Me dirás que, no obstante, las dignidades vuelven honorables e ilustres a quienes las detentan. Pero ¿acaso un cargo público puede inculcar la virtud en el espíritu de quien lo ocupa y remediar sus vicios? Normalmente ocurre lo contrario: no los remedian, sino que los ponen de manifiesto. Por eso indigna comprobar que a menudo las más altas dignidades recaen en los hombres más ineptos. De ahí que Catulo llame “tumor” a Nonio, que ocupaba la silla curul de los altos magistrados romanos. Ya ves cuánta deshonra acarrean los cargos al malvado. De hecho su indignidad sería menos patente si no hubiera honores que la pusieran de relieve. ¿No te arriesgaste tú también al considerar adecuado ejercer la magistratura junto a Decorato, a sabiendas de que en realidad era un bufón y un delator? No es posible considerar digno de reverencia en razón de sus cargos a quien consideramos indigno de esos mismos cargos. Pero si conocieras a alguien lleno de sabiduría, ¿podrías pensar que no es digno de respeto ni de la sabiduría que posee? Por supuesto que no, porque en la virtud hay una dignidad que le es propia y se transmite inmediatamente a quienes la practican. Puesto que el reconocimiento que concede el pueblo no puede hacer lo mismo, es evidente que no poseen la belleza característica de la verdadera dignidad. A propósito de este asunto conviene advertir que si el valor de un hombre depende de cuánta gente lo desprecie, los altos cargos lo condenan a ser más despreciado, puesto que lo exponen a la vista de muchas personas, pero no pueden darle el valor que no posee, cosa de la que se vengan estos hombres desprestigiando los cargos con sus actos.
Para entender que el verdadero respeto no puede obtenerse de vanos honores como tales cargos, pregúntate lo siguiente: si alguien que haya sido cónsul repetidamente fuera a parar por azares ante los bárbaros, ¿lo haría respetable ante ellos? Si los cargos confirieran dignidad por sí mismos, no perderían su poder de dignificar en ningún sitio, ni ante ningún pueblo, del mismo modo que el fuego calienta en todas las partes de la tierra. Pero como los cargos no tienen la propiedad de dignificar a quienes los ostentan, sino que esa propiedad se la atribuye la opinión equivocada de los hombres, la dignidad se desvanece en cuanto se desconocen esas opiniones. ¿Sólo ocurre así entre los pueblos foráneos? ¿Acaso cuando las dignidades se desempeñan en sus lugares de origen otorgan siempre prestigio? Ser pretor, que fue un gran poder en otro tiempo, es hoy un nombre vacuo y una carga pesada para los bolsillos de los senadores. También se consideró grande al responsable del suministro de grano a Roma, si bien hoy no hay cargo más despreciable. Como te decía, puesto que el honor no es inherente al cargo, le reconocemos brillo o se lo negamos en función de quien lo desempeñe. De modo que, si los cargos no pueden volver respetables a quienes los detentan, y si, además, las personas deshonestas que los ocupan terminan desprestigiándolos, si pierden su esplendor con el paso del tiempo, si su valor disminuye entre distintos pueblos, ¿qué clase de belleza deseable o superior poseen?
Aunque estuviese adornado con diamantes y púrpura de Tiro, el lujo demencial de Nerón resultaba odioso a cualquiera. Y cuando, a veces, el perverso ofrecía cargos a los senadores más venerables, ¿quién podía juzgar como dichosos los honores que otorgaba un miserable?
Boecio (Roma, 480-Pavía, 524), Consuelo de la filosofía, Libro Tercero, Capítulo IV