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El callejón
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Tu segunda oportunidad

Escrita por Richard Rodgers y Lorenz Hart, “My Funny Valentine” (1937) es una de las canciones más versionadas de la historia del musical norteamericano. Aquí la pueden disfrutar en la voz penetrante del barítono Johnny Hartman (1923-1983).

La mujer la acaba de encontrar metida entre sus papeles, camuflada en medio de un montón de facturas de su marido. Se trata de cuatro hojas manuscritas que ha descubierto de forma inesperada. Estaba ordenando la mesa de su despacho, porque hasta hoy no se había atrevido ni a entrar, cuando de repente, al levantar varios sobres aún cerrados, han surgido, intrusos, los cuatro folios desbordados por su letra difícil, endiablada, inconfundible. Este hallazgo la ha sobresaltado y la carta tiembla entre sus manos mientras sus ojos se quedan muy abiertos, con exagerada curiosidad, y leen, entre expectantes y excitados, que ahora sí sé que la certeza del arrepentimiento es una herida que jamás cicatriza. ¿Te acuerdas? ¿Cuánto tiempo hace? Nos reencontramos sin querer, ¿después de cuántos años, Emma? Te sabes la cifra exacta y me la has repetido mil veces. Pero ya ves, de nuevo con la mente en blanco. Aunque nunca dejo de ver la escena del aeropuerto, a la vuelta de Italia, cuando no fui capaz de darte un beso, ni un adiós, ni siquiera un hasta más ver, mis labios en tu mejilla, chao. Nunca lo lamentaré lo suficiente. Y te imagino aquí, sonriendo y cogiendo mi mano, y veo que me acaricias el pelo y me llamas pesado y me recuerdas que eso sucedió hace tanto tiempo, que los dos éramos unos chiquillos, que no te importó. Sin embargo, aquel viaje fue mi gran oportunidad y no supe aprovecharla. Sí, ya sé que después recuperamos parte de esa vida perdida, pero si aquella mañana yo hubiese tenido el coraje de abrazarte todo habría sido distinto. Quizá te parezca un cuento, pero sentía tantas ganas de besarte.

Y no lo hice. No quise que los demás chicos del grupo descubrieran mi punto débil, porque había que ser fuertes y no caer en la trampa y tú y las demás chicas de clase eran para nosotros una especie de cepo que te atrapa hasta dejarte seco, la promesa de una vida escrita de antemano que se traga línea a línea todos tus sueños, decíamos como para convencernos de que el mundo entero nos esperaba ahí fuera. Pero yo deseaba tanto que no te marchases. Y no lo impedí. Ahora ya es tarde, demasiado tarde.

Mi amada Emma, mi dulce Emma, mi más hermosa esperanza. Gracias a ti he rozado la felicidad, aunque haya sido mucho tiempo después del debido. Y cuánto siento tener que conformarnos con este amor tan descontado, tan de telenovela, como te gusta decir. Deja que sea cursi y lamente que estos años hayan pasado en un suspiro.

Ay, Emma, mi suministradora de momentos maravillosos a través de esas corbatas chillonas que tanto te gustan. Cómo devolver todo lo que he recibido. Cómo corresponder a una entrega tan sin límites, a un afecto que lo ha envuelto todo con sus colorines. Has sido una bendición desde que me tiraste del codo en el andén y me echaste en cara por qué vestía como si acabara de enterrar a un pariente. ¿Sabes? Nunca te lo he dicho, pero en ese instante me entró el pánico. En el metro nadie habla con nadie, a menos que se conozcan de algo, porque ahí lo único que haces es esperar dentro de un reloj vacío mientras llega la siguiente parada y, al principio, cuando me agarraste con fuerza de la chaqueta y me dijiste aquello, pensé que pedías dinero. Lo siento, Emma. Por eso ni te miré. Es un acto reflejo en el que intentas escabullirte sin levantar la vista, sientes vergüenza y quieres desaparecer enseguida. Pero acercaste tu mano a mi cara y en un segundo recuperé lo que había perdido al permitir que te marcharas de mi vida un millón de años antes.

Qué hago ahora, precisamente ahora, cuando ya es tan tarde para todo. Cómo expresar mi gratitud y, sobre todo, cómo ahuyentar de mí este dolor terrible, peor que el otro, mucho peor que el otro. Cómo apaciguar los remordimientos, amor mío, esta continua secreción de excusas que me quema por dentro. Ni siquiera tus hijos, que te acompañarán en mi ausencia, me hacen sentir menos culpable. Al contrario, ellos, y tú sabes que los he querido como si fuesen de mi propia sangre, acrecientan aún más esta sensación de ahogo que no me deja en paz. Porque cada minuto que pasa resulta más insoportable que el anterior y mi silencio se convierte, poco a poco, en un punzón que, sin que te des cuenta, me desgarra, cariño, te despoja de todo lo bueno que de mí hay en ti. O mejor dicho: de todo lo bueno que he sacado de mí por ti. Aunque quizá eso no sea lo peor. Lo peor es que todavía no sé si estoy preparado para contar la verdad y me quedan pocas fuerzas. ¿Me comportaré por fin como un hombre? ¿O huiré, que es lo que siempre he hecho? Creo que es hora de salir del escondite. El juego ha terminado.

Pero mi cobardía también aumenta, así como la seguridad de que esto no tiene remedio, mi amor, ya es muy tarde. Tarde para que lo aceptes y lo que es irreparable: tarde para compensar las alegrías que he recibido estos años que ahora parecen segundos.

Quiero que jamás dudes de que a lo largo de mi vida en mi corazón -y perdona de nuevo la cursilería- sólo has vivido tú. A pesar de que tuve oportunidad de conocer a otras personas, ninguna otra mujer se interpuso entre nosotros. Sólo he existido para ti. Tú, que has sufrido las servidumbres de mi trabajo y has tenido que aguantar mis constantes salidas. Tú, que puedes hablar de días en blanco, porque has soportado un calendario de esperas interminables mientras yo recorría el mapa de una puerta a otra. Al menos estos viajes, estas ausencias, han servido para disfrutar a fondo del sabor del reencuentro. Sí, Emma, por lo menos gracias a estas separaciones cada noche hemos podido reavivar la llama del entusiasmo, como si siempre hubiésemos sido esos dos jóvenes que, a mi regreso, se entregaban el uno al otro con el deseo urgente e ingenuo de que la vida se acaba.

Sí, Emma, no lo hemos tenido fácil, nadie nos ha regalado nada. Ha sido duro, pero hemos sobrevivido, nuestra historia ha sobrevivido. Y, desde luego, si hemos conseguido llegar a alguna parte ha sido porque tú demostraste una entereza de la que yo carezco. Pudiste con todo, cariño, y te admiro por ello.

Superaste tus miedos y siempre impediste que la sombra de Carlos se entrometiera. Reconozco que en ningún momento, en todos estos años, sacaste a relucir su nombre. Es como si lo hubieses guardado en algún recodo de tu mente, en un rincón secreto al que sólo tú puedes acceder. Seguro que lo has echado de menos pero jamás me has dejado entrever esa grieta en tu alma. Ya sé que cuando nos volvimos a ver aquella mañana, en Antón Martín, hacía once años de su muerte, pero la marcha de alguien que te quiso con la entrega con la que tus hijos me han confesado que él te amó deja una huella que no se borra nunca. Ese dolor, Emma, querida, es como el arrepentimiento, para el que tampoco hay consuelo. Y ahora me siento tan arrepentido…

La culpa me restriega sus babas con una saña inmisericorde y creo que no voy a ser capaz de afrontar mi parte del sacrificio con dignidad. Me queda el consuelo de haberte amado y ser testigo de tu triunfo. Porque ahí están ellos para demostrarlo, tus hijos. Sus éxitos, sus pequeñas victorias en la vida, te las deben a ti, porque no te rendiste, te salieron malas cartas y no abandonaste.

Asumo, por tanto, mi papel de simple acompañante en esta travesía cuyo rumbo marcaste con pulso firme desde el principio. Siempre tuve muy claro que ése y no otro era mi cometido en tu "empresa", como te gusta llamarla, porque abominas de las frases hechas, de los clichés, de esas palabras que, como sueles decir, de tanto usarlas terminan sin significado. Familia, dios e incluso amor… Con qué enérgico candor te rebelas contra los tópicos. Ay, Emma, cuánto envidio esa intransigencia tuya tan beligerante, tan de profesora de Filosofía y Letras con el aula siempre a cuestas, como un caracol. Tú, que en todo momento utilizas tu propio lenguaje, prefieres los códigos directos, sin dobleces y con ciertas claves íntimas que ningún imbécil pueda profanar.

Quizá por eso entre nosotros nunca existió la necesidad de engañarnos. Porque en nuestra relación no has dejado lugar para la mentira. Las cartas boca arriba, te gusta decir, mientras me miras de frente, como ahora, aunque no estés aquí, en este preciso instante en el que trato inútilmente de contarte la verdad. Te imagino y te veo ante mí, escudriñándome con la convicción y la limpieza de quien no tiene nada que ocultar. Me miras a los ojos y lees en ellos. No sé disimular y me conoces bien. Leíste miedo hoy, cuando el doctor dijo que ya no hay más vueltas. Me miraste y agarraste con fuerza mi mano y me sentí lejos de ti, más allá de ninguna otra parte en la que haya estado antes, más allá de todos los clientes conocidos e irreconocibles, más allá de todas esas corbatas estridentes con las que has llenado de vida mi vida. No sé por qué, en ese preciso segundo en el que todo se agolpó y me cayó encima con el estrépito de alfileres de mil detalles difusos, me acordé de tus ojos hace unos meses, cuando me hiciste la pregunta:

-¿Desde cuándo estás con ella, Alfredo?

El motivo por el cual esa mirada volvió a mi cabeza al mismo tiempo que esta mañana el médico soltaba su penosa retahíla de tecnicismos tiene algo que ver con la manera en que lanzaste sobre mí la interrogación, sin preámbulos, como una bofetada. Resulta curioso, mientras confirmaban hoy que tal vez me quedan apenas unos meses, yo sólo pensaba en tus ojos aquel día y en la angustia de tu voz al repetirme:

-¿Desde cuándo estás con ella?

Pero entonces ya no te oía. Sólo quería morir, desaparecer, no haber existido. Deseaba inútilmente no haber tropezado contigo en el andén de Antón Martín una mañana de hace tan poco tiempo. Deseaba no haberte reconocido, haber ignorado tu voz, girar la cabeza y olvidarte sin cruzar palabra dentro de la infinita secuencia de rostros anónimos, en vez de disfrazarme de víctima y soltarte que, bueno, ya sabes, después de tantos tumbos, de picar en muchos platos sin comprometerme, al final, aquí me tienes, cincuenta y dos años y todavía soltero…

-¿Cuándo la conociste, Alfredo? -insistías y yo querría no haber vivido nunca para no hacerte daño. Hoy he sentido tu mano cálida por debajo de los subterfugios del oncólogo, como si acariciara una sábana limpia de remordimientos, y de nuevo he visto tu mirada triste de hace unos meses y he deseado, como entonces, estar muerto.

Porque te mentí.

Aunque eso lo sabes desde el mismo instante en que traté de echar balones fuera, buscando precipitadamente una respuesta que acallara mis dudas, que no las tuyas. Porque siempre sospechaste algo, incluso cuando decidiste que era hora de quedarnos en tu casa y dejar de vernos en hoteles. Pensabas que los chicos ya eran mayores y que me aceptaban como tu segunda oportunidad. Pero creo que ya olías que te ocultaba un as en la manga y aún así decidiste continuar. Hasta hace un par de meses, después de que me dieran los resultados del tratamiento. Fue como si tú también leyeras mi destino al trasluz de las radiografías, como si las manchitas blancas revelaran la parte de mí que no he querido que vieses en ningún momento pero que intuiste desde el principio.

Lo supiste siempre, Emma, sin embargo hiciste como si no te importara. Como si de verdad me quisieras con un amor entero, sin tiempo, como si aquel día, en el aeropuerto, yo hubiese sido otro y la vida hubiera sido tan diferente para los dos. Ahora sé que me has querido con ese amor imposible de la chica que sigues siendo. La joven adorable a la que desde entonces he sido incapaz de corresponder con honestidad.

No te lo mereces, Emma, y yo no te merezco. He sido un cobarde y tú mi inútil salvación, porque ella siempre ha estado ahí, conmigo… Ella, Marta, mi esposa.

Gracias, cariño. Mi único amor, mi dulce esperanza, perdóname. Perdóname, Emma. Perdonadme las dos. Siento que las hojas empiezan a doblarse debido a la presión que ejercen las manos. Son unas manos enrojecidas, que aprietan con furia hasta que la superficie de los folios se arruga como si los dedos, que parecen garras, intentaran estrangular los ramilletes de palabras. El papel cede rápidamente y la carta es despedazada en varios trozos. La mujer acompaña este gesto con un grito de rabia que rasga el silencio de la casa. Una casa vacía, que nunca conoció la alegría de los hijos, un nido huero en el que falta el marido y en el que ahora se escucha el quejido feroz, implacable, de alguien que tal vez no tenga una segunda oportunidad.

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