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El callejón
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Viejo nuevo periodismo

La reciente publicación por parte de Ediciones Idea del libro Hojas de antaño, recopilación de los artículos firmados por mi compañero Roberto Merino Martín, licenciado en Historia y Periodismo, que aparecieron en la edición dominical del diario ABC, entre octubre de 2010 y enero de 2012, me ha vuelto a reconciliar con la primera de mis vocaciones profesionales y a la que dediqué algo así como la cuarta parte del tiempo que ya llevo vivido.

Tras la lectura de este volumen proteico, escrito con una prosa ágil, sencilla y salpimentada con una grata ironía y que constituye, además, una amena miscelánea de anécdotas, semblanzas y efemérides que pertenecen a la memoria colectiva de este Archipiélago, a la deriva en el Atlántico que nos abraza, y antes de ponerme manos a la obra con la presente reseña, revisando entre viejos papeles, me encontré con un par de folios que mecanografié hace la friolera de más de veintitrés años, cuando cursaba segundo de carrera.

La profesora, a la que más tarde, entre alumnos, profesores y personal no docente, aupamos -contra todo pronóstico- hasta el decanato de Ciencias de la Información de la Universidad de La Laguna, impartía Teoría y Análisis de los Mensajes Informativos, rimbombante vitola para referirnos a algo tan simple -y a la vez tan complicado- como la redacción periodística, y nos había pedido que escribiésemos un texto breve en el que intentásemos responder a la provocativa cuestión de por qué queríamos ser periodistas.

Y uno, que casi recién había cumplido los diecinueve añitos y era infeliz e indocumentado, contestó lo siguiente:

"Cuando me pidieron que tratase de explicar sucintamente por qué había decidido estudiar periodismo, o mejor dicho, cuál es la razón por la cual creo que merece la pena hacerse periodista, me dije a mí mismo: "¡Dios! ¿Qué digo ahora?". E intenté aclarar un poco, sin conseguirlo, las ideas que vagabundeaban en mi cabeza desde hace años. La pared blanca con la que tropecé me impedía si quiera elaborar ese par de puntos de referencia necesarios para empezar un autoanálisis. Pasaba incansable el tiempo sin que encontrase respuesta alguna a la pregunta inicial. "¿Por qué? ¿Por qué?" Y un sentimiento de desesperación contenida imposibilitaba que pudiera avanzar en la causa de mi vocación.

Porque yo veo el periodismo así: como una vocación con la que uno primero nace, y luego se hace, o puede llegar a hacerse (pero eso es harina de otro costal). Sin embargo, siempre que llegaba a esta primera conclusión me sucedía lo mismo: un muro de vacíos taponaba mi mente y era incapaz de continuar.

Me imagino que este "defecto" que enmudece el razonamiento es el que padecen todas aquellas personas dedicadas a profesiones vocacionales. Lo que hubo de sentir mi "yo" más íntimo tuvo que estar bastante cerca de la paraplejia verbal que se produce en los toreros el día que les preguntan por qué son toreros o del momentáneo vahído neuronal del que adolecen los actores si se les inquiere acerca de la razón última que se esconde tras sus gestos, sus gracias y sus rostros de sempiterna ambigüedad. Supongo que lapsus semejantes serán también propios de los compositores, abogados, arquitectos, escritores, médicos, políticos y, en definitiva, de todos los que, de una u otra forma, mucho antes del ejercicio activo de su profesión, manifestaron una pronunciada disposición para ésta.

Y así me quedé, tumbado en la lona del ring por un fortísimo directo de mi rival, que no es otro que yo mismo. Ese "yo" secreto que se me mostraba inaccesible.

Creí que jamás sería capaz de explicar el origen de mis inclinaciones profesionales. Desesperado, observaba la manera con que una y otra vez el bolígrafo desoía mis dictados, al tiempo que despedazaba un folio tras otro.

No obstante, como tocada por la varita mágica de la patrona de las empresas imposibles, apareció hace apenas unos días la solución a mis contrariedades, el bálsamo a mis dolorosas y hasta entonces infructuosas pesquisas.

Ocurrió durante una clase de Derecho Civil. La profesora se convirtió por un momento, o al menos eso es lo que entendía yo, en la representante esporádica de toda una desafortunada corriente de opinión: la que cree, no sin escasez de argumentos válidos, que los periodistas se reducen a una minoría de "gallitos peleones", insignificantes y absurdos, que no tienen mejor cosa que hacer que destripar las miserias personales de todo hijo de vecino, amparándose, para ello, en el derecho a la información, un derecho que les legitima para "expulsar todo tipo de serpientes y monstruos verbales".

Mentiría si negase que, en ese preciso instante, sentí en lo más hondo de mí mismo aquel alegato parcial e injusto que recogieron mis oídos. Pasaron por mi cabeza entonces, como si estuviesen archivadas ex profeso, un sinfín de imágenes conocidas. Recordé la foto del miliciano caído en plena batalla e inmortalizado para siempre por el objetivo de la cámara de Robert Capa; escuché en mi memoria las palabras del speaker atónito que contemplaba la explosión del Hindenburg; me estremecí al rememorar de nuevo la instantánea del vietcong al que la estupidez reventó la sien de un tiro de revólver; las niñas vietnamitas volvieron a pedir ayuda bajo el infierno de bombas y napalm; y a través de la mirada del cameraman sentí el abismo de la muerte cuando le disparan desde una patrulla de soldados chilenos.

La caída de la pared del silencio de Berlín, los tiroteos de Timisoara, los tanques y los hombres pacíficos que desfilaron ante ellos en Tiananmen… Todo eso lo recordé, como si lo estuviese viviendo, en ese preciso pedazo de tiempo en el que una especialista en derecho privado olvidó que los periodistas son algo más que seres confusos y oportunistas. Son confusos, sí, pero porque la realidad (como la vida y la muerte lo son también) es un laberinto muchas veces indescifrable. Son oportunistas, sí, porque la noticia sólo sucede una vez y hay que saber aprovechar la oportunidad de atraparla.

Lo comprendí todo: ella era la confusa (y confundidora), la oportunista; y yo, un alumno que lo único en que le agradaría trabajar es en la profesión que ha querido desde niño. ¿Por qué? Quizá para que, al menos, las profesoras de Civil crean que la información no es un desagüe de aguas amarillas".

*          *          *

            Después de disfrutar estos días de Pascua con la entretenida lectura de Hojas de antaño y de revivir, como si de un álbum de fotos antiguas se tratase, variopintos pasajes de nuestra Historia (como las erupciones del Chinyero, del San Juan o del Teneguía; el naufragio del Valbanera; la plaga de la langosta; el mito de San Borondón; el destierro de Unamuno o la presencia canaria en la fundación de Uruguay) y retratos estupendamente trazados de personajes de especial relevancia científica, histórica y literaria (Alexander Von Humboldt, Simón Bolívar, Nicolás Estévanez, Valeriano Weyler, Benito Pérez Galdós, Alfonso XIII, Agatha Christie, André Breton, Julio Camba, María Rosa Alonso, Juan Negrín y Severo Ochoa, Gilberto Alemán, Lluis Llach o Agustín Díaz Pacheco), directa o indirectamente relacionados con Canarias, uno no puede dejar de traer a colación el referido recuerdo de sus años de estudiante universitario y de aprendiz de periodista.

            Y es que, con la perspectiva que proporciona el tiempo transcurrido, el plumilla que aún pervive dentro de mí aún no ha perdido la satisfacción -ni la capacidad de sorpresa- que le reporta descubrir que todavía queda gente muy válida, que escribe para un periódico con la claridad, la concisión y la corrección que demanda un oficio maltratado tanto desde dentro como desde fuera.

            Además, si se trata, como es en el presente caso, de un compañero de trinchera -entregado como un servidor al noble arte de la enseñanza, en un entorno más hostil que llevadero-, qué duda cabe de que la sensación de dicha es mucho mayor. Sobre todo, cuando, en el plácido trayecto que siempre conlleva la lectura de esta clase de libros -en los que el presente y el pasado hallan un feliz punto de encuentro-, la discreta labor de investigación -que tiene bastante de pasión arqueológica- llevada a cabo por su autor con una modestia y un rigor admirables -cuán poco se dan ambas cualidades en una misma persona- arroja una preciosa luz sobre hechos de nuestra Historia que han permanecido en la penumbra de los siglos: como es el caso de la Real Expedición Filantrópica de la Vacuna contra la Viruela, que, a bordo del buque María Pita, y camino del Nuevo Mundo, hizo escala en el puerto santacrucero, en los primeros días de 1804, y que aprovisionó de benévolas dosis a la población infantil de estas Islas, o los disparatados planes de instalar, en 1940, una red de cinco refugios subterráneos, bajo el casco urbano de San Cristóbal de La Laguna, a fin de proteger a la población civil de los riesgos de un posible bombardeo aliado.

            A pesar de la siniestra crisis que estrangula a la prensa tradicional, donde los ERE resultan una incómoda y macabra espada de Damocles cotidiana, que pesa sobre las cabezas de media profesión, y aunque la escasa conciencia gremial haya tolerado la filtración de demasiados intrusos e intrusas, que han deformado el oficio hasta hacer de él una calamitosa caricatura, siempre habrá en el camino periodistas decentes que, con su labor honesta, callada y abnegada, dignifican este trabajo.

Y, sin duda, Roberto Merino Martín es uno de ellos.

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