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El callejón
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No les des ni un duro, Faustino

A Rafael Azcona, in memoriam

D.E.P el señor

Don Orfeo Alegre Ríos

Que falleció el 6 de enero de 1994 y el 14 de abril de 2002, a los ochenta y dos años de edad, tras recibir los Santos Sacramentos y la Bendición Apostólica

            Su sobrino, Lázaro Alegre Fernández; su sobrina política, Carmen Dolores Cuervo Benítez; sus sobrinos-nietos, Lázaro, José Antonio, Francisco y Juan Evaristo Alegre Cuervo; sus sobrinos-bisnietos, Lázaro, Leopoldo y Carmen Dolores; primos, primos-sobrinos, primos-nietos y demás familiares.

            RUEGAN a sus amistades y personas piadosas una oración por el eterno y definitivo descanso de su alma y la asistencia a la misa, que tendrá lugar hoy, 2 de mayo, a las ocho de la tarde, en la iglesia de San Pancracio, de esta capital; favores que se agradecerán profundamente.

-¿Le gusta así o prefiere poner una foto? Sepa usted que con foto sale más cara.

-No, así está bien. Él la prefería corta, sencilla, que no llame mucho la atención.

-¿No quiere añadir alguna frase? Es más barato.

-¿Alguna frase?

-Sí, señor, a modo de epitafio. Algo así como: "Siempre te echaremos de menos, Pepe".

-Orfeo.

-¿Qué?

-Orfeo -se lo tengo que repetir, porque el chico no se entera, o se quiere pasar de listo conmigo, que también es posible, a mi edad…- Le recuerdo que el fallecido se llamaba Orfeo, no Pepe.

-Usted disculpe, sí, me había olvidado, el nombre era Orfeo, perdone… De todas formas, solo trataba de ponerle un ejemplo. Pues eso, que si usted lo estima oportuno, por menos de un euro puede escribirle una frasesita de rigor. Aproveche, hombre, estamos de oferta…

-No, gracias. El señor Orfeo no deseaba ni fotos ni frasesitas ni nada de nada. El texto que le acabo de dar y punto… Eso sí, procure que la esquela aparezca en una página sin noticias. Don Orfeo me dejó muy claro que, ya que pagaba él, no quería que el anuncio saliese al lado de ningún atraco a una gasolinera o de la crónica de ningún partido de fútbol, ni nada que se le parezca. A ser posible, le ruego que este aviso salga en una página que sólo contenga necrológicas. ¿Me ha entendido?

-Sí, señor, pero como usted comprenderá eso no depende de mí. Arriba, en redacción, son ellos los que rellenan los huecos.

-Pues procure que ésta aparezca en una página bien repletita, ¿eh? En la que no haya espacios en blanco por rellenar, ¿vale?

¿Será cretino el tío? Con lo serio que era don Orfeo para sus cosas. "Los muertos no quieren que se les moleste", me dijo la primera y última vez que nos vimos. Y don Orfeo hablaba con conocimiento de causa, porque, aunque suene mal, don Orfeo, de muertos, entendía un rato. Y sí, por qué negarlo, era un caballero muy ordenado. En lo poco que lo he tratado no le he conocido ningún despiste, ni el menor desliz. Y me imagino que en su vida habrá dejado escasísimo margen para la improvisación. Al menos, en lo que respecta a mí, siempre fue muy cuidadoso, hasta en el más insignificante detalle.

Por ejemplo, en estos últimos siete años no dejó de enviarme por Navidad su tarjeta de felicitación, escrita de su puño y letra, que yo reconocía, a pesar de que nunca indicaba el remitente. No sólo su caligrafía -pulcra, bien trazada, sin faltas- resultaba imposible de confundir, el agradable tono de las misivas, la fórmula respetuosa con que solía preguntar por mi esposa y por nuestros hijos, revelaba que detrás de aquellas palabras sólo podía estar él.

"Estimado amigo -el encabezamiento siempre el mismo-, por estas fechas, como cada año, le escribo estos párrafos para expresarle, una vez más, mi infinito agradecimiento, dado que no podré olvidar mientras viva que, gracias a usted, hoy disfruto del sueño que, en virtud de su impagable ayuda, he podido hacer realidad…"

Luego añadía unas cuantas líneas en las que, muy discretamente, daba cuenta de los últimos avatares de su existencia, para, a continuación, mostrar un sincero interés por la suerte de mi familia. Por cierto, siempre me he preguntado por qué mandaba saludos para mis hijos si nosotros, al menos que yo sepa, no tenemos descendencia.

Confieso que cada vez que se acercaba el mes de diciembre aguardaba con impaciencia el momento en que su carta aparecía en el casillero de mi apartado de correos, con el nervioso revoloteo de una mariposa que te agradaba encontrar. Sus envíos han seguido escrupulosamente un ritmo anual tan solo roto en dos ocasiones y en el último mes. Primero recibí un sobre sepia cuyo interior guardaba una breve nota manuscrita, en la que don Orfeo me anunciaba la inminencia de su muerte, desde la convicción de quien siente que el tiempo ha podido conmigo, mi muy estimado amigo, así que en una próxima misiva, que espero reciba en breve, le consignaré con mayor detalle qué último favor me gustaría que me satisficiera.

Apenas hace una semana, poco después de que el cónsul de España notificara oficialmente su óbito, recibí un segundo sobre con un único papel: escrito a máquina, contenía el texto de la esquela que acabo de entregar a ese pazguato y, en el margen izquierdo, añadida a mano, don Orfeo expresaba su voluntad de que tal necrológica apareciese sin pompa alguna, en una página en la que solo estemos nosotros, los muertos, porque no quiero al lado noticias de última hora: ni robos, ni fútbol, ni declaraciones de ningún político del tres al cuarto…

Conservo con especial cariño, para qué negarlo, el paquete de diez postales, siempre debidamente ensobradas, que don Orfeo ha estado enviándome desde que nos conocimos hace casi ocho años, cuando el señor Alegre Ríos murió por primera vez.

Aquella mañana de Reyes, Carlitos, el celador, entró alarmado en la sala de urgencias, con la desagradable noticia de que un señor mayor acababa de caer fulminado a las puertas mismas del ambulatorio.

"Creo que ha palmado, doctor Rial, el viejo envorcó", me recalcaba con los ojos muy abiertos el auxiliar, que aunque lleva más de quince años viviendo en la Península no se ha podido deshacer de su acento canario.

"No me sea usted bruto, Carlitos, y hable con propiedad", le advertí al muchacho, mientras procuraba darme toda la prisa de la que era capaz.

Al llegar a la entrada del centro de salud donde prestaba mis servicios desde hacía un par de trienios, ya se había concentrado una pequeña multitud. De espaldas a mí, las chicas de la recepción, que al estar de prácticas les había tocado trabajar en festivo, estaban allí, de pie, paralizadas, agarradas con fuerza la una a la otra y mirando las dos hacia el suelo como si temieran asomarse a un balcón desde el que pudiesen contemplar una escena digna de Dante. Las rodeaba un reducido coro de señoras de avanzada edad, que, desocupadas y ociosas, huérfanas de nietos a los que malcriar el día de la Epifanía del Señor, habían decidido echar la mañana en el ambulatorio y también miraban con pavor al interfecto.

Tardé unos segundos en hacerme paso entre los curiosos hasta que conseguí acercarme al cuerpo. Al principio no pude verlo bien, ya que Goyito, el borrachín que habíamos adoptado como ordenanza entre comillas y que se encargaba de hacernos los recados a todo el personal, le había desabotonado al individuo la americana y abierto la camisa y trataba de practicarle unos torpes masajes de reanimación, que había aprendido en sus tiempos de camillero en la Cruz Roja, poco antes de que el brandy 103 se le cruzase en el camino.

"Atrás, por favor…", les pedí haciéndome un hueco a empujones.

"¡Ya está aquí el doctor!", atronó una mujer detrás de mí, en un alarido atroz.

"¿Cómo está, doctor? ¿Se salvará?", vociferaban a mi alrededor antes de que ni siquiera me hubiese acercado al sujeto.

Nada más verme, Goyito dejó de estrujar el cuello del paciente, cuyo pecho había estado golpeando con insensata desesperación. Su enjuto rostro, empapado en sudor, se giró hacia mí y se contrajo en una expresiva mueca mitad de disgusto y mitad de resignación.

En una primera auscultación me fue del todo imposible hacer un diagnóstico medianamente acertado que corroborase ningún extremo, ya que, a esas alturas, la mezcla de gritos y de llantos, a los que hay que sumar el inesperado desmayo de una de las ancianas, me obligaron a tomar la rauda decisión de trasladar al señor a un cubículo en la sala de urgencias.

Con ayuda de Carlitos, el celador, y de Fermín, el guardia de seguridad del ambulatorio, entramos el cuerpo del hombre y lo depositamos con sumo cuidado en una camilla. Mientras tanto, Goyito volvía a ejercer sus escasas dotes quiroprácticas en la exigua anatomía de la mujer que había sufrido el desvanecimiento. Al final, Carla, la auxiliar, se encargó de consolar a la anciana, librándola de las garras de tan bienintencionado como ineficaz sanitario. Por mi parte, yo me quedé a solas con el viejo que aparentemente acababa de sufrir un ataque.

Fue al intentar tomarle el pulso cuando, de forma completamente inesperada, aquel muerto que no estaba muerto me sujetó el brazo derecho con una violencia descomunal y, en un arranque de descortesía que yo entonces pasé absolutamente por alto, acercó su cabeza a mi oído izquierdo y me susurró: "No les des ni un duro, Faustino".

Aquella fue la primera y última vez en toda nuestra relación en que se atrevió a tutearme. Yo, claro está, ni me di cuenta. Igual que tampoco advertí cómo demonios aquel señor, que acababa de propinarme el mayor susto en toda mi carrera y al que no conocía de nada, me llamaba por mi nombre. Cómo iba a captar o a entender algo, si mi cerebro cabalgaba a una velocidad de vértigo y trataba de procesar un millón de datos por segundo.

"Perdone el atrevimiento, doctor, pero, como médico que es usted, comprenderá que me encuentro en una situación muy delicada", añadió y, dicho lo cual, cerró los ojos y dejó caer el cuello sobre el esternón, como si le hubiesen desenchufado, al mismo tiempo que irrumpía en el cubículo Carlitos, el auxiliar.

"¿Necesita ayuda, doctor Rial? -Me preguntó. Pero yo no supe qué decir-. ¿Ha muerto?

"¿Quién ha muerto?", atiné a balbucear.

"El viejo, doctor. ¿La ha palmado?", dijo señalándome al cadáver parlante, cuya cabeza yacía sobre mi hombro izquierdo.

"Sí… Bueno, no sé… Tal vez… Quizá… En fin, Carlitos… Ya sabes cómo son estas cosas", creo que acerté a decir. El celador se limitó a mirarme un tanto desconcertado ante mi nebulosa respuesta.

"Bueno, bueno, doctor Rial. Si me necesita, ya sabe dónde estamos. Aquí fuera hay organizado un follón de mucho cuidado. ¡Claro, como estamos bajo mínimos! ¡A quién se le ocurre morirse el día de Reyes, coño!".

Nada más salir por la puerta el celador, el moribundo que un segundo antes agonizaba pesadamente en mi hombro volvió a la vida para pedirle disculpas de todo corazón, doctor, ya sé que esto le resultará por completo extraño, pero si me deja un minuto se lo explico con pelos y señales, ah, lamento haberme tomado estas confianzas con usted, doctor, incluso haberlo tuteado, pero, en mis actuales circunstancias, usted entenderá que uno pierda un poco la cortesía: leí su nombre en la solapa, ¿ve? Ahí lo pone bien clarito: doctor Faustino Rial Vázquez, médico, yo me llamo Orfeo Alegre Ríos, para servirle.

Y, a continuación, sin darme tiempo a reaccionar, sin que pudiera apenas abrir la boca, don Orfeo me confesó, siempre al borde de las lágrimas, que tenía 74 años, que vivía solo desde que su esposa, Carmencita, lo dejó siete años atrás, después de sufrir una triste agonía que la fue apagando poco a poco, como una vela, y me recalcó una y otra vez que él no quería pasar de nuevo por lo mismo, porque además él no tenía a nadie, Dios no les había bendecido con la ventura de los hijos, y cobraba una modesta pensión como empleado municipal, suficiente para ir tirando, mientras mata las tardes en la sede de un club de dominó del que es socio desde que tiene memoria y, en esas estaba, a la espera de un día volver a reencontrarme con ella, con mi Carmencita, cuando esta mañana la vida vino a sacudirme los cimientos, doctor, mire que llevo comprando lotería, si he gastado en décimos y en quinielas, y hoy, mire usted por dónde, la suerte tocó a mi puerta, como dicen los cursis, y es que está visto que nunca se sabe qué cartas le pueden salir a uno.

Entonces, caí por fin en la cuenta de que hacía un rato se había celebrado el sorteo del Niño y a don Orfeo se le presentaba ahora una oportunidad que no podía dejar escapar, pero para eso tengo que desaparecer, doctor, porque no me van a dejar en paz, usted no los conoce, son capaces de cualquier cosa con tal de hacerse con ese dinero, doctor, usted no sabe cómo se las gasta el hijo de mi difunto hermano, Luis, él es el único pariente consanguíneo y directo que me queda, pero créame si le digo que ni el mismísimo demonio es tan ruin como el sinvergüenza de mi sobrino Lázaro, por no hablarle de su señora, Dolores, no en vano se apellida Cuervo. Nunca se ha visto reptar por este mundo tamaña víbora, doctor, usted tiene que ayudarme a que me libre para siempre de ellos, porque en cuanto se enteren de que me ha tocado la lotería, porque puede usted estar completamente seguro de que se enterarán, no me van a dejar tranquilo.

Por si acaso, y antes de que Elías, el del estanco frente a la plaza de la iglesia, se fuese de la lengua, ya que -como él mismo se encargaría de contar a los periodistas- fue quien le vendió un décimo del 41.570, don Orfeo había organizado un plan, descabellado, horripilante, monstruoso, pero plan al fin y al cabo, que le permitiría huir, evaporarse, borrar sus huellas de este mundo. Sin embargo, para conseguirlo, necesitaba la ayuda de alguien, mi ayuda, así que se lo ruego, por favor, doctor, apiádese de este viejo, hágame ese favor, ayúdeme a morir…

La entrada en la sala de urgencias de Fernando, el agente de la Policía Local, se produjo en medio de un estrépito de personal sanitario, de las ancianas y de curiosos que pasaban por allí en el momento en que estalló el jaleo y yo dudé. Confieso que, por unos instantes, no supe qué debía hacer. En esos segundos, acuciado por el desorden, la estupidez y la novelería, se me pasó por la cabeza toda mi vida profesional: los años de estudio en la Facultad, las madrugadas tremendas para un último repaso a los apuntes, las prácticas en el instituto anatómico forense, mi primera matrícula de honor, hasta el juramento hipocrático. Aunque he de reconocer que la irrupción de aquella marabunta de impertinentes en el cubículo donde yacía inerte, otra vez, Orfeo Alegre Ríos, no me dejó otra opción, más que fuera para salir del paso, que cubrir ceremonialmente con la sábana blanca, a modo de sudario, al falso cadáver. Gesto que, de forma casi automática, fue recibido con un suspiro de disgusto por algunas de las señoras de avanzada edad que se encontraban presentes y que no tardaron en romper en sollozos, seguidos del correspondiente ave María Purísima, sin pecado concebida…

Luego, muy diligentemente, acompañé a aquella muchedumbre de compungidas caretas hasta el pasillo.

"Fernando, si es usted tan amable, haga el favor de avisar a la familia, que yo mismo, en calidad de médico forense, que también lo soy, procederé a certificar la defunción de este hombre", le dije al agente en un tono cargado de solemnidad.

"¿Quién era, doctor?", me preguntó.

"Un tal Morfeo", contesté.

"¿Morfeo? -matizó extrañado- ¿No se referirá a don Orfeo, verdad?

"Sí, creo que sí. Creo que ése es su nombre. Bueno, en fin…"

Entonces, el policía dibujó en su rostro un perfecto retrato de la contrariedad.

"¡Qué lástima! ¡El pobre! ¡Mira que ocurrirle esto en un día como hoy! ¡Con lo contenta que está la gente por lo de la lotería!".

Sobra decir que, en las horas que siguieron a la primera muerte de don Orfeo Alegre, me ocupé y preocupé de estar el mayor tiempo posible junto al falso occiso. Por otra parte, el intenso trasiego de visitantes -en su mayoría, amigos y conocidos del finado e igual que él socios del club de dominó- que hicieron acto de presencia en el centro de salud, en cuanto la noticia de su fallecimiento corrió como la pólvora, impidieron que pudiese cruzar apenas unas palabras más con el difunto, quien, en todo momento, supo asumir con admirable estoicismo los rigores de su funesta condición.

En lo que a mí respecta, los angustiosos remordimientos que, en un principio, me acompañaron tras haber tomado tan descerebrada decisión, comenzaron a disiparse al comprobar que, en efecto, quizá el anciano no había mentido en lo referente a la depredadora naturaleza de su parentela, ya que, a pesar de que fue avisado casi al instante del óbito de su señor tío, ni Lázaro Alegre, ni su mujer, ni ninguno de sus cuatro hijos y, muchísimo menos, ninguno de sus nietos, tuvo a bien pasarse por el ambulatorio.

Menos mal que don Orfeo, en un nuevo alarde de previsión, había suscrito un seguro que cubría los gastos del entierro, así que, pasadas las siete y media de la tarde, se personaron en el centro de salud los empleados de la funeraria para recoger al difunto. Dado que yo mismo había firmado el acta de defunción, insistí en acompañarles hasta la sala en la que permanecía el cuerpo sin vida del señor.

Resulta difícil traducir en palabras la terrible desazón, la desagradable angustia que me produjo contemplar cómo, una vez descubierto el fallecido, los dos operarios, altos, talluditos, cogían en peso los setenta y pocos kilos de don Orfeo y los introducían en el ataúd. Por fortuna, no era éste un hombre excesivamente largo y cupo sin dificultad dentro de la caja. En este caso, resultaba increíble lo bien que el muerto había adoptado su papel de muerto: ni un parpadeo, ni el más mínimo temblor de barbilla, ni una gota de sudor que lo delatase. Incluso su rictus, asombrosamente pálido, casi cerúleo, me habría convencido de su mortandad, de no haber estado hablando con él horas antes. Hasta ese extremo de macabra verosimilitud había llevado don Orfeo su caracterización como fiambre.

"¿Hace calor, verdad?", les pregunté a los empleados de la funeraria, porque yo empezaba a sentir una cierta opresión en mi cabeza.

"Pshé", contestó uno de los mozos, mientras aseguraba la tapa. El féretro era de un color marrón muy oscuro y estaba hecho de madera de pino barnizado.

"Bueno, si le digo la verdad, en un día como hoy uno no tiene ganas de nada -apuntó el otro operario-. Con tanto brindis y tanta botellita de champán descorchándose por ahí, lo menos que le apetece a uno es trabajar… Menudo día de Reyes… ¿Calor? Hoy hace frío, calor… Da igual… Si hubiese pellizcado un décimo de ésos, iba a estar yo aquí con la mercancía… ¿Verdad, Marcos?".

"Pshé", repitió su compañero.

Terminaron de sellar la tapa del sarcófago y, de pronto, sentí que mis tripas se sobrecogían en una mueca de dolor.

"¿Está bien cerrado, no?", la pregunta los cogió por sorpresa porque ambos me miraron un tanto perplejos.

"¿Usted que cree? -contestó el más parlanchín, que tomó el ataúd por un extremo mientras su colega asía el otro con ambos brazos-. Anda, Marcos, vamos, con cuidado, que se nos hace tarde y hay que dejar el paquetito en la oficina cuanto antes.

Los operarios cargaron el féretro con don Orfeo y lo sacaron por la puerta principal del ambulatorio en medio del silencio compungido del personal sanitario, congregado a la entrada. Ya era noche cerrada y en la calle empezaba a respirarse la triste resaca con que acaban todas las celebraciones.

Cuando el coche fúnebre arrancó, Carlitos, el celador, que como yo estaba haciendo doble jornada, se me acercó y dijo en un hilo de voz:

"Hay que ver, qué cosas tiene la vida, ¿verdad, doctor Rial?".

"Como le dijo una prima a mi abuela, en paz descansen las dos: "La vida, Manola, la vida…" No somos nadie, Carlitos. Átomos en una nube efímera, un día de tormenta", le espeté.

El auxiliar me lanzó una de esas miradas de conmiseración que dirigimos a aquellos que han perdido el tino y, sin más explicaciones, regresé a mi puesto de trabajo. Aún me quedaba más de una hora para acabar el turno.

Luego, a pesar del cansancio, no me quedó otro remedio que ir al velatorio. Serían las dos de la mañana. Allí no había un alma. Bueno, sí. Estaban el cuerpo y el alma de don Orfeo. Con mucho sigilo, me acerqué al ataúd, al que habían rodeado de cuatro cirios que Julián Aceituno, el encargado, ni se había preocupado en encender. Tras cerciorarme de que nadie me veía, puse mi mano sobre uno de los laterales del cajón y golpeé dos veces. No obtuve respuesta. Mi boca se llenó de una especie de estropajo con sabor a cobre, y volví a sentir calor. Me sobrevino un leve mareo, me faltaba el aire. Golpeé la caja de nuevo y no hubo sino silencio. No podía respirar. Un pensamiento espantoso cruzó mi mente justo cuando noté algo detrás de mí. Alguien me tocó el hombro.

"Pensé que no vendría nunca", escuché. La frase sólo está compuesta de cinco palabras, aunque tardé una eternidad en oír una tras otra, de la primera a la última. Fueron tan solo unas centésimas de segundo, pero por un instante pensé que el muerto era yo.

"Tranquilo, no se asuste -don Orfeo sonreía al contemplar mi expresión de pavor-. Estoy bien. Me he estado a punto de ir sin despedirme de usted pero, entienda, me urge. Tengo que salir de la capital cuanto antes. Comprenda: dentro de unas horas mi incinerarán".

Yo seguía observándolo cariacontecido, sin decir nada. Del interior de su chaqueta sacó el mango de un destornillador.

"¿Ve? -me dijo-. Yo siempre he dicho que un hombre precavido vale por dos".

Me atreví a revisar su aspecto. Llevaba puesto el mismo traje con que se había presentado esa mañana en el ambulatorio, aunque ahora estaba cubierto de arrugas, como si lo hubiesen metido en la centrifugadora. Pálido, con los ojos hundidos, demacrado, don Orfeo me pareció el cadáver perfecto.

"Calle, calle, que por poco no lo cuento: a esos desgraciados de la funeraria les dio por parar en algún sitio y casi me asfixio. Entre la paliza que me dio Goyito para reanimarme y el viajecito en el coche-cama he estado a punto de palmarla de verdad", reconoció don Orfeo, al tiempo que señalaba hacia el ataúd.

"Luego, aquí, apenas me han prestado la menor atención. Como le importo un carajo a mi familia y dejé mi funeral pagado por anticipado, ni siquiera se preocuparon por maquillarme: abrieron la tapa y la volvieron a cerrar, como para comprobar que todavía seguía adentro y no me había volatilizado -explicó el hombre con un tono que a mí más bien me sonó a desencanto-. En fin, le dejo, doctor Rial. Voy a aprovechar ahora, porque todavía tengo que buscarme un sustituto en el almacén de Lizardo, un viejo sastre que conozco y que permanece cerrado a cal y canto desde que el dueño se marchase al otro barrio hace un par de años. Le doy mi palabra de que tendrá noticias mías".

Don Orfeo alargó su mano para estrechar la mía.

"¿Quiere que lo lleve a algún sitio? A lo mejor es peligroso que salga ahí fuera", le sugerí.

"No se preocupe, doctor. Mi casa queda a dos pasos de aquí. Además, ahora están todos durmiendo", apuntó don Orfeo.

Me apretó con fuerza su mano y se encaminó a una puerta que parecía cerrada y que abrió sin mayores dificultades.

"Esta puerta da a una salida por detrás: es la escalera de incendios. Yo trabajaba en el Ayuntamiento cuando le dimos la licencia de apertura a este edificio", me contó desde el umbral.

"¿Y sus amigos del dominó? ¿No querrán venir a verle para despedirse de usted?", le inquirí.

"Olvídese de ellos. Hace tiempo que llegamos a un pacto de caballeros por el que nos comprometíamos a no ir al entierro de ninguno de nosotros. Con la edad los viejos nos volvemos bastante aprensivos, ¿sabe usted? No queremos tener nada que ver con la muerte. Ya me reencontraré con ellos en la otra vida, si es que la hay".

"¿Y su sobrino? ¿No estará aquí para el funeral?", se me ocurrió preguntarle antes de que lo perdiese de vista.

"A ése, mejor ni mencionarlo. Y, si no me equivoco, y creo no equivocarme, usted entenderá por qué. Los muertos no quieren que se les moleste", recalcó y sin más cerró la puerta de emergencia y desapareció.

Esa fue la última vez que vi a don Orfeo Alegre Ríos. Escuché el eco de sus pasos mientras bajaba las escaleras y me preguntaba qué rumbo cogería, qué catálogo de oportunidades podía aprovechar con un décimo millonario en el bolsillo. Ya mucho más relajado dejé que mi mente flotara en un relajante baño de especulaciones y me senté en uno de los bancos del velatorio.

Después, decidí que, antes de marcharme, no estaría mal encender los cirios en honor del fallecido. Encontré una caja de fósforos en el cuarto de baño y prendí las cuatro velas, que no terminaron en emitir una llama incandescente. Me volví a sentar e intenté hacer recuento de todo cuanto había ocurrido desde esa misma mañana. Sin darme cuenta, me quedé dormido.

Fue una fugaz cabezada pero tan profunda que, al despertar, por unos segundos, no atinaba a averiguar dónde me encontraba. Al recordarlo, salí del tanatorio como alma que lleva el diablo. Por esta razón, desconozco de qué endemoniada artimaña se sirvió don Orfeo para suplantarse a sí mismo en el interior del féretro. Porque el caso es que, al día siguiente, alrededor de las once de la mañana, se procedió a la incineración de su cuerpo, sin que hubiese ninguna clase de ceremonia previa. Tal y como había prescribía la póliza que había firmado con la aseguradora varios años antes.

Pasaron once meses, cuando, cerca de Navidades, recibí la primera de sus postales desde la República Dominicana. No acusaba remite y en ella un desconocido me daba las gracias por haberle proporcionado una segunda oportunidad, sí, señor Rial, me ha regalado la vida que nunca pude tener, por lo que siempre estaré en deuda con usted.

Sin entrar a fondo en los detalles, don Orfeo me contó que, poco antes de sacarse la lotería, había vendido la única propiedad que poseía, aparte de la vivienda de dos plantas que él mismo diseñó como aparejador y en la que convivió con su esposa. Se trata de una finquita en las afueras del pueblo natal de Carmencita, doctor Rial, perteneció a sus padres y a ella se la dejaron en herencia.

Por mi cuenta, averigüé que el traspaso de ese inmueble en suelo rústico se había concretado ante un notario de Guadalajara, que dio fe de la compraventa por la cual una cadena alemana de hoteles rurales pasó a ser titular de todos los derechos. Según datos que he podido recabar, la operación le reportó unos cien millones de pesetas al señor Alegre. Dinero que ingresó en una cuenta que tenía a nombre de su difunta esposa, en una oficina de CajaMadrid, en Getafe, y que don Orfeo retiró con el tiempo justo de coger el avión rumbo a América, porque mi sueño fue siempre venir a estas tierras y comprobar si sus aguas eran tan cristalinas, y las playas tan blancas, la arena tan suave, y el aire te acariciaba con perfume de mujer, porque, gracias a usted, amigo Rial, permítame que lo trate así, al fin he descubierto que la realidad no sólo supera al sueño sino que ha merecido esperar todo este tiempo para comprobarlo, lástima que mi Carmencita no me haya podido acompañar en este paraíso, en el que nada resulta pecaminoso, querido amigo, y usted me entiende, ¿no?

Sin embargo, ahora nada de esto importa, porque él ya no está. Lo único que espero es que el muchacho ése del periódico no sea tan imbécil como aparenta y, efectivamente, se pueda cumplir la última voluntad de don Orfeo.

Aunque quizá algún día, quién sabe, pueda volver a encontrarme con él y decirle que, después de todo, sí, tenía usted razón respecto a su sobrino y a la pérfida de su señora. Casi nada. Y si no, que se lo pregunten al juez de primera instancia de la Audiencia Provincial, y a la Policía Judicial, y a los propios empleados de la desdichada funeraria que incineró por primera y última vez a Orfeo Alegre Ríos.

Porque, no contentos con haber saqueado su casa, sí, he dicho saqueado, después de haber rebuscado en los cajones, de reventar los colchones, hasta de arrancar con las uñas el papel de las paredes y de levantar todas y cada una de las losetas del suelo, y de no haber encontrado el décimo 41.570, galardonado con el primer premio en el sorteo de la Lotería Nacional del día 6 de enero de 1994, Lázaro Alegre Fernández y Carmen Dolores Cuervo Benítez, llevan litigando desde entonces para que se les conceda el derecho a abrir el nicho en el que, hasta hace unas semanas, cuando el cónsul español en Santo Domingo hizo pública la noticia de la verdadera muerte de don Orfeo Alegre Ríos, reposaban las cenizas de su tío, en el interior de una urna funeraria, en compañía de los restos de su muy querida esposa Carmencita. Y es que, por muy absurda que parezca la pretensión de la simpar pareja, con ello no trataban de recuperar el premio, al que por otra parte, ya no podían aspirar. La estratagema, siendo espuria por naturaleza, perseguía en realidad otro fin, no menos siniestro, que era demostrar a todo el mundo que sus sospechas de hienas eran ciertas y que alguien que manipuló el cadáver antes de su cremación se había quedado con el botín.

Durante estos años, todos los que tuvimos algún contacto con usted el infausto día de su primer fallecimiento, don Orfeo, hemos tenido que soportar, con callada resignación, toda clase de desplantes, amenazas e insultos ante la infundada e ignominiosa creencia de que nos apropiamos de lo que no era nuestro. Cuánto lamento que nunca se enterase de esta parte de la historia que tan ingrata ha resultado para un servidor. Pero bueno, ahora la verdad ha salido a la luz y su brillo termina purificando todo un cenagal de mentiras.

Qué razón tenía, mi querido amigo, qué razón, y pensar que estuve a punto de no creerle. Sí, don Orfeo, qué equivocado estaba y qué inteligente fue al adelantárseles. Ni un duro, don Orfeo, ni un duro. Por suerte, esos pánfilos no han visto ni verán un duro de la fortuna que un día tocó a su puerta, como dicen los cursis.

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