A Marcos J. Rodríguez, in memoriam
Hace veinte años estaba compartiendo mesa y mantel, en el bar Antolín (en el polígono industrial de Los Majuelos), justo encima del edificio que entonces albergaba La Gaceta de Canarias, junto a varios compañeros de la redacción. A la hora del almuerzo, creo recordar que estaban Pedro Machado (de Economía), Ata Jiménez (Parlamento), alguien de Deportes (para nosotros, la República Independiente de Deportes, que capitaneaba un joven periodista de raza, Marcos Rodríguez) y mi gran amigo y camarada David Sanz, que cubría la sección de Política.
Cuando la segunda aeronave impactó contra el rascacielos, en medio de un silencio expectante de repartidores de Todo Hogar, transportistas, empleados de Junkers y redactores cariacontecidos y peor pagados, la pantalla mostró el rostro cerúleo y la estúpida sonrisa profident de Matías Prats y, en mi desconocimiento total de la aviación civil, pregunté si se trataba de una avioneta.
Pedro Machado, certero y preciso como siempre, atinó sin dudar: “Eso es un avión de pasaje. Y grande”.
Los hechos que acontecieron inmediatamente después de aquella comida accidentada, que tuvimos que finalizar apresuradamente para regresar a nuestros puestos de trabajo, me confirmaron que, a través del ejercicio profesional del periodismo, jamás iba a llegar a ninguna parte (la dirección del periódico se tomó las extraordinarias dimensiones del acontecimiento con un interés más bien tibio, casi rutinario, y a las diez de la noche todos los jefes habían desertado de sus despachos y se habían mandado a mudar) y que, a partir de esa fecha, en la realidad cotidiana ya nada sería igual.
Veinte años después de esa mañana, que amaneció soleada y calurosa, el mundo es hoy un lugar mucho más inhóspito, incierto y hostil, y, de forma progresiva e inexorable, retornamos, paso a paso, verso a verso, a una especie de nueva y polvorienta Edad Media: con sus cruzadas, cruzados y cruzades; sus pandemias y pandemios; sus siervos, siervas y sierves; sus analfabetos, analfabetas y analfabetes y sus señoras, señores y señoros feudales.
Como diría el clásico: Nihil novum sub sole.
O lo que es lo mismo:
“Unos que nacen, otros morirán.
Unos que ríen, otros llorarán.
Aguas sin cauces, ríos sin mar.
Penas y glorias, guerras y paz.
Siempre hay por quién vivir y a quién amar.
Siempre hay por qué vivir, por qué luchar.
Al final, las obras quedan, las gentes se van.
Otros que vienen las continuarán, la vida sigue igual”