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El callejón
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El coloso

Atribuido durante casi ochenta años a Francisco de Goya, este lienzo, expuesto en el Museo del Prado desde 1931, es obra, en realidad, de su ayudante Asensio Juliá, cuyas iniciales (AJ) aparecen en el ángulo inferior izquierdo del cuadro.

Atribuido durante casi ochenta años a Francisco de Goya, este lienzo, expuesto en el Museo del Prado desde 1931, es obra, en realidad, de su ayudante Asensio Juliá, cuyas iniciales (AJ) aparecen en el ángulo inferior izquierdo del cuadro.

Al amigo Félix Poggio Fernández, que me contó sus sobrecogidas impresiones, y a mi compañero (y compatriota del Grupo Sur) Toño Hernández Ferraz, que nos mantiene informados a quienes nos fuimos para no volver

Indiferente, hosco, indómito, el coloso es un hijo formidable y legítimo de la misma tierra que nos alberga con generosa prodigalidad sin exigir nada a cambio. En este sentido, él es más propietario del suelo que horada con implacable fiereza que nosotros, cuyos pasos sobre esa misma superficie, sobre esa piel ahora áspera y abrupta, resultan tan fugaces, tan leves, tan infinitesimales, en comparación con la remota estirpe de la que él forma parte por derecho propio.

Ruge y vomita las entrañas de las que está compuesto sin darse apenas un respiro, sin recapacitar, ya que esta criatura (emergida de sí misma con un poder espléndido, despiadado) carece de remordimientos, de la angustia que condena al hombre a tratar de perpetuarse a fin de que su presencia no desaparezca del único hogar que ha conocido.

Ya han transcurrido cincuenta días de este episodio bíblico de muerte y destrucción y no parece que vaya a tener un desenlace próximo. De hecho, los habitantes de la isla viven inmersos en una penumbra constante e interminable de ceniza y desolación, bajo una mortaja irrespirable.

Incansable, ajeno a la atención que genera a su alrededor entre científicos y noveleros, este titán ígneo y furioso ignora con absoluta indiferencia, con un desdén aterrador e intimidatorio y un desprecio grosero, exhibicionista, los vanos intentos de quienes pretenden interpretar sus signos inescrutables y anticipar sus siguientes pasos, como cazadores al acecho de un tigre inabarcable. Sin embargo, este es un animal inmenso, aparatoso, que embiste con la rabia ciega que lleva en su interior desde que el mundo era un recién nacido, náufrago, abandonado en la inmensa orfandad del cosmos.

El monstruo incandescente es la cicatriz que sonríe con la siniestra determinación de un dios perverso, cruel, enloquecido, pero hermoso, de una belleza brutal, incontestable, inmisericorde, provisto de una energía que nace en la larga noche de la eternidad para arrollar con su empuje telúrico e inagotable. El volcán es un prodigio, sí, a pesar incluso o tal vez debido al daño que inflige como un amor enfermizo.

Se le teme, se le detesta, se le maldice, aunque toda esa animadversión y odio que provoca sea la respuesta desesperada e impotente de sus víctimas, de aquellos y aquellas que lo han perdido todo en esta calamidad, en esta catástrofe para la que no hay remedio ni consuelo: unos lloran las lágrimas amargas de la desesperanza, otros rezan a la espera de un milagro por el momento imposible.

Y el tiempo transcurre en un lento reptar sobre el vientre de una tierra que se ha tornado hostil y yerma y que ha retrocedido al ser humano a una suerte de punto de partida y de no retorno, a su indefensión primigenia, a una existencia en precario, en el filo de la navaja, en el borde del abismo, sin asideros y sin una ilusión que echarse a la boca, y al que se asoma con la escalofriante certeza de que éste le va a devolver la mirada.

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