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El callejón
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Silencio...

El respeto reverencial que sentía por la partitura de Joaquín Rodrigo hizo que Paco de Lucía tardase varias décadas en atreverse a interpretar el “Concierto de Aranjuez”. Cuando por fin lo hizo, sus escasos detractores se terminaron poniendo de rodillas.

"En su discurso musical sobreviven a veces estallidos de júbilo, pero, precisamente, no se trata de un júbilo tranquilo, sino de un júbilo que estalla; casi venal, provocativo y arrogante. Constantemente asoma en esa música la cara del consuelo; jamás la del olvido. En la guitarra de Paco de Lucía circularmente existe, como un mitológico animal enjaulado, una memoria antigua que no se duerme nunca"

Félix Grande

 

"El flamenco es todo para mí, es mi personalidad, soy yo. Yo sin el flamenco quizás sería hasta más feliz en un sentido; no sin el flamenco, sino sin la responsabilidad que tengo en el flamenco. Este arte es algo por lo que he luchado durante muchos años. No llevo cuarenta años por ahí dejándome el culo en los aeropuertos solo por dinero, ni por fama, porque yo con tener tres chándales colgados en mi armario no necesito más. Me acuerdo de lo que pasó mi padre cuando venía con la guitarra rota porque un señorito se la había partido de una patada. Eso a mí me dio un compromiso con mi arte. Es la única música que me ha hecho llorar. Por eso he luchado por reivindicar el flamenco como nuestra cultura, como algo de nuestra tierra"

Paco de Lucía

Con esta sola palabra, hasta tres veces repetida, Lorca pone fin a su mejor obra, acaso el drama que, entretejido a partir del ovillo deshilado por Eurípides, emparenta, mediante lazos invisibles, al cante jondo con el verso yámbico de los grandes poetas griegos. De todas formas, en el breve destello dentro de la eternidad que son las vidas de los hombres, de todos los hombres, éstas se entrecruzan en un único espacio, en un instante fugaz mil veces repetido y tan solo, de vez en cuando, uno, si pone empeño y deja de respirar, puede llegar a paladear el tiempo como si éste de verdad tuviese textura, aroma y sabor, como si se nos concediese el placer y el privilegio de sentirnos, aunque sea por un segundo, ese Dios tan inexistente en su omnipresencia.

A Paco de Lucía (y a Chéjov, a Velázquez, a John Ford o a Miles Davis) le debemos el extraño don, la milagrosa alquimia, de hacernos partícipes de esta infinitud efímera que apenas un puñado de criaturas son capaces de proporcionar a poco que se entreguen a su arte sin reservas, con la generosidad absoluta, total, de quien ama aquello que no sólo lo construye sino que le explica a sí mismo.

Si prescindimos de la exigente y siempre azarosa andadura del aprendizaje, si dejamos a un lado la técnica, el embrujo, la magia de la seducción y la voluntad de ser seducidos, si despojamos al genio del artesano que habita en su interior, como la llama de una autoconsciencia inextinguible, si nos quedamos con el individuo que, desde sus limitaciones, asume con una mezcla insensata de valentía y humildad el reto de enfrentarse a lo imposible, es decir, al infinito, uno debe admitir que, en el fondo, en la ejecución perfecta del guitarrista algecireño se escucha el eco de una voz lejana, ausente y a un tiempo indescifrable e inconfundible.

A través de él, al igual que por medio de otros músicos (como es el caso de Johann Sebastian Bach, Duke Ellington o de John Coltrane), se aprecia un colosal esfuerzo, que tiene mucho de prodigio, por parte del ser humano por acercarse a Dios cuando ocurre exactamente lo contrario: Él se sirve de tales interlocutores para hablar directamente al corazón de todos los hombres.

Tan solo se necesita cerrar los ojos y escuchar el silencio.

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