.
Este curso académico tengo la inmensa fortuna de colaborar con el compañero de Historia, Roberto Merino (como yo, también periodista metido en este berenjenal de la enseñanza), a la hora de dar clases de Lengua a un reducido grupo de pibes de Primero de ESO: repetidores, perdedores y perdedoras, con la autoestima por los suelos y unas no muy optimistas perspectivas sobre sí mismos.
Con el propósito de aligerar las sesiones lectivas y de que se empapen de celuloide de calidad (y, asimismo, de buenas intenciones) los viernes los dedicamos a ver ciertos films que puedan aportarles algo a estos chicos y chicas que se encuentran tan perdidos en la plenitud de su adolescencia. Después de visionar El show de Truman y En busca de la felicidad, esta semana le ha tocado el turno a Rocky Balboa, el último capítulo de la saga que Stallone ha dedicado a su criatura preferida. La idea de disfrutar de este acertado y emotivo colofón a una de las series cinematográficas más coherentes que uno recuerda vino de uno de los propios alumnos, Cristopher Zamora Goya, quien confesó que es un verdadero fan de todos los largometrajes anteriores y que suele enchufarse en los cascos el inolvidable leitmotiv de Bill Conti cada vez que sale a entrenar y emprende la solitaria travesía del corredor de fondo.
Y uno mira a Cristopher, que es bajito, revoltoso, irascible y que en ocasiones se deja arrastrar por unos demonios que ni siquiera él mismo atisba, y descubre que el secreto para que la historia de Rocky siga resultando aleccionadora en un mundo en el que todo parece derrumbarse radica, precisamente, en aquello de lo que más orgulloso se siente su creador y que ha sabido explicar con muy atinadas palabras:
"Como cineasta he hecho muchas cosas de las que incluso me avergüenzo -asegura Sylvester Stallone-. Pero si de algo estoy satisfecho con respecto a mi carrera es que nunca he traicionado a mi personaje y he tratado de mantener intacta su integridad".
spica
Muy buen comentario Don Pedro Luis, y absolutamente necesario y merecido para el articulista. Como se expresa hoy la gente joven, es una autentico CRACK. José Amaro, felicidades y un fuerte abrazo.
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pevalqui
El cine, gran recurso para alumnos a quienes las últimas horas de los viernes, asisten en el mejor de los casos en las clases con absentismo, a través de un genial prólogo, ya reiterado en éste blog, ante la figura de un grande entre los grandes, como Mohammed Alí, a quién emuló un actor no precisamente brillante como Stallone, en la película que lo alzó a la fama.
Buenas noches. Saludos cordiales.
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Pintao
Por lo general en los tiempos que corren me sucede que casi todo lo que leo se me inclina hacia la vertiente social de día a día.
El artículo con el que nos deleita esta semana Don José Amaro, entiendo que al mismo tiempo nos desafía a ver si somos capaces de intentar que destile algunas gotas más de su valioso néctar.
Lo intentaré, aunque vea el panorama bastante sombrío.
Consigue Stallone redimir con su serie a este tipo de ciudadano que otras películas americanas retratan como el "loser", el perdedor.
Es tremenda la frecuencia con las que los americanos y sobre todo los jóvenes utilizan este adjetivo , "h´is a loser" dicen de un compañero de clase o de trabajo que no es tan brillante como los "winner", los que, en la sociedad tremendamente competitiva en la que viven son más brillantes, llegan más lejos, venden más.
Por lo general el "loser" está destinado a sobrevivir como pueda, al menosprecio mal disimulado, o a lo peor, a la delincuencia.
Pero mejor vamos a por la realidad. A los pibes repetidores de primero de la ESO.
Cuando por la razón que sea te topas con la cruda realidad de muchos de los adolescentes y jóvenes de nuestros barrios, que formando corrrillos en las esquinas pasan el tiempo muerto con las ilusiones por los suelos y adoptan una actitud de desesperanza, empiezas a ver un aspecto de nuestra querida Canarias que cabrea y asusta al mismo tiempo.
La "sociedad canaria" les ha fallado, les a dado a entender cuando eran niños que disponíamos de un paradigma al que agarrarse que le llamaba futuro y le hemos dado con la puerta en las narices.
Que pena tiene que darle a los profesores que ven que el grupo de perdedores es grande y si nadie lo remedia va a ser mayor, porque no vemos caminos en el horizonte por los que podamos enseñarles a caminar.
El más grueso nubarrón que veo en el horizonte lo acabo de leer en La Provincia el semana pasada.
Dice el reputado economista Arecibia Rocha, que debido a la desmedida cantidad de emigrantes que legítimamente por su parte, se instalaron en Canarias, en los últimos doce años, el diseño de la pirámide demográfica actual predice que en los próximos cuatro años, varios cientos de miles de jóvenes estarán en condiciones de incorporarse al mercado laboral. Como el número de jubilaciones por razones obvias será mucho menor, y como no hay razones serias para creer que vaya a haber ningún sector capaz de producir suficientes empleos, a partir de 2.016 podríamos estar por encima del medio millón de parados.
Yo no soy demógrafo ni sociólogo pero que va a ser de una masa de desempleados por encima del 40 %?.
Recuerdo un artículo semejante del mismo economista de hace cinco o seis años. No contando con la crisis, pero considerando que la vaca del turismo no seguiría creciendo, sino una normal estabilización y por ende parada de la construcción desenfrenada, ralentizaría la creación de nuevos empleos.
Vaticinaba el observador economista la cifra de trecientos mil parados para el dos mil catorce.
En aquel momento la población canaria se iba aproximando a los dos millones. Hoy somos dos millones trecientos mil y los parados cuatrocientos mil.
Hay muchos barrios y poblados construidos con mucha prisa y mal gusto, donde esta noche habrá muchos adolescentes que lo verán todo negro al ver a sus padres reunir lo que pueden para darles de cenar.
Esa es la pura realidad que no es capaz de mover ni un pelo a nuestros próceres que lejos de preocuparles el asunto, piensan que de peores hemos salido y no hacen nada aparte de mirar por sus propios intereses.
Vergüenza de país que no es capaz de sacudirse de encima tanta indolencia.
Decía la Sra. Cospedal ayer que Canarias tiene mucha suerte al contar con un político como el Sr. Soría en el Gobierno, que seamos optimistas mirando al futuro que nos aguarda.
Cuando oigo a una alta dirigente de este país decir tales cosas sin dignarse explicar ni lo más mínimo en que consiste el milagro que nos va a hacer el Sr. Sria, si que creo con bastante razón que en el fondo nos consideran una manada de "bobotiezos" como dicen los barloventeros.
Perdonen la extensión desmesurada pero me ha valido de terapia, pues creo que es urgente hacer algo y nadie se mueve.
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jacarrillo
Mil gracias, Pedro Luis. Usted le sube la moral al más desalentado. Gracias, de corazón.
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PedroLuis
Siempre un placer. Felicidades, maestro.
Ya sé que una cosa no excluye a la otra, el periodismo a la docencia, ni la docencia al periodismo. Ni mucho menos.
Aún así, cuando leo un artículo como este (como todos los suyos, para qué carajo excluir ninguno), me digo por lo bajito: "qué hará un personaje como éste, dando clase a pibes pasotas en un instituto perdido"… Sin terminar la frase, recupero el tino y le doy vuelta a la frase: ¡Qué suerte han tenido los pibes de este imprescindible instituto, poder contar con un profesor como éste!
Qué se joda el periodismo.
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